El Pueblo del Hielo 1 - El hechizo. Margit Sandemo. Читать онлайн. Newlib. NEWLIB.NET

Автор: Margit Sandemo
Издательство: Bookwire
Серия: La leyenda del Pueblo del Hielo
Жанр произведения: Языкознание
Год издания: 0
isbn: 9788742810125
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las zanjas. Abrazaba un bulto firmemente envuelto mientras se escabullía para alejarse de la mansión de su padre hacia las puertas de la ciudad, susurrando desesperada una melodía danzarina, una pavana, en un intento de mantener la mente lejos de lo que estaba haciendo.

      No le resultaba fácil moverse. Los labios se le habían quedado blancos. Las gotas de sudor le recorrían la frente y el labio superior; el cabello, pegado a las sienes. Cómo había logrado ocultar su condición durante esos angustiosos y aterradores meses aún resultaba un misterio. Como era pequeña y delgada, apenas se le notaba su estado. La vestimenta de entonces también ayudaba a ocultarlo: corsés, miriñaques flotantes y los vestido drapeado que caían desde los hombros cubriéndolo todo. Además, siempre cuidaba de ajustarse muy fuerte el corsé a pesar del dolor. Nadie, mucho menos su criada, tenía idea de lo que le pasaba.

      ¡Odiaba la vida que iba creciendo en su interior con una feroz intensidad! Era el resultado de un encuentro casual con un danés increíblemente caballeroso en la Corte del rey Frederik. Solo después descubrió que él estaba casado. Una noche de pasión imprudente se había transformado en toda la miseria que ahora se había convertido en su castigo. Mientras, él continuó su camino en busca de nuevas conquistas.

      Había hecho de todo para librarse de aquel intruso en su vida: medicamentos peligrosos, saltos desde muy alto, baños calientes. Incluso, el último verano, se atrevió a visitar el cementerio de la iglesia un jueves por la noche. Allí, había obrado tan secretas e ignominiosas artes que ahora las había borrado de su recuerdo por completo. Pero nada la había ayudado. Aquel ser repulsivo dentro de su cuerpo se había aferrado a la vida con la perseverancia de un demonio. ¡Y Charlotte había estado tan asustada los últimos meses! Aún lo estaba. Pero extrañamente, ahora no sentía ese odio abrasador contra el ser indeseable. En cambio, sentía algo distinto en su corazón: un fulgor cálido, tristeza profunda y anhelo inesperado…

      No, ¡no podía permitirse pensar así! Debía continuar caminando, avanzando, rápido. Hacía tanto frío. El pobrecito… ¡No, no! Atisbó a ver a una joven, apenas una niña, en un callejón que iba directa hacia una puerta. La chica pasó a su lado sin verla. ¡Parecía tan sola! A Charlotte le invadió la compasión sincera y enderezó la espalda. La compasión era un sentimiento que tenía que evitar. ¡No debía ser débil!

      Sobre todo, tenía que apresurar el paso. Necesitaba regresar y atravesar las puertas antes de que las cerraran a las nueve. No tenía miedo de los guardias. Tenía preparada una explicación… si se la pedían. La capa que había colocado sobre sus hombros pertenecía a uno de sus sirvientes. Nadie sería capaz de reconocer a la dama elegante, Charlotte Meiden, vestida así.

      Por fin, después de un buen rato, llegó a las puertas. Los guardias la detuvieron. Alzó ante ellos el bulto por un instante y balbuceó:

      —Otro cadáver. Voy camino a…

      Los guardias la dejaron pasar sin prestarle más atención.

      Charlotte ahora tenía el bosque frente a ella: las copas irregulares de los pinos, con sus siluetas recortadas sobre el resplandor de la pira. La luna brillante iluminaba aquel paisaje nocturno y helado, así que no fue difícil encontrar el camino. ¡Si por lo menos no estuviera tan exhausta! También sentía dolor: cada tanto percibía horrorizada que algo cálido, pegajoso y húmedo empapaba la toalla que había utilizado para detener la hemorragia.

      El bebé había nacido en el pajar, sobre los establos. Charlotte había mordido un trozo de madera para ahogar los gritos. Después, agotada por aquella terrible experiencia, se quedó allí recostada un largo, largo tiempo. Luego, envolvió al bebé sin mirarlo y fue poniéndose en pie con las piernas aún temblorosas. No había hecho nada con el cordón umbilical. No quería tener nada que ver con ese bebé. Había ahogado los gritos lastimeros y graves de la criatura con una manta.

