III
El aliado de Marenval, por su parte, no había permanecido ocioso. En cuanto volvió de su viaje al rededor del mundo se ocupó en los cuidados de su nueva instalación. Un hombre rico, bien emparentado y miembro de los principales círculos, no puede instalarse como un extranjero que viene á pasar seis meses en París. Tuvo, pues, que buscar una casa, disponerla á su gusto, amueblarla, comprar caballos y ajustar servidumbre. Durante unas semanas Tragomer vivió como en campaña, ocupándose de esos menesteres, comiendo en el círculo y viendo tan sólo á sus parientes y á algunos amigos íntimos. La comida en que había encontrado á Marenval era la primera de ese género á que asistía. Le había llevado Maugirón y Tragomer no sospechaba las consecuencias que iba á tener aquella fiesta á la que concurría sin propósito alguno.
Pero el noble bretón, reflexivo, tranquilo y tenaz, desde el momento en que cerró su convenio con Marenval no tuvo más que un pensamiento: conseguir lo que se habían propuesto. Desde el día siguiente se puso en campaña. Hacía dos años que tenía casi olvidado á Sorege, pues su intimidad con él cesó naturalmente en cuanto la condena de Freneuse hizo desaparecer el lazo que les unía. Había visto al conde muy afectado, en apariencia, por la desgracia del amigo común y le había oído deplorar las locuras que le habían conducido á tal catástrofe y defenderle con generoso ardor contra las censuras de los indiferentes. Poco tiempo después emprendió su viaje y no sabía qué había sido de Sorege.
Cuando se encontraban en el círculo, se saludaban y cada uno se iba por su lado. Entre aquellos dos hombres que durante años habían vivido juntos y que se tuteaban, existía una frialdad glacial y parecía que hasta les costaba trabajo saludarse, como si se odiaran. Tragomer, sin embargo, no experimentaba sentimientos hostiles hacia Sorege. Aun en el tiempo en que eran camaradas, no le había querido. La naturaleza franca y viva del uno no concordaba bien con el temperamento frío y calculador del otro. Sorege había sido siempre reservado con Tragomer y cuando éste se lo hacía observar á su amigo común, Jacobo respondía:
"Déjale. Hay que tomar á Juan como es; no conseguiremos cambiarle. Es un diplomático; jamás dice lo que piensa."
Precisamente la certidumbre de que Sorege no hablaba nunca con franqueza era lo que alejaba de él á Tragomer, el cual decía con frecuencia á Freneuse cuando éste le acusaba de su alejamiento:
—¡Qué quieres! ¡No lo puedo remediar! No me gusta nada ese joven.
Cuando estoy al lado suyo me parece que tiene puesta una careta.
—Entonces, es un gran compañero para ir al baile de la Ópera, replicaba alegremente Jacobo que, con su carácter turbulento, no tenía tiempo de estudiar á sus compañeros de locuras.
Fuera de esto, no se podía menos de hacer justicia á Sorege, y Tragomer no podía negar que el amigo de Jacobo era un hombre perfectamente educado, instruído, elegante y de cara agradable, muy valiente, según había probado en diversas ocasiones, y de excelente consejo cuando se le consultaba un asunto difícil. Frisaba en los treinta años, era de estatura mediana, cabello castaño, barba cortada en punta y algo clara, bigote retorcido y ojos muy cubiertos con los párpados, lo que daba á su fisonomía un aspecto de firmeza. Cuando estaba callado y su mirada velada se deslizaba imperceptible á través de las pestañas, era imposible adivinar lo que pensaba.
Tragomer le encontró tal como le había dejado, con el mismo aspecto frío y seguro y el mismo modo de hablar preciso y reservado, y trató de buscar quién le diese noticias acerca de su hombre, sin despertar la curiosidad ni provocar una indiscreción. Para ello le pareció que el indicado era Maugirón, una de esas gacetillas parisienses que se meten en todas partes, que todo lo conocen y que adivinan lo que no saben.
