El y Labarta, al ocuparse del porvenir de Ulises, tomaban cierto aire de bondadosos regentes encargados del gobierno de un pequeño príncipe. El muchacho parecía pertenecerles á ellos más que al padre. Sus estudios y su futuro destino ocupaban las conversaciones de sobremesa cuando el médico estaba en la ciudad.
Don Esteban sentía cierta satisfacción en molestar á su hermano haciendo el elogio de una existencia sedentaria y fructuosa.
Allá en las costas de Cataluña vivían sus cuñados los Blanes, unos verdaderos lobos de mar. Esto último no lo podría contradecir el médico. Pues bien; sus hijos estaban en Barcelona, unos como dependientes de comercio, otros plumeando en el despacho de su tío el rico. Todos eran hijos de marinos, y sin embargo se habían emancipado del mar. En tierra firme estaban los negocios. Sólo las cabezas locas podían pensar en barcos y aventuras.
El Tritón sonreía humildemente ante estas alusiones y cruzaba miradas con su sobrino.
Un secreto existía entre los dos. Ulises, que terminaba su bachillerato, asistía al mismo tiempo en el Instituto á los cursos de pilotaje. Dos años le bastaban para completar estos estudios. El tío le había facilitado las matrículas y los libros, recomendándolo además á uno de los profesores, antiguo compañero de navegación.
III
PATER OCEANUS
Cuando murió casi repentinamente don Esteban Ferragut, su hijo tenía diez y ocho años y estudiaba en la Universidad.
En sus últimos tiempos, el notario llegó á sospechar que Ulises no iba á ser el jurisconsulto célebre que él había soñado. Huía de las clases, para pasar la mañana en el puerto ejercitándose en el remo. Si entraba en la Universidad, los bedeles le vigilaban, temiendo la largura de sus manos. El se creía un marino, é imitaba á los hombres de mar, que, acostumbrados á medirse con los elementos, consideran poca cosa reñir con un hombre.
Con violentas alternativas de estudio y de holganza se aproximaba trabajosamente al término de su carrera, cuando una angina de pecho acabó de pronto con el notario.
Doña Cristina, al salir de la estupefacción de su dolor, miró en torno de ella con extrañeza. ¿Por qué seguir en Valencia?... Quiso reunirse con los suyos al verse sin el hombre que la había trasplantado á este país. El poeta Labarta cuidaría de sus bienes, que no eran tan cuantiosos como lo hacía esperar el rendimiento de la notaría. Don Esteban había sufrido grandes pérdidas en negocios extravagantes aceptados por bondad; pero aun así, dejaba fortuna suficiente para que la esposa viviese una desahogada viudez entre sus parientes de Barcelona.
La pobre señora no sufrió otra contrariedad en el arreglo de su nueva existencia que la rebeldía de Ulises. Se negaba á continuar su carrera: quería embarcarse, alegando que para esto se había hecho piloto. En vano doña Cristina impetró el auxilio de parientes y amigos, prescindiendo del Tritón, pues adivinaba su respuesta. El hermano rico de Barcelona fué breve y afirmativo: «¿Si eso le da dinero?...» Los Blanes de la costa mostraron un sombrío fatalismo. Era inútil oponerse si el muchacho sentía vocación. El mar agarra bien á sus elegidos, y no hay poder humano que logre desasirlos. Por eso ellos, que ya eran viejos, no oían á sus hijos que les llamaban á las comodidades de la capital. Necesitaban vivir junto á la costa, en agradecido contacto con el monstruo obscuro y pesado que les había mecido maternalmente, cuando con tanta facilidad podía haberlos hecho pedazos.
El único que protestó fué Labarta. «¿Marino?... Sea en buen hora; pero marino de guerra, oficial de la Real Armada.» Y el poeta veía su ahijado revestido de los esplendores de una bélica elegancia: levita azul con botón de oro todos los días, y en las fiestas casaca de galones y vueltas rojas, sombrero de picos, sable...
Ulises levantó los hombros ante tales grandezas. Tenía demasiados años para entrar en la Escuela Naval. Además, quería navegar por todos los océanos, y aquellos marinos sólo tenían ocasión de ir de un puerto á otro, como las gentes de cabotaje, ó pasaban años y años sentados en un ministerio. Para envejecer como un oficinista, era preferible reconquistar la notaría de su padre.
