—Sí, sí; ya me ha contado ella cómo se había enamorado de una niña... Uno de los más duros deberes para ustedes sin duda ha de ser el de no poder profesar cariño a nadie... Y no teniendo así una vocación bien determinada, y hallándose, como usted dice, en buena posición, ¿cómo es que esa niña se ha hecho monja?
—No he dicho que careciese de vocación. No era tan clara como la de su prima, pongo por caso, pero sí la tenía. Estas decisiones son demasiado graves para que se tomen sin vocación... Creo, sin embargo, que algo habrá ayudado el no llevarse muy bien con su madre... Al parecer, son genios opuestos.
Esta plática sirvió para despertar aún más mi afición.
La posibilidad que se me ofrecía repentinamente de poder amar sin sacrilegio a la saladísima hermana y de ser amado por ella, fue un rayo de sol que iluminó mi espíritu y lo bañó de alegría. Excitada de súbito mi imaginación, me consideré ya como novio de la monja, y saltando por encima de todos los pasos que debían, como es lógico, preceder a este beatífico estado, me recreaba pensando en la originalidad de conducir al tálamo a una religiosa. Consideraba con placer cuán afortunado podía llamarme, hoy que los antecedentes de una mujer constituyen un problema para el que se casa, pudiendo recibirlos tan limpios y puros. Veíame en mí casita, a su lado, escuchando aquel gracioso acento andaluz que tanto me cautivaba, recordando tal vez con risa los curiosos pormenores de nuestro conocimiento, tal vez interrumpidos en nuestra plática por el juego ruidoso de algunos nenes...
Cuando desperté de aquel sueño feliz, no pude menos de pensar que para llegar a allá aún quedaba mucho camino. No obstante, me sentí con ánimos para emprenderlo, y tomé la resolución de «trabajar a la monja» hasta conseguir que renunciase al claustro o cambiase su celda por otra más amplia donde cupiésemos los dos. Además del ningún enojo con que recibía mis atenciones y galanteos, advertí en ella ciertos síntomas sin duda favorables al cambio de estado. Por ejemplo, la hermana sentía una pasión decidida por los niños. Apenas veía uno en brazos de la niñera, ya le brillaban los ojos, mirábalo con atención insistente, sonreía a la portadora y no paraba hasta que se acercaba a él, lo acariciaba y le hacía bailar sobre sus brazos. Para congraciarse con ellos y también con sus mamas, llevaba consigo siempre buena provisión de bolsitas de seda con unos Evangelios dentro, que colgaba al cuello de los nenes para preservarlos de peligros y que fuesen con el tiempo buenos cristianos. Hasta los chiquillos más feos y más sucios le llamaban la atención. Un día encontramos en la carretera uno de tres o cuatro años de edad revolcándose en el polvo, en cuya delicada operación parecía encontrar gran deleite, a juzgar por las risotadas que daba de vez en cuando, sobre todo cuando el polvo se le metía por los ojos y las narices.
—Mire usted, por la Virgen, esta criatura—exclamó la hermana San Sulpicio.—Mire usted, madre, lo que está haciendo.
Y se acercó a él y le levantó por un brazo.
—Hola, compadre, ¿le sabe a usted muy dulce? ¿A que es más dulce este caramelo?
El niño la miró con espanto y no llevó la mano al que la ofrecía. Hizo pucheritos y estuvo a punto de llorar.
—¡Tontisimo! ¿Lloras porque te doy golosina? ¿Qué haces entonces cuando te azotan?
Ella misma quitó el papel al caramelo, le abrió la boca al chiquillo y se lo metió dentro. Al paladear el saborcillo grato, el niño se humanizó un poco. Sin embargo, seguía mostrando en los ojos un sobresalto que concluyó por hacernos reír.
—¿Vives aquí cerca?
El niño bajó levemente la cabeza en señal de asentimiento.
—¿Dónde está tu casa?
Alzó la manecita sin hablar y apuntó a una casucha que se alzaba no muy lejos sobre la misma carretera.
—Llévame, anda.
Y le cogió de la mano dirigiéndose hacia ella. Era de ver el encogimiento singular y la expresión de dolor y angustia con que el chiquillo caminaba, lo mismo que si le fuesen a ahorcar. La hermana no hacía alto en ello.
—Vamos, ¿quién es tu madre, ésa?—le preguntó mostrándole una mujer que a la puerta de la casa se hallaba en pie, mirándoles con enternecimiento.
—¡Mama!—gritó el niño con angustia.
—¿Qué te pasa, hijo?—dijo la madre riendo.
—Aún tiene miedo a las monjas, pero ya se le irá quitando—dijo la hermana.—Todavía hemos de hacer muchas migas, ¿verdad, buen mozo?... Señora, ¿me deja usted ir a lavar el chico? Porque así no hay alma que le dé un beso.
La madre se puso colorada.
—No crea usted que le he dejado de lavar, que le he lavado dos veces hoy, señora; pero este arrastrao no sé dónde se ensucia tanto.
—Pues yo sí: revolcándose en la carretera.
—¡Ah pícaro!
—¡Corre, corre, que te pega tu madre!
Y arrastró riendo al chico, que caminaba ahora de bonísima gana, hacia una fuente próxima, y allí le lavó y le peinó con las manos todo lo esmeradamente que pudo.
Pues digo que, por estos y otros síntomas semejantes, me parecía que la hermana no estaba haciendo una esposa de Cristo modelo; esto sin tratar de ofenderla. Y comencé a gestionar el divorcio con ahínco, pues no hay nada que peor parezca que un matrimonio malavenido. Lo primero que hice, el mismo día en que la madre me comunicó los pormenores mencionados, fue procurar adelantarme un poco en el paseo en su compañía, y cuando comprendí que no podía ser oído por las otras monjas, decirle a boca de jarro:
—Diga, hermana, ¿piensa renovar los votos el mes próximo?
La pregunta estaba hecha para turbarla, y merced a su turbación averiguar algo de lo que acaecía en su espíritu. Pero yo no había estado en Andalucía, ni tenía idea de lo que es una sevillana.
—¿Y a usted qué le importa?—me contestó sin alterarse poco ni mucho, mirándome con expresión maliciosa a los ojos.
El que se turbó fui yo, y no poco.
—A mí, nada... digo, sí, mucho, porque todo lo que se refiera a usted ¡claro! ¡me interesa! ¡claro!...
—¡Oscuro! digo yo, ¡oscuro! ¿Por qué le ha de interesar a usted que una religiosa renueve sus votos?
Debí espetarle en aquel momento la declaración que tenía preparada, ¿no lo creen ustedes así? La ocasión era que ni encargada. Pues no me atreví,