Era Maugirón un amigo de la infancia, con el que no había para qué gastar cumplimientos, y Tragomer, seguro de una acogida entusiasta, se puso en camino á eso de las once y media y desde su casa, calle de Rembrandt, bajó á pie hasta el boulevard Malesherbes, donde, casi esquina á la plaza de la Magdalena, vivía Maugirón. Este joven vividor tenía como principio invariable el almorzar siempre en casa.
"Si queréis, decía, conservar el estómago, aun haciendo los más continuos excesos en el comer, almorzad en casa todas la mañanas: almorzaréis medianamente, pero eso os salvará."
Aunque resuelto á no infringir nunca esta regla, Maugirón no llevaba su cordura hasta imponerse la obligación de almorzar solo, y como todos sus amigos estaban seguros de encontrarle en casa á las doce, rara vez callaba su campanilla y casi todos los días alguna voz de hombre ó de mujer decía alegremente:
"Maugirón, un cubierto; vengo á almorzar medianamente contigo."
Entonces el sabio higienista hacía subir de la cueva los mejores vinos y, así como por casualidad, tenía siempre delicados y suculentos platos que ofrecer á su convidado ó convidada. Esto era lo que él llamaba conservarse el estómago.
Aquella mañana había gran fiesta, como dijo Marieta de Fontenoy cuando al entrar con Lorenza Margillier vió á Tragomer que estaba fumando un cigarrillo en el cuarto de Maugirón.
—¿Dónde está el dueño de la casa? dijo Lorenza echando descuidadamente el sombrero en un sofá y besando amablemente á Tragomer.
—Está poniéndose guapo. Y bien, Marieta, ¿no me dice usted nada?
Observo que su amiga de usted ha estado conmigo mucho más expansiva…
—Mi amiga es de la casa y debe hacer los honores. Por lo demás, mi querido Cristián, si no hace falta más que un beso para contentar á usted, no ha de quedar por tan poco. Y echó los brazos al cuello del bretón. En seguida dijo, volviéndose con ligereza:
—¡Qué hambre da esta carne de hombre!
—Entonces, queridas amigas, á la mesa, exclamó Maugirón levantando una cortina. Los huevos revueltos con trufas acaban de aparecer; no les hagamos esperar. Ya nos diremos cumplimientos mientras comemos.
Pasaron al comedor, en el que se revelaba el lujo bien entendido del hombre que sabe vivir, por los brillantes accesorios de fino cristal, hermosa porcelana y rica argentería.
—Buenos días, cielito mío, dijo Lorenza. ¿Has dormido bien después de la agitación de anoche? ¡Cuidado que te pusistes chispo, maridito, después de comer!
—¿Yo? dijo Maugirón, yo estaba fresco como una lechuga. El que estaba un poco… tocado era Tragomer. ¡Qué cosas nos contó, ese monstruo!
—Si, hablemos de lo que nos contó… Hizo sus confidencias á Marenval.
Á nosotros nos puso en la puerta.
—Peor para él. Nosotras acabamos de pasar la noche en la Olimpia. Aquello es delicioso. La Rustigieri canta con los pies y baila con la garganta. ¡Y viva Italia! ¡Lo que nos reímos!…
—Me gustó más la Loïe Fuller.
—¡Oh! no; hace daño á la vista.
Se produjo un momento de silencio mientras los convidados probaban un château Iquem que Maugirón les había recomendado y que parecía obtener los sufragios de todos. Tragomer, que ordinariamente no bebía más que agua, dijo al dueño de la casa:
—En efecto, tu vinillo es bastante bueno… Oye, ayer encontré á
Sorege y me pareció muy serio. ¿Le ha ocurrido alguna desgracia?
—La peor de todas, amigo mío. ¡Se casa! Hubo una exclamación general.
—¡Oh! Es muy cursi burlarse del matrimonio… Maugirón, tu degeneras.
—El matrimonio, dijo Marieta, es una institución que se debe conservar como oro en paño. Primero,