Al verse doña Cristina bien instalada en Barcelona, con una corte de sobrinos que adulaban á la tía rica de Valencia, su hijo se embarcó como aspirante en un trasatlántico que hacía viajes regulares á Cuba y los Estados Unidos. Así empezaron las navegaciones de Ulises Ferragut, que sólo habían de terminar con su muerte.
El orgullo de su familia le colocó en un vapor de lujo, un buque-correo lleno de pasajeros, un hotel flotante, en el que los oficiales tenían algo de gerentes de «Palace» y la verdadera importancia correspondía á los maquinistas, que andaban siempre por abajo y al volver á la luz quedaban modestamente en segundo término, por una ley de jerarquías anterior á los progresos de la mecánica.
Pasó por el Océano varias veces como se pasa ante un paisaje terrestre á toda la velocidad de un tren expreso. La calma augusta del mar se borraba con el batir de las hélices y el ruido sordo de las máquinas. Por azul que fuese el cielo, siempre lo empañaba un crespón flotante salido de las chimeneas. Envidiaba á los buques veleros que el trasatlántico dejaba atrás. Eran iguales á los caminantes reflexivos, que se saturan del paisaje y entran en largo contacto con su alma. Las gentes del vapor vivían como los viajeros terrestres que contemplan adormecidos desde las ventanillas de los vagones una sucesión de vistas pálidas y vertiginosas rayadas por los hilos telegráficos.
Terminadas sus pruebas de aspirante, fué segundo piloto de una fragata que iba á la Argentina para cargar trigo en Bahía Blanca. Las lentas singladuras en días de poco viento, las largas calmas ecuatoriales, le permitieron penetrar un poco en los misterios de la inmensidad oceánica, amarga y obscura, que había sido para los pueblos antiguos la «noche del abismo», el «mar de las tinieblas», el dragón azul que diariamente se traga al sol.
Ya no vió en el padre Océano el dios caprichoso y tiránico de los poetas. Todo funcionaba en sus entrañas con una regularidad vital, sujeto á las leyes generales de la existencia. Hasta las tempestades rugían dentro del cuadriculado de una reglamentación.
Los dulces vientos alisios empujaban al buque hacia el Sudoeste, manteniendo una serenidad paradisíaca en el cielo y en el mar. Ante la proa chisporroteaban las alas de tafetán de los peces voladores, abriéndose sus enjambres como escuadrillas de diminutos aeroplanos.
Sobre la arboladura cubierta de lonas trazaban largos círculos los albatros, águilas del desierto atlántico, extendiendo en el purísimo azul el enorme velamen de sus alas. De tarde en tarde encontraba el buque praderas flotantes, extensos campos de algas despegadas del mar de los Sargazos. Tortugas enormes dormitaban hundidas en estas hierbas, sirviendo de isla de reposo á las gaviotas posadas en su caparazón. Unas algas eran verdes, nutridas por el agua luminosa de la superficie; otras tenían el color rojo de las profundidades, adonde llegan mortecinos y enfriados los últimos rayos del sol. Como frutos de la pradera oceánica, flotaban apretados racimos de uvas obscuras, cápsulas coriáceas repletas de agua salobre.
Al aproximarse á la línea ecuatorial, la brisa iba cayendo y la atmósfera se hacía sofocante. Era la zona de las calmas, el Océano de aceite obscuro, en el que permanecen los buques semanas enteras con el velamen rígido, sin que lo haga estremecer un suspiro atmosférico.
Nubes de color de hulla reflejaban en el mar su lento arrastre; lluvias azotantes se derramaban sobre la cubierta, seguidas de un sol incendiario que á los pocos minutos era borrado por un nuevo aguacero. Estas nubes preñadas de cataratas, esta noche tendida en pleno sol sobre el Atlántico, habían sido el terror de los antiguos. Y sin embargo, merced á tales fenómenos podían los navegantes pasar de un hemisferio á otro sin que la luz los hiriese de muerte, sin que el mar quemase como un espejo de fuego. El calor de la Línea, elevando el agua en vapores, formaba una banda sombría en torno