Básicamente, se trataba de lo siguiente: imponer a la patronal la exigencia de un salario mínimo es el peor servicio que se puede hacer a la clase obrera. Es tanto como arrancarle la piel de pinchos a un puercoespín para que esté más cómodo. Los pinchos pueden resultarle engorrosos para moverse entre los matorrales, pero sustituyen la única protección que tienen esos débiles e indefensos animales para defenderse de los depredadores. Pues bien, la posibilidad de trabajar más y más barato es la única protección que tienen ciertos colectivos (jóvenes, mujeres, gente no cualificada) para buscarse la vida en la selva del mercado laboral. Si se les impide por ley ofrecer sus servicios más baratos (obligándoles a exigir un salario mínimo), se les deja sin su única ventaja posible en el mercado laboral.
Es verdaderamente desconcertante, en efecto, que los economistas neoclásicos depositen las esperanzas de que sus modelos lleguen a tener alguna relevancia empírica, más que en su buen hacer como científicos, en la eficacia de las instituciones financieras internacionales, en los planes de ajuste que imponen y en las negociaciones que realizan en secreto.
Para la economía ortodoxa, cualquier «anomalía» se puede combatir con la misma receta: «más mercado». El «modelo de mercado» se concibe como la realización sin interferencias de la «esencia humana» (es decir, como el sistema en el que, por fin, los sujetos humanos pueden intentar sin impedimentos buscar siempre el máximo beneficio para sí mismos, como exige su propia «naturaleza»). En la ensoñación apriorística del «puro mercado» todo funcionaría, además, de un modo enteramente armónico y racional, a fuerza de confiarlo todo a la confluencia de los comportamientos egoístas en el mercado: pues, persiguiendo cada uno sólo su propio interés, esa «astucia» del mercado a la que se denomina «mano invisible» transforma necesariamente la suma de los vicios privados en virtud pública, o sea, logra la máxima armonía social (resultado de que se alcance el más alto interés social). Y, por eso, allí donde se localiza cualquier anomalía, fricción o conflicto, la receta del FMI es clara: hay que eliminar cualquier regulación o intervención pública que aparte a la realidad del modelo. Si alguna sociedad no es completamente armónica, eso sólo puede deberse a que hay por algún lado regulaciones o interferencias que impiden a la sociedad ser «puramente un mercado» (con la magnífica armonía que, de acuerdo con el modelo, le corresponde).
Conviene llamar la atención sobre el hecho insólito de que allí donde se han aplicado Planes de Ajuste Estructural impuestos por el FMI para acercar la realidad al modelo de mercado, es decir, allí donde se ha suprimido casi al máximo cualquier regulación o intervención pública, lejos de alcanzarse la supuesta armonía, se han producido verdaderas catástrofes económicas y humanas, se han multiplicado los conflictos, se han hecho necesarias las dictaduras más sanguinarias para impedir revoluciones… Y, sin embargo, el diagnóstico de los economistas ortodoxos ha seguido siendo que, de todas formas, eso no puede deberse a la ausencia de regulaciones, sino, por el contrario, a que seguramente seguiría quedando por algún lugar recóndito alguna regulación que impediría la plena realización de la gran armonía del mercado. Por ejemplo, pueden localizar la causa en la existencia de los sindicatos (que suponen una clara «distorsión» de la negociación individual y, por lo tanto, de las pautas que le corresponden al mercado). Pueden echar la culpa a la existencia de leyes que fijen precios mínimos o máximos para algunas mercancías. Pero, en todo caso, a lo que no pueden estar dispuestos es a cambiar la receta: la solución a todos los problemas sólo puede ser siempre, necesariamente, más mercado y menos «interferencias» o «pautas extrañas» al modelo de mercado. En efecto, los modelos neoliberales que se imponen a través de los planes de ajuste que dicta el FMI se estructuran en torno a los siguientes ejes: supresión de la intervención pública (siendo una medida esencial la privatización de empresas públicas), desregulación del mercado laboral y liberalización de las transacciones internacionales. Pero allí donde se han aplicado esas recetas, lejos de alcanzarse la armonía que se le supone al modelo puro de mercado, se ha producido una verdadera catástrofe social casi con la misma eficacia con que se imponen las leyes de la naturaleza. Sin embargo, nada de esto les hace sospechar que puede haber algo mal planteado en todo este asunto, sino que, por el contrario, continúan siempre achacando los conflictos a las regulaciones que todavía queden (por mínimas que sean).
