Se acercó al espejo, demasiado, y vio aquellas malditas arrugas a ambos lados de los ojos. La mano se coló automáticamente en el neceser y sacó una de esas cremas que “te quitan diez años en una semana”. Se la untó con cuidado en el rostro y se observó atentamente. ¿Qué pretendía? ¿Un milagro? Después de todo, el efecto era visible solo pasados “siete días”.
Sonrió por ella y por todas las mujeres que se dejaban embaucar por la publicidad.
El reloj, colgado en la pared sobre la cama, indicaba las 19:40. Nunca conseguiría estar preparada en solo veinte minutos.
Se secó lo más rápido posible, dejando ligeramente mojados los largos cabellos rubios y se plantó frente al armario de madera oscura, donde guardaba los pocos vestidos elegantes que había conseguido llevarse. En otro momento, habría sido capaz de pasar horas para elegir el vestido apropiado para la ocasión, pero esa noche la elección debía ser rápida. Optó, sin pensar demasiado, por el vestido negro corto. Era muy elegante, considerablemente sexy, pero sin ser vulgar, con un generoso escote que sin duda realzaba su exuberante talla noventa. Lo cogió y, con un elegante gesto de la mano, lo lanzó a la cama.
19:50. Aunque fuera una mujer, odiaba llegar tarde.
Se asomó por la ventana y vio un SUV oscuro, increíblemente brillante, justo delante de la puerta del hotel. El que debía ser el chófer, un chico joven vestido con ropa militar, estaba apoyado en el capó y pasaba la espera fumando tranquilamente un cigarro.
Hizo todo lo que pudo por realzar sus ojos con lápiz y máscara de pestañas, se pasó rápidamente el carmín por los labios y, mientras intentaba extenderlo uniformemente lanzando besos al vacío, se colocó sus pendientes preferidos, luchando bastante para encontrar los agujeros.
Efectivamente, hacía ya mucho tiempo que no salía de noche. El trabajo la forzaba a viajar por todo el mundo y no había sido capaz de encontrar una persona para una relación estable, que durara más de unos meses. El instinto maternal