—¿Y si no les gusta?
—Bueno, entonces tiran todo y me rompen la cerámica. —Me miró y debió de ver mi expresión pensativa—. Solo bromeo —añadió—. Saben que no deben causar problemas en las Mesas de Yzebel.
No estaba segura de lo que quería decir, pero no quería que se volviera a enfadar conmigo como cuando me vio por primera vez con la capa de Tendao.
—Ahora —dijo Yzebel—, muéstrame todos tus dedos.
Dejé el nabo y levanté las manos, con los dedos extendidos. Yzebel hizo lo mismo, luego bajó los dedos de su mano derecha, dejando solo el pulgar arriba. La imité. Ahora tenía todos los dedos de una mano arriba y el pulgar de la otra mano.
—Eso —dijo Yzebel—, es la cantidad de pan que necesito.
—Seis.
Levantó una ceja.
—Muy bien. Me alegra que sepas de números. Señaló una gran jarra de barro que se encontraba cerca de la puerta de la tienda abierta—. ¿Puedes llevarle a Bostar esa jarra de vino de pasas y decirle que es de su buena amiga Yzebel a cambio de seis panes de su cosecha más reciente?
—Sí. —Estaba ansiosa por ayudar en todo lo que pudiera—. ¿Dónde está Bostar?
—La tienda del panadero está a solo una flecha de aquí. —Señaló hacia el este—. Por ahí. Olerás el pan cuando te acerques —dudó antes de continuar—. Ten cuidado con la jarra. No quiero que derrames ni una sola gota. Ese vino es muy valioso. ¿Entiendes…? —Aparentemente olvidó que no tengo nombre.
—Obolus —dije.
Los ojos de Yzebel se abrieron de par en par. Tal vez no entendió la palabra.
—¿Dijiste Obolus? Es el gran elefante.
—Ese es el nombre que quiero para mí.
Jabnet se rio a mis espaldas y me di cuenta de que lo había oído todo.
—Ella es medio elefante —dijo—. Sabía que algo andaba mal con ella. Probablemente su padre es un elefante y su madre…
La mirada fulminante de Yzebel lo silenció. Volvió a llenar las lámparas con aceite de oliva y a ponerles mechas de algodón fresco.
—Puedes elegir el nombre que quieras —dijo—. Pero, ¿crees que el nombre del elefante es bueno para ti?
—Sí.
Agarré la pesada jarra y me fui a buscar a Bostar.
Capítulo Tres
Un tapón blando de madera, colocado a presión y sellado con un trozo de tela de algodón, tapaba el pico de la jarra de vino de Yzebel. Agarré la pesada jarra colocando ambas manos bajo el fondo.
A lo largo de todo el camino hacia la tienda de Bostar, varias actividades me llamaron la atención: un herrero transformaba un trozo de metal negro en una cuchilla, un curtidor labraba una batalla en una coraza de cuero; y un alfarero convertía un trozo de arcilla en una gran ánfora.
Una esclava, de mi edad o un poco más joven, estaba de pie frente a una tienda negra, usando una rueca para hacer hilo de algodón. Tenía grabada una marca de su amo a un lado de la cara. Sonrió y dijo algo, pero no entendí sus palabras.
—Tengo que ir a buscar a Bostar el panadero, pero me detendré a hablar la próxima vez.
No mostró señal alguna de haberme escuchado. Esperé, pero ella siguió trabajando, así que continué en dirección al panadero.
Llegué a una bifurcación en el sendero, donde un camino se alejaba en curva y el otro giraba bruscamente en dirección opuesta. La tienda del panadero estaba en algún lugar del sendero a la izquierda, pero en el otro tenía una vista mucho más asombrosa, entre los árboles.
—¡Elefantes!
Cautivada por el panorama y los sonidos de tantos elefantes, agarré con fuerza la jarra entre mis brazos y me dirigí hacia ellos. Cientos de elefantes, grandes y pequeños, se alineaban a cada lado del sinuoso sendero. La mayoría eran grises, pero había algunos oscuros, casi negros. Unos pocos tenían orejas pequeñas, pero la mayoría de ellos tenían orejas enormes, que agitaban de un lado a otro como si fueran abanicos. Los grandes estaban encadenados a postes de metal clavados en el suelo, mientras los elefantes bebés corrían libres.
Varios comían heno de unas pilas cercanas. Un cuidador metió un melón en la boca abierta de su elefante. La bestia lo aplastó mientras inclinaba la cabeza para coger los jugos, y luego se tragó todo, la corteza, las semillas y todo. Otros rompían ramas verdes y frondosas más gruesas que mi brazo en trozos del tamaño de un bocado usando sus trompas y colmillos. Varios chicos corrían con odres de agua de río, que vertían en las fosas entre cada pareja de elefantes, para que pudieran beber. Me reí cuando un elefante aspiró agua con la trompa y luego se la echó por encima para refrescarse.
Los fuertes y penetrantes olores de la gran congregación de animales cargaban el aire, pero no me pareció nada desagradable.
Los elefantes se veían hermosos, y sus trompas siempre estaban en movimiento: comiendo, bebiendo o agarrando objetos cercanos.
Así es como Obolus me sacó del…
Uno de los animales me llamó la atención. En la fila de la derecha había un elefante mucho más alto que los otros. Comía de un pequeño almiar y, de vez en cuando, un melón ofrecido por un cuidador. Reconocí algo en la forma en que se movía cuando agarraba una brazada de heno y lo sacudía antes de metérselo en la boca. La forma de su cabeza y sus orejas me resultaban familiares.
¿Puede ser?
Aceleré mi paso, y cuanto más me acercaba al animal, más sentía que podía ser Obolus. Pero había muchos, y ¿no estaba Obolus muerto, noqueado por la caída del tronco del viejo árbol junto al río, y golpeándose la cabeza con una roca al desplomarse? Esos colmillos que salían de su boca eran muy largos y elegantemente curvados hacia arriba, lo que lo diferenciaba de los demás.
¡Es él!
—¡Obolus! —dejé caer la jarra de vino y corrí por el sendero—. ¡Obolus! ¡Obolus!
Los cuidadores, los aguadores y los ayudantes se detuvieron a mirarme. El gran elefante sacudió la cabeza hacia mí, con sus enormes orejas levantadas. El melón que acababa de aplastar cayó de su boca abierta. Uno de los cuidadores salió, extendiendo los brazos para detenerme, pero yo agaché la cabeza y lo esquivé.
Cuando grité «¡Obolus!» una vez más, sus ojos se abrieron, y se puso en pie, levantó la cabeza en el aire, y barritó con la trompa.
—Obolus, estás vivo.
Trató de alejarse de mí, pero su pata izquierda delantera estaba encadenada a un poste de metal clavado en el suelo. Retrocedió, a lo largo de la cadena, todavía sacudiendo su enorme cabeza y barritando.
—Estoy tan feliz de verte.
Pisoteó la tierra y soltó un profundo estruendo, asustando a todos los demás elefantes, haciendo que tiraran de sus cadenas y barritaran. Los cuidadores gritaban y corrían de un lado a otro, tratando de calmarlos. A lo largo de toda la fila, el terror se extendía de un animal asustado al siguiente, y pronto todo el lugar estuvo en caos. Las crías de elefante sin cadenas corrían con sus pequeñas trompas levantadas en el aire, barritando y correteando, como si Baal, el dios de las tormentas, los persiguiera.
Me quedé quieta,