Bien es verdad que podemos llegar a sospechar que semejante obcecación no puede ser sólo resultado de la ignorancia, sino, más bien, de la mentira conscientemente orientada a la defensa de los grandes intereses económicos. Así, por ejemplo, una economista como Miren Etxezarreta sospecha que, sencillamente, «no es posible que quienes propugnan estos modelos no perciban estas limitaciones» y, por lo tanto, propone la hipótesis de que «los verdaderos objetivos de estos modelos no consisten en resolver los problemas de los países que los soportan, sino que son otros no expresados de forma explícita, pero que se pueden deducir por sus resultados», a saber, «facilitar la operación de los grandes capitales internacionales»[35].
En todo caso, ya sea por falta de honradez o por pura ignorancia, está claro el modo de razonar al que no están dispuestos a renunciar bajo ningún concepto: la «esencia» del hombre consiste en su búsqueda del máximo interés; el modelo teórico construido por mera agregación de estos «centros de cálculo egoístas» (a saber, el mercado) nos proporciona un sistema armonioso gobernado por una astuta mano invisible; además, cualquier «pauta extraña» que se introduzca no sólo alterará la eficacia y armonía del modelo, sino que, para colmo, supone un atentado a la libertad individual, a la igualdad o al derecho de cada uno a hacer lo que le dé la gana con lo que es suyo; la máxima realización de la esencia humana pasa, pues, por suprimir en la realidad cualquier pauta ajena al modelo y, ante todo, no olvidar nunca que si esto parece provocar auténticas catástrofes humanas, hambrunas generalizadas, la proliferación de todo tipo de conflictos sociales y la necesidad de dictaduras sanguinarias para reprimirlos, esto sólo puede deberse a que queden todavía algunas regulaciones por suprimir y no, en ningún caso, a que algo pueda fallar en todo este planteamiento.
Dicho sea al menos de pasada, no es de extrañar que Marx se mofe de la estrechez de miras de esos economistas vulgares que, a partir de esa supuesta esencia del comportamiento humano, «proceden de singular manera. Para ellos no hay más que dos clases de instituciones: unas artificiales y otras naturales. Las instituciones del feudalismo son artificiales y las de la burguesía son naturales»[36].
La publicación del libro de Naomi Klein La doctrina del shock. El auge del capitalismo del desastre (2007) ha arrojado datos incontrovertibles sobre la verdadera naturaleza de los planes económicos propugnados por la Escuela de Chicago. Milton Friedman y Pinochet fueron, en realidad, dos caras de la misma moneda; de ninguna manera un accidente histórico. Con el transcurso del tiempo ha ido quedando cada vez más claro que la salud económica que propugna el neoliberalismo no funciona más que generando verdaderas calamidades humanas. Estas no son un efecto colateral indeseado. Son el incentivo económico fundamental. A la postre, ha resultado que el capitalismo del siglo XXI no funciona adecuadamente más que en condiciones socialmente catastróficas, como las generadas por el tsunami que destruyó el Sudeste asiático, las inundaciones de Nueva Orleans o la guerra de Iraq. Es el «capitalismo del desastre», algo que ya había previsto perfectamente Karl Polanyi en su obra La gran transformación (1944).
2.6 Un Galileo sin herencia científica
Frente a este inigualable espectáculo de ver razonar a la «economía convencional moderna», es decir, a la economía «epistemológicamente normal», la figura de Marx se perfila, sin duda, como la de un gigante. A la luz de semejante espectáculo resulta difícil