Experimentaba un orgullo de dios al hacer sentir á todas horas su generosidad sin dejarse ver. En París, una joyería dirigida por un judío de origen español trabajaba solamente para los regalos del príncipe. Sus alhajas, de un valor sólido é intrínseco, sin añagazas de artífice, tenían cierto aire de familia, algo así como un perfume imaginario que hacía reconocerse á las mujeres que las ostentaban. A lo mejor, en un hall de hotel, á la hora del té, en un balneario elegante ó en un baile, dos señoras que acababan de reconocerse se examinaban en silencio las orejas ó el pecho, hasta que la más atrevida, enrojeciendo invisiblemente bajo sus coloretes, preguntaba con sencillez: «¿Ha conocido usted al príncipe Lubimoff?...»
Atilio Castro admiraba á su pariente, más que por su riqueza y sus éxitos, por su inalterable salud.
—¡Qué cosaco!... Es un legítimo heredero del protegido de Catalina.
Sin embargo, muchas veces escapaba el yate mar afuera, emprendiendo largos viajes, sin que su dueño se viese forzado á huir de una pasión complicada y peligrosa. Se alejaba de sí mismo, de sus excesos de tierra, de su imaginación perversa y curiosa, que le hacía buscar y tentar á nuevas mujeres, perturbando su tranquilidad, sin que experimentase un verdadero deseo. Emprendía los más extraordinarios viajes, buscando la paz del mar y su atmósfera reconfortante, la orquesta iba con él; pero el harén quedaba en tierra. Había dado la vuelta al planeta siguiendo la ruta más corta; luego repitió esta circunnavegación por dos veces, pero en zigzag, queriendo conocer todas las costas de la tierra. Ahora emprendía viajes caprichosos; navegaba de un hemisferio á otro por el placer de visitar una pequeña isla que había visto descrita en los libros, una de esas islas perdidas en el Pacífico, y tan exiguas, que aparecen en las cartas como un simple punto á continuación de su largo nombre trazado sobre la superficie pintada de azul.
A la vuelta de una de estas excursiones, que le hacían correr el mundo como si fuese su propiedad, recibió por el telégrafo sin hilo la noticia de que Alemania acababa de declarar la guerra á Rusia y á Francia.
No experimentó gran extrañeza. Conocía personalmente á Guillermo II. El era la causa de que el príncipe Lubimoff evitase navegar en verano por las costas de Noruega.
Al año siguiente de la adquisición del Gaviota II se había tropezado en dichos parajes con el yate imperial. El kaiser, como un vecino entremetido y omnisciente, vino á verle para curiosear en su buque, examinándolo todo, dando consejos, pasando revista á los hombres y á las cosas, disertando sobre las máquinas é interrumpiéndose para aconsejar variaciones en el uniforme de la tripulación. Después de un almuerzo en su propio yate y un lunch en el del emperador, el príncipe Miguel quedó harto de esta inesperada amistad. El Lohengrin con casco de aletas, capa blanca y las dos manos en la empuñadura del sable resultaba menos insufrible que este señor de enhiestos bigotes y dientes de lobo vestido de marino, que reía con una risa falsa y brutal y desempeñaba el papel de hombre sencillo, de monarca sin ceremonias, cuando encontraba en el mar á un multimillonario de América ó de Europa. El dinero inspiraba una gran veneración al héroe de leyenda, al místico nutrido con sublimidades. Nunca había participado Miguel del entusiasmo que el emperador alemán inspiraba á los snobs. Sonreía ante sus gustos escénicos, sus bravatas guerreras y sus ambiciones cerebrales que intentaban abarcarlo todo.
—Es un comediante—dijo al recibir la noticia de la guerra—, un comediante que al sentirse viejo va á hacer llorar al mundo... ¡Y que la suerte de los hombres dependa de él!...
Miguel Fedor se consideraba aparte de los hombres. Lamentó la guerra como algo terrible para los demás, pero que no podía influir en su propia suerte. Ya que Europa había caído en una demencia sanguinaria, él seguiría navegando por los mares lejanos. Gracias á su riqueza, podía mantenerse al margen de la lucha.
