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pero solo se colocó un mechón de pelo suelto detrás de la oreja. Para mi sorpresa, le dio una dulce sonrisa.

      —Sakul —dijo Yzebel—, pensé que tu único placer era tirar tu lanza y saquear aldeas indefensas.

      Dos de sus camaradas estallaron en risas y, después de un momento, el de la mano de cangrejo se unió a ellos en las carcajadas, agitando su mano deforme como si estuviera agarrando moscas en el aire.

      —Tirar la lanza está bien —dijo Sakul—, pero no es mi único talento.

      Esto provocó murmullos de admiración de sus compañeros, y luego risas.

      No encontré nada gracioso en su comentario. Miré a Jabnet mientras se reía con los borrachos, fingiendo entender las bromas de los adultos.

      —Liada —dijo Yzebel—. Trae a estos distinguidos lanceros una barra de pan.

      Le sonrió una vez más a Sakul, y luego los dejó que comieran.

      Cuando dejé caer el pan en su mesa, Sakul me agarró la muñeca y me la retorció, forzándome a arrodillarme. Apreté los dientes y le miré fijamente, negándome a gritar.

      —Incluso una esclava ignorante sabe cortar el pan de un hombre —gruñó—. Debería romper tu…

      —¡Basta, Sakul! —Yzebel se apresuró a volver a la mesa—. Suéltala.

      Sakul se giró para mirar a Yzebel, que lo miraba con desprecio. Su mano derecha, detrás de él, estaba fuera de su vista. Después de un momento, sonrió y me soltó la muñeca, empujándome hacia el suelo.

      —¿Conoces a Tashid y a Glotel? —le preguntó Yzebel.

      Me levanté y me froté la muñeca por la espalda, y luego me acerqué a Yzebel.

      —Sí —dijo Sakul—, conozco a esos dos cabezas de melón. —No me quitó los ojos de encima—. Son arqueros no oficiales de la segunda tropa.

      —¿Y dónde toman cenan?

      —En las Mesas de Soja, supongo.

      —¿Qué les da Soja? —preguntó Yzebel.

      —Carne seca de caballo y pan duro. —Sakul miró su cuenco de tierno lechón asado—. Lo mismo que a todos los que van a las mesas de su corral.

      —¿Alguna vez les da estofado de cordero?

      —No.

      —¿Y qué beben?

      —Ese asqueroso vinagre de higo al que llama vino.

      —Sí —dijo Yzebel—. Esos dos arqueros ya no son bienvenidos en mis mesas porque son pendencieros, groseros e insolentes. Tu nombre también va a estar en esa lista si vuelves a poner la mano sobre mis hijos o los tratas como esclavos.

      Sakul murmuró algo y tomó un trago de su vino.

      —Puedes tratarme como quieras, pero no toques a mis hijos —continuó Yzebel, poniéndome la mano libre en el hombro—. ¿Me entiendes, Sakul?

      Golpeó su cuenco vacío sobre la mesa y cogió la barra de pan.

      —Por supuesto. —Me entregó el pan a mí—. Ahora, ¿podría la querida niña elefante por favor cortar mi pan?

      Su tono era un poco demasiado dulce, pero tomé el pan y me dirigí hacia la chimenea para buscar un cuchillo.

      Yzebel me detuvo.

      —Toma —dijo—, entregándome el cuchillo que había sostenido a la espalda de Sakul.

      Sus ojos se abrieron de par en par al ver el cuchillo que venía por detrás, pero luego se rio y dio un golpe en la mesa, haciendo rebotar los cuencos y la lámpara en los tablones de madera.

      —¡Yzebel! —gritó—. Deberías venirte a nuestra próxima batalla. Podríamos pasar un buen rato juntos.

      —Sí, Sakul. Cuando tú aprendas a cocinar, yo aprenderé a matar gente.

      Esto les pareció gracioso a los hombres, pero no creí que fuera broma.

      Yzebel regresó a la cocina.

      Después de cortar el pan, empecé a limpiar las mesas, manteniéndome alejada de los hombres.

      Cuando Sakul pidió otro cuenco y una brasa encendida del fuego, miré a Yzebel, que asintió con la cabeza para que lo hiciera. Usé un palo para sacar un carbón ardiente y meterlo en el cuenco, preguntándome qué pretendía. Lo llevé a la mesa y lo dejé, acercándolo hacia Sakul. Él me puso su sonrisa de lobo, luego lo alcanzó, desató una bolsa de su cinturón y sacó un puñado de hojas secas, que despedazó en el cuenco sobre la brasa caliente mientras sus amigos observaban con creciente interés. Luego lo levantó hasta sus labios y sopló suavemente hasta que un grueso humo gris se extendió por el aire. Inhaló profundamente el humo y cerró los ojos. Después de contener la respiración por un momento, abrió los ojos y pasó el cuenco a uno de sus amigos. El otro repitió el ritual, y un tercero extendió la mano para ser el siguiente.

      Olí el humo; apestaba como un animal muerto. Sentí que se me revolvía el estómago y tuve que salir. Volví para limpiar las mesas mientras los hombres se reían y mofaban de cada tontería que decía alguno de ellos.

      Soporté la escandalera de los hombres hasta que se acabó la comida y el vino. Finalmente, se levantaron de la mesa y se alejaron tambaleándose. Escuché a Sakul decir algo sobre una visita a Lotaz. Sus tres amigos aceptaron con entusiasmo.

      Cuando el sonido de sus voces se perdió por el camino, Yzebel entró en la tienda y yo recogí lo que los cuatro hombres habían dejado como pago por su cena. No era mucho; una pequeña moneda de plata, una cadena de oro con una piedra azul colgante y tres monedas de cobre. Las añadí al resto de las ganancias de la noche en la primera mesa.

      —Mira lo que tengo —dijo Yzebel.

      Me volví y mis ojos se abrieron de par en par ante lo que me mostraba.

      —Has salvado una barra de pan.

      —Sí —dijo Yzebel con una sonrisa—. Como hiciste tú anoche.

      Disfrutamos comiendo nuestro pan tranquilos mientras clasificábamos los artículos que quedaban en las mesas.

      —¿Qué era esa cosa horrible que Sakul quemó en su cuenco? —le pregunté a Yzebel.

      —Hojas de la planta del cáñamo. El humo emborracha a los hombres más que el vino.

      —Me hizo enfermar.

      Jabnet apuntó su barbilla hacia mí y le dijo a Yzebel:

      —Ella no es tu hija.

      Lo miré fijamente, tratando de entender lo que quería decir. Entonces recordé a Yzebel diciéndole a Sakul que no tocara a sus hijos.

      Yzebel arrugó su frente y estudió la cara de su hijo por un momento.

      —Ella es mía si quiere. —Me hizo un guiño.

      Sonreí y asentí, tomando otro bocado de mi pan. Por mí, Jabnet podía quedarse todo el montón de monedas y joyas, Yzebel acababa de darme algo mucho más valioso.

      Terminamos nuestra escasa cena y luego el malhumorado Jabnet se fue a la cama sin siquiera dar las buenas noches a su madre.

      —Buenas noches, Jabnet —susurró ella mientras cogía una pequeña moneda y la dejaba de nuevo en la mesa.

      —¿Quién dejó esto? —me preguntó, sosteniendo una pieza de joyería.

      —Sakul.

      —¿En serio?

      —Sí.

      —Acerca la lámpara. Quiero ver algo.

      Llevé la lámpara hacia Yzebel, y ella observó