En medio de esta soledad, Sapo recorría durante semanas los pantanos de largo aliento; en otras ocasiones, transitaba a la perfección los lodazales cortos y salía renovado. Pero lo que despertaba su atención era frecuentar lo que empezó a llamar el cenagal poético. Aquí se reunían varios de sus congéneres para cantarle a la noche, a veces en escolanía, a veces en un solo que tenía mucho de místico y reverencial. No obstante, Sapo aprendía con humildad, al tiempo que portaba dentro de sí un orgullo tozudo y la comprensión personal de saber que él había nacido con una virtud que nadie, ni la más cristalina pureza de alguna laguna encantada, podría borrar. Estaba convencido de que era portador del don de la poesía, y que su iluminación interna trascendía los cada vez más insípidos recitales a coro que entonaban las ranas comunes.
Si de pequeño Sapo resultó ser un problema para las madres de los chicos, pasada la pubertad, el joven y apuesto Sapo resultaría una complicación para las madres de las muchachas. No es que no lo quisieran por Sapo; por el contrario, su encanto, secretamente, les resultaba llamativo incluso a las madres más decorosas, que debían en todo caso ser discretas y corregir el buen proceder de sus hijas. La razón por la que despreciaban a Sapo era por ser poeta, porque según las rectas damas de los hogares más honorables Sapo era un holgazán. ¿De qué vivirás, hija mía, si él solo sabe frecuentar los charcos? Pero a las chicas, es de conocimiento general, les parecen superfluos, caducos, aburridos, anticuados, innecesarios, sobreactuados, los consejos de sus padres, que desdeñan con avidez; y por el contrario, les resulta atractiva esa enigmática chispa de misterio que suelen llevar sobre sí los seres excepcionales, y sobre todo los Sapos poetas. Las chicas empezaron a volverse locas por el anhelo de que Sapo las invitara tan solo una vez a una cita en el pantano, o a dar un par de brincos sobre los nenúfares. No faltó alguna riña que llegó al extremo de los arañazos, jalones de cabellos y desde luego a tabiques rotos.
Sapo saltaba indiferente a todos estos rituales, pues su vida estaba consagrada con plenitud a la poesía. Para esta época se empezaron a incubar dentro de Sapo pensamientos existenciales. Sentado en una piedra del pantano, ubicado temporalmente en una época del año cálida, cualquier persona que hubiese levantado la mirada dirigiéndola hacia el Este habría observado en las constelaciones el signo ineluctable del Sapo. Dejando a un lado las connotaciones esotéricas que dicha situación pueda acarrear, para nuestro personaje en cuestión aquella figura huidiza y vagamente reconocible no tenía otra significación más que la brevedad de la propia vida. Una estrella, pensaba Sapo, es mucho más digna de haberse formado en el inicio del universo que cualquier ser consciente que pudiera mirarla.
El pensamiento de Sapo es demasiado pesimista, denostarán los más radicales, que en asuntos de naturaleza práctica siempre sobresalen como los más sensatos. No obstante, existirá otra estirpe de soñadores que dejando a un lado las exaltaciones festivas a las cuales nos tienen acostumbrados los tiempos que corren, reconocerá la valía de la dilucidación que lleva a cabo el joven Sapo. Pero acudamos al problema: su pensamiento nunca lo compartió con nadie y tampoco lo dejó por escrito. Por otro lado, no es un pensamiento que valga la pena analizarlo bajo la perspectiva de los filósofos, esos seres atormentados, visitados únicamente por la fatalidad y la desidia y que nunca se han visto perturbados por el aroma indeleble de las musas, como resulta el caso que corresponde a este Sapo contemplativo que frecuenta habitualmente la terrible armonía de los poetas. Jamás conoció a algún bardo en persona, es verdad y lo reconocía con orgullo, pues siempre sostuvo la teoría nada deleznable de que bañarse en las charcas de los poetas era un proceso mucho más atormentador y profundo que la hipotética pero no imposible oportunidad de conocer sus almas. De lo que no se percató nuestro Sapo es que ambas cosas bien podrían ser lo mismo.
Bonita aunque absurda la idea que conservaba Sapo en referencia a la poesía, manifestaremos atónitos. Pero no es así en el fondo, ya que el Sapo que en aquel momento estaba estirando sus ancas incorporándose de la piedra que le servía de mirador encima del promontorio, nunca escribió un poema.