Pero los tiempos cambiaban rápidamente; la vida era otra: todos los valores habían perdido su antiguo aprecio. El Gaviota II, á pesar de su bandera rusa, se vió detenido por los torpederos ingleses, que lo sometieron á una minuciosa inspección, no comprendiendo que se navegase por gusto cuando todos los mares estaban convertidos en un campo de batalla. A la altura de las Azores tuvo que forzar sus máquinas para librarse de un corsario alemán.
Además, escaseaba el carbón. Los depósitos esparcidos en las costas lo guardaban para los buques de guerra. Noticias importantes llegaban con frecuencia al yate por el telégrafo sin hilo desde el lejano París, donde estaba el primer apoderado del príncipe. Se había roto la comunicación entre él y las administraciones de la fortuna Lubimoff establecidas en Rusia. No llegaba dinero de allá, y los Bancos de París, con las cajas cerradas por el moratorium, facilitaban secretamente dinero á un millonario como el príncipe, pero no tanto como exigían sus necesidades.
El yate fué á amarrarse en el puerto de Mónaco, y Miguel Fedor, al llegar á París, casi rió como en presencia de un cambio grotesco de las leyes naturales. ¡El heredero de los Lubimoff necesitando dinero y teniendo que esforzarse por adquirirlo, lo que no había hecho en toda su existencia; solicitando adelantos horriblemente usurarios con la garantía de sus lejanas y famosas riquezas, que por primera vez eran menospreciadas!...
Cuando se restablecieron las comunicaciones de un modo intermitente entre la Europa occidental y la Rusia casi aislada, el administrador mostró un gesto desesperado, la recaudación había descendido un ochenta por ciento.
—Según eso, ¿voy á ser pobre?—preguntaba Lubimoff, riendo: tan inverosímil y disparatada le parecía la noticia.
Resultaba muy difícil enviar dinero á París, y el valor de los rublos descendía vertiginosamente. Los millones pasaban á ser en Francia simples centenas de mil. La movilización militar había dejado las minas sin brazos; los productos no obtenían salida; los mujiks, viendo sus hijos en el ejército, se negaban á pagar y hasta á trabajar. El gobierno ruso, para que el dinero quedase en el país, limitaba los envíos monetarios á los compatriotas residentes en el extranjero.
—¡El zar sometiéndome á una pensión!—decía asombrado el príncipe—. ¡Mil ó dos mil francos al mes!... ¡Qué absurdo!
Ya no reía. Su cólera contra la corte rusa, que se había ido aglomerando de un modo inconsciente desde su lejana expulsión de Petersburgo, estalló ahora á impulsos del egoísmo. El zar y sus consejeros, deseosos de rusificar toda la Europa oriental, eran los culpables de la guerra. Bien podían haberse mantenido en paz con Alemania. ¿Por qué turbar la tranquilidad del mundo á causa de un pequeño pueblo balkánico?...
Se burló fríamente de algunos amigos que, siguiendo rutas extraviadas á través de Europa y de los mares glaciales, volvían á Rusia para recuperar sus antiguos puestos en el ejército. El no quería morir por el zar. Le importaba poco que su país fuese gobernado por alemanes. Hasta en ciertos momentos lo juzgaba preferible, siempre que la paz se restableciese rápidamente, permitiéndole disfrutar otra vez de sus riquezas y reanudar la vida de meses antes, que ahora le parecía á medio siglo de distancia.
Los dos años siguientes transcurrieron para Lubimoff como en una pesadilla. ¿Qué mundo era éste?... Sus antiguas amistades desaparecían. Algunas de las mujeres frívolas que habían amenizado su existencia contemplaban los acontecimientos con una tranquilidad inconsciente; pero otras se mostraban abnegadas y heroicas, olvidando sus actos anteriores, sintiendo formarse dentro de ellas un alma nueva.
El príncipe se vió arrastrado por los sucesos de un modo brusco. Una fuerza misteriosa é irresistible le empujaba, le hacía perder el equilibrio en lo más alto de aquella vida tan dulce, tan amplia, coronada de un halo de gloria. Después rodó solo, por su propia inercia, y cada escalón le reservaba un golpe más fuerte, una sorpresa más dolorosa. ¿Hasta dónde llegaría en su derrumbamiento?... ¿Qué podría encontrar al final de esta caída ilógica?...
Las entrevistas con su administrador