—Es imposible que esta sea la entrada –se lamentó Maite.
—Yo no estaría tan seguro de eso –dijo Carlos. Se agachó y sumergió la cara por un instante–. No creo que haya más de medio metro de profundidad –comentó, mientras se secaba con la remera.
Ante la atónita mirada de los muchachos, se dejó caer dentro del cráter. El agua le llegaba apenas encima de las rodillas.
—¿Lo ven? Tenía razón –alardeó.
—¿Y eso qué prueba? –preguntó Maite. Para ella, que fuera poco o muy profundo, no cambiaba el hecho de que no había forma de entrar a la montaña por allí.
Martín no esperó la respuesta y lo imitó. No le importó que las zapatillas y el pantalón se le empaparan.
Caminó despacio y con mucho cuidado hacia el centro del cráter. Tenía miedo de que el fondo no fuera parejo y que se hiciera más hondo de golpe.
Al llegar al medio se topó con una estructura que sobresalía del suelo. El agua era cristalina, así que podía verla con claridad.
—Aquí hay algo –dijo.
Maite y Carlos se le unieron y contemplaron el hallazgo.
Había siete pequeños cilindros de piedra ubicados con precisión uno al lado del otro. Una vara de metal los atravesaba por el medio y los mantenía alineados. Tallados sobre la superficie de las piedras se apreciaban unos símbolos.
—¿Son letras? –preguntó Maite señalando los símbolos.
—Eso parece –admitió Martín. Sumergió una mano y la acercó a uno de los cilindros. Cuando se apoyó notó que se movía. Revisó los demás y todos se comportaban de la misma manera. Rotaban en ambos sentidos para permitir que las letras fueran cambiando.
—¿Para qué servirán? –preguntó Carlos.
Martín recordó los candados de combinación. De pequeño le encantaba descubrir el número secreto. Pasaba horas hasta que lo encontraba.
—¡Eso es! –exclamó.
Maite y Carlos lo miraron sorprendidos.
—Es una llave. Tenemos que encontrar una palabra de siete letras que la abra.
—¿Y qué abre? ¿El tapón para que se vaya el agua? –bromeó Maite.
—Puede que sea la entrada –dijo Carlos.
En ese preciso instante a Martín lo asaltó una idea inquietante: ¿Y si Carlos tiene razón cuando dice que vio a Abu entrar a la montaña? Eso significaría que...
—¡Mi abuelo conocía la clave! –terminó el razonamiento en voz alta.
—¿Qué dijiste? –preguntó Maite, sorprendida.
Él no respondió. Tenía una imagen grabada en la memoria que luchaba por encontrar.
—¿Cómo puedes…?
Cuando se disponía a preguntarle otra vez, Martín le hizo un gesto para que se detuviera. Metió la mano en el bolsillo trasero del pantalón y extrajo la libreta que había encontrado la noche anterior. La abrió y les mostró la primera hoja.
—No sé qué significa –dijo–, pero mi abuelo iba a explicármelo.
Maite se puso pálida como si hubiera visto un fantasma. Carlos se preocupó.
—¿Estás bien?
No contestó. Del bolsillo delantero del jean sacó una libreta muy similar a la de su compañero y enseguida la abrió.
Cuando Martín vio la imagen que aparecía en la primera página, su corazón dio un brinco de la emoción.
Le tomó unos pocos segundos descubrir cómo se complementaban ambas pistas. Sin dudarlo, arrancó la hoja de la libreta de Abu, le quitó de las manos a Maite la que ella sostenía y repitió el procedimiento.
—¡No! –gritó la muchacha, pero ya era demasiado tarde.
Luego de devolverle la libreta a su compañera, Martín colocó una hoja encima de la otra y las miró a contraluz. Una imagen nítida apareció:
Carlos tomó la iniciativa y se apresuró a mover las siete rocas para que formaran la palabra clave.
En un abrir y cerrar de ojos, todo cambió. Bajo los pies escucharon un ruido ensordecedor y el piso cedió. No pudieron hacer nada para sujetarse. Apenas unos segundos más tarde fueron absorbidos por la montaña.
6. Como peces en el agua
Mientras caía, Maite se aferró a la libreta. Cuando la halló entre las pertenencias de su padre, no imaginó que aquellos garabatos le serían de utilidad. Ahora se preguntaba cómo era posible que Martín tuviera una igual y que se complementaran entre sí.
Una espectacular e inesperada zambullida la dejó sin respiración. Después de sumergirse varios metros logró volver a la superficie. Respiró tan hondo como pudo, al mismo tiempo que tosía y escupía agua. Aún sostenía la libreta. Temió que el contenido se hubiese borrado. Antes de que pudiera revisarla escuchó a alguien más que tosía. Era Martín, que también intentaba deshacerse del líquido que había tragado.
Ambos se encontraban en una pequeña cueva con forma de campana o copa invertida, rodeados de paredes de piedra y sin ningún sitio hacia donde nadar.
Al mirar hacia arriba, Maite descubrió que en el techo había un agujero en la roca. Imaginó que era el lugar por donde habían caído. Por la oscuridad que los rodeaba, supuso que el orificio en la cima se había cerrado tras la caída. Estaban atrapados en las entrañas de la montaña.
Una extraña luminosidad, que provenía de debajo del agua, le llamó la atención. Era una luz redonda y de color amarillento, que parecía estar a varios metros de profundidad.
—¡Carlos! –gritó Martín. Por más que lo buscaba, no podía encontrarlo–: ¡Carlos! –lo intentó de nuevo.
—¿Estás bien? –le preguntó Maite.
—Un poco asustado y algo mareado, pero estoy bien. ¿Y tú?
Ella asintió.
—Deberíamos buscar a Carlos –dijo Martín, mientras miraba a su alrededor–. Solo espero que no se haya ahogado.
Se sumergió debajo del agua y regresó algunos segundos más tarde.
—¿Lo viste caer con nosotros? –le preguntó Maite.
—No estoy seguro.
—A lo mejor logró quedarse en la cima de la montaña. De todos modos, ahora lo único que importa es encontrar a mi padre y a tu abuelo.
Martín asintió en silencio y luego dijo:
—Espérame aquí; voy a nadar hacia la luz –señaló bajo la superficie–. Puede que sea la salida.
Maite no pensaba quedarse sola, así que lo siguió.
Cuando él se dio cuenta, le hizo un gesto de desaprobación. La muchacha lo ignoró y continuó el descenso.
Pero