Se podrá decir que los fraguó. Los guardó en su memoria durante los días que le fueron de necesidad, como para sostener su vida en los andamios de las ilusiones, para insuflar en su ánimo una bocanada más de esperanza, para seguir sosteniéndose en la cuerda floja de su vida, todo esto para luego desecharlos como quien cambia de pañuelos por el efecto de un catarro.
Convencido de la pervivencia de su don, Sapo decidió abandonar los pantanos de los que tanto había aprendido. Se ausentó de ellos de forma física pero no en espíritu, pues portaría la esencia de los fangales para expandir su particular visión del mundo en cada recital que empezó a brindar. Alguna noche de luna cantó en los parques de la ciudad y sus poemas irradiaron armonía. No faltó gente afable que le arrojó un par de monedas, aún con un poco de temor, curiosidad y morbo de su amplia sonrisa de anfibio. Sapo empezó a ganarse de a poco la vida como artista itinerante, visitó cada ciudad del país y su nombre y presencia empezó a ser conocida a nivel de la nación. Varios periodistas quisieron entrevistarlo, algunos presentadores de televisión lo reclamaron para sus programas, el propio Ministro de Cultura en persona le ofreció un importante cargo burocrático como Embajador de la Poesía, exitosas editoriales privadas le propusieron inmortalizar sus poemas en el papel, discográficas internacionales pretendieron, infructuosamente, que firmara contratos para grabar discos de sus recitales, un galardonado cineasta del otro lado del continente le rogó (afirman que de rodillas) para que actuara recitando en su nueva película, algún erudito intentó proponerlo como el candidato ideal para el Premio Nobel de Literatura. Sapo se negó a cada insistente requerimiento. Hastiado de la humanidad y de sus banales espectáculos, Sapo se alejó para siempre de las plazas.
Una noche estrellada descubrió un pantano silencioso alejado de los pueblos y se bañó en sus lodos. Abrumado por el barro de la fama y por lo cenagoso de la popularidad, permaneció un año sabático sumergido en el cieno. Desde aquella noche acudiría al llamado del pantano del silencio en cada atardecer como un vicio secreto que mantendría hasta sus días últimos.
Luego de su merecido retiro, Sapo retornó a la comunidad que lo había visto crecer, con una inmensa angustia a sus espaldas y traspasado por una tristeza sin fin. No obstante, quiso ser amable con la vida e intentó brindarse una segunda oportunidad. Pretendió contactar a sus antiguos amigos, esos chicos que lo invitaban al juego de la pelota y le brindaban un trato cálido; pero aquellos muchachos de antaño, postulantes polvosos a deportistas sin zapatos, habían desaparecido. En su lugar se encontraban señores semiaburguesados, educados en liceos particulares, aburridos y engominados aspirantes a cajeros de bancos, ejecutivos de empresas o burócratas corrientes, y que ahora no posarían junto a alguien como Sapo ni por curiosidad malsana. Pretendió buscar a aquellas vírgenes que antaño lo persiguieron, pero todas se encontraban desposadas, la mayoría por cajeros de bancos, ejecutivos de empresas o burócratas corrientes. Intentó visitar sus antiguas charcas, aquellas que le enseñaron la cadencia y el sosiego, pero solo halló en ellas esterilidad y decepción. Decidido a dejarse conducir por el camino del abandono, retornó al hábitat húmedo de su cueva. Al ingresar notó una mirada joven e inquieta que lo seguía desde una ventana próxima. Se percató de la belleza de la doncella que lo miraba, sutil y enamorada. Sus facciones estaban torneadas por una hermosura insólita, esculpida para el deleite y la fascinación, para inspirar poemas en los Sapos melancólicos. Sus largos cabellos negros solo podían significar la permanencia casta de las damiselas que esperan el amor. Sapo comprendió que la vida lo estaba recompensando. En los días posteriores, con la habilidad clandestina de los anuros más tenaces, Sapo tomó contacto con la hermosa muchacha. Se enamoraron como solo pueden enamorarse los amantes furtivos. Una noche de luna (Sapo amaba las noches de luna), se dieron cita en el pantano del silencio. La doncella se acercó a Sapo y, temblorosa, se deleitó de la piel seca, áspera, verrugosa, y de su permanente olor a humedad. Aquella fue la única vez que hicieron el amor.
Al amanecer, y al notar lo vacío de los aposentos de la doncella y la ausencia de la bella señorita, el padre de la virtuosa, hombre estricto y dominante como no ha existido otro, con dolor y lágrimas en los ojos, castigó a la muchacha y se la llevó del pueblo. Sapo jamás la volvió a ver.
En los meses siguientes, consumido por una desesperación febril, Sapo visitó infinidades de poblados en