―Dicen que eres una bruja, ningún hombre te querrá, porque las que son como tú hacen el amor sólo con el diablo. El hecho es que, aquel con quien os apareáis, no es el diablo sino el cabrón de Tonio, el labriego que tiene las tierras más allá del río.
Lucia le lanzó una bola de fuego tan grande como nunca la había hecho hasta el momento y los vestidos y los cabellos de la desgraciada se incendiaron. Luego invocó al aire, levantó los brazos sobre la cabeza y, con movimientos circulares de los mismos, dio origen a un remolino que se separó de ella en dirección a la otra muchacha. El viento alimentó aún más las llamas, Elisabetta sintió el dolor lacerante sobre su piel y comenzó a chillar. Entonces Lucia se acordó de las recomendaciones de la abuela y sintió piedad por aquella impertinente. Invocó al agua e hizo desencadenar un imprevisto chubasco, luego pidió a la tierra que le suministrase unas hierbas para hacer una cataplasma para aplicar sobre las quemaduras de la muchacha. Después de todo, no había sucedido nada grave, la muchacha sólo tenía la túnica medio quemada y la piel enrojecida, ni siquiera se habían formado ampollas. Tendría que cortarse el pelo, dado que los que le quedaban se habían encrespado de tal manera que la hacían parecer un puerco espín, pero ya le crecerían.
―No te cruces más en mi camino, la próxima vez podría no conseguir frenarme.
―Bruja, te denunciaré a las autoridades. Acabarás ardiendo viva. En la hoguera. En la plaza pública. Y yo estaré observando mientras las llamas te consumen. ¡Bruja! ¡Bruja!
Aquellas palabras le trajeron a la mente la ejecución de la bruja Lodomilla, a la que había asistido de niña. Sin decir nada más y sin invocar otra vez a sus poderes, Lucia se alejó de aquel lugar, esperando que el posible relato de Elisabetta no fuese tomado en serio y volvió a casa, en el Palacio Baldeschi, un enorme edificio que se asomaba a la Plaza del Mercado. Se había acabado la ampliación del palacio hacía unos pocos años, sobre la base de una construcción que se remontaba a más de tres siglos antes, por la voluntad de su tío, el Cardenal Artemio Baldeschi, que además era el hermano de su abuela. La suntuosa mansión estaba ubicada entre la nueva iglesia de San Floriano y la Catedral. Ésta última era una magnífica iglesia de estilo gótico, embellecida por hermosísimas agujas en la fachada, por un interior amplio de tres naves, capaces de acoger a más de dos mil fieles. Por desgracia había sido construida sobre la base del templo de Júpiter y de las antiguas termas romanas, sin que, quien la había construido en su día, se hubiese preocupado mucho por afianzar los cimientos, dado que la construcción era inestable y se debería tirar para hacer sitio a una nueva iglesia dedicada al patrón de la ciudad, San Settimio, cuyas reliquias habían sido conservadas en la cripta de la antigua catedral. Por ahora, el Cardenal celebraba la Santa Misa cada domingo en la iglesia de San Floriano y había conseguido también que el convento anejo, que debía ser destinado a los frailes de la orden de los Dominicos, se convirtiese, en cambio, en la sede del Tribunal de la Santa Inquisición, siendo él el Inquisidor Jefe. Los dominicos habían sido relegados a un convento en el valle, realizado en una vieja construcción del siglo XII, cerca de la iglesia de San Bernardo y del convento de las hermanas Clarisas del Valle.
A Lucia se le encogió el corazón cuando, después de pasados unos días, fue llamada por su tío abuelo Artemio3 a su estudio, en la otra ala del palacio, diferente a la que habitaban ella y su abuela. El estudio del tío era una habitación enorme, amueblada de manera espléndida, las paredes embellecidas con tapices, el suelo recubierto en parte con una enorme alfombra. Toda una pared estaba ocupada por una librería que contenía textos sagrados y profanos, manuscritos de encomiable factura y algunos textos impresos, entre los que se encontraba una copia de la Divina Comedia de Dante Alighieri, realizada algunos años atrás por Federico Conti en su imprenta de Jesi. Lucia habría dado cualquier cosa por poder consultar esos textos pero siempre se lo habían prohibido taxativamente.
El olor de los terciopelos que recubrían sillas y butacas contribuían a convertir el aire de la estancia en pesado e irrespirable, casi al límite de la asfixia. Las ventanas que daban a la plaza permitían al Cardenal dar una ojeada al corazón neurálgico de su ciudad, manteniendo bajo control a sus ilustres conciudadanos, pero siempre estaban cerradas herméticamente para impedir a los ruidos de la plaza y de las calles molestar la concentración del más alto prelado del lugar. El cargo cardenalicio le permitía estar por encima de cualquier otro cargo político, pudiendo impugnar incluso cualquier decisión del Capitano del Popolo que residía en el cercano Palazzo del Governo. El poder que le había conferido el Papa Alessandro VI y que había sido confirmado por sus sucesores, Pio III, Giulio II y Leone X, era, de hecho, respetado y temido por todas las otras autoridades locales.
El Cardenal ofreció la mano anillada a la nieta para que la besase, luego la invitó a sentarse en una de las imponentes sillas dispuestas enfrente de su escritorio.
―Lucia, mi querida sobrina, ya no eres una niña y es el momento adecuado para encontrarte un hombre que sea un digno marido. Si en tu mente no hay ningún otro joven, querría proponerte al hijo del Capitano del Popolo, Andrea. Tiene veinte años, es un joven guapo y es muy bueno tanto cabalgando como utilizando las armas.
Se volvió hacia ella mientras limpiaba las lentes de sus gafas, de exquisita factura veneciana, con un pequeño paño. A la espera de que la joven respondiese, echó un poco de hálito sobre sus lentes, las frotó con cuidado con el paño y volvió a ponerse las gafas, mirando fijamente y de manera penetrante a los ojos de Lucia.
El Cardenal, que frisaba los sesenta, a parte de los cabellos grises, era todavía una persona fuerte, robusta, alta y esbelta; los ojos marrones de mirada aguda resaltaban sobre la piel clara del rostro que, a pesar de la edad, no aparecía todavía surcado por arrugas evidentes. Sólo en aquellos raros momentos en que sonreía se le formaban, a los lados de los ojos, unas patas de gallo. Lucia sabía que no era aquel el motivo por el que había sido llamada e intentaba penetrar en la mente del tío para saber qué quería realmente, pero sus pensamientos estaban sellados detrás de barreras invisibles y muy resistentes. La abuela la había advertido, el tío Artemio formaba parte de la familia y, como todos sus miembros, estaba dotado de poderes quizás incluso más fuertes que los de todos ellos. Sin embargo, aparentemente y a los ojos del pueblo, él había dedicado su viada a combatir la brujería y la herejía.
―Si también él es un brujo, ¿por qué lucha contra sus iguales? ―le había preguntado un día Lucia a la abuela.
―Porque es debido a sus derrotas que él consigue aumentar sus poderes. No le des nunca la espalda, nunca te fíes de él, si descubriese que eres una criatura con grandes poderes, aunque seas su sobrina nieta, no dudaría en condenarte a la hoguera y observar cómo te quemas mientras tus poderes se transfieren a él. Cuando estés en su presencia, no pienses, él lee tus pensamientos, incluso los más escondidos y además te impide que leas los suyos.
¡Y era verdad! En aquel momento Lucia estaba experimentando que no conseguía de ninguna manera penetrar en su mente, era como si no tuviese pensamientos, sin embargo debería tenerlos.
―Debería saber si me