      El bebé aún estaba vivo. A cada instante sentía sus movimientos diminutos. ¡Gracias al cielo no había llorado en las puertas de la ciudad!

      Charlotte estaba segura de haber borrado todos sus rastros en el pajar. Si tan solo pudiera librarse de aquella carga vergonzosa y regresar sin ser vista a la mansión… Entonces sería libre. ¡Libre! ¡Por fin!

      Ahora estaba en lo profundo del bosque. Allí, bajo el pino grande, apartado del camino…

      Las manos de Charlotte Meiden temblaban mientras colocaba el bulto en el suelo helado y yermo. Sentía tensión en el pecho y sus ojos brillaban con lágrimas mientras colocaba con cuidado una manta de lana y un chal alrededor de aquella pequeña chispa de vida. Luego, colocó el tazón de leche que había traído junto a la mejilla del pequeño. En lo profundo de su ser, sabía con certeza absoluta que era imposible que el bebé alcanzara la leche. Pero no quería detenerse a pensar ni un segundo en eso.

      Permaneció allí un instante mientras la terrible sensación de pérdida y desesperación recorrían a toda velocidad su cuerpo, hasta que finalmente movió con torpeza sus piernas congeladas hacia Trondheim otra vez.

      ***

      Dentro de los muros de la ciudad, Silje continuaba caminando. Estaba agradecida por la luz de la luna que proyectaba su aura plateada sobre la calle. Le ayudaba a ver con mayor facilidad dónde pisaba. Paso a paso, un pie tras otro… dormida a medias, sin pensar en ello. Porque si lo hacía, sentiría el frío, el hambre y el agotamiento: se daría cuenta de que no tenía un rumbo, que no tenía futuro.

      Oyó un llanto a su lado. Se detuvo. Estaba en un callejón pequeño, de camino hacia las puertas al oeste de la ciudad. Estaba muy oscuro. La luz de luna no llegaba más allá de su entrada. El llanto provenía de un patio. Silje vio una puerta entreabierta.

      Era el llanto de un niña.

      Eran sollozos desgarradores. Vacilante, Silje entró. La luna inundó aquella pequeña corrala. Una niña, quizás de dos años, estaba de rodillas junto a una mujer muerta. La niña tiraba de su madre y la sacudía, intentando despertarla.

      Aunque Silje apenas era una cría, sin duda ya era toda una joven. La conmovió ver a la pequeña, pero la imagen de la mujer muerta evitó que avanzara. El rostro crispado y la espuma alrededor de la boca eran las horribles señales de que era una nueva víctima de la plaga.

      Trondelag, como se conocía esa región del país, había sido terriblemente perjudicada por la plaga, que era en realidad dos enfermedades. Llamaban plaga a cualquier mal. Aunque esta vez había provenido de Dinamarca, la llamaban la «gripe española» o la fiebre con dolor de cabeza y pecho. Al mismo tiempo, otro tipo de plaga había llegado desde Suecia: generaba pústulas y un dolor de cabeza que enloquecía a las personas por la presión en las sienes. Silje conocía los síntomas: los había visto con demasiada frecuencia.

      La niña aún no se había percatado de su presencia. Silje estaba tan cansada que no podía pensar con rapidez, pero sin duda sabía algo: ella era la única que había sobrevivido a la plaga en la cabaña. Había caminado entre los cadáveres del pueblo sin contagiarse. Así que Silje no temía por su vida. Pero ¿qué le ocurriría a esa pequeña?

      Había pocas probabilidades de que la niña sobreviviera a la enfermedad. Y si permanecía allí sola con su madre, no tendría oportunidad alguna de hacerlo.

      Silje se colocó de rodillas junto a la criatura, quien volvió su rostro empapado en lágrimas hacia la joven. Era hermosa, fuerte, con pelo rizado, ojos oscuros y manos fuertes.

      —Tu madre ha muerto —dijo Silje con suavidad—. Ya no puede hablar contigo. Debes venir conmigo.

      Los labios de la niña temblaban. La consciencia de lo que Silje le había dicho interrumpió su llanto. Silje se puso en pie y empujó las puertas de las casas que daban al patio. Las tres estaban cerradas con llave. La mujer fallecida probablemente no vivía allí. ¿Tal vez había decidido que aquel era un lugar adecuado donde morir? Silje ya se había dado cuenta de que golpear puertas no tenía sentido porque nunca nadie las abría.

      Con un movimiento veloz, rasgó una tira del dobladillo de su falda andrajosa. La convirtió en algo similar a una muñeca de trapo. La colocó entre las manos de la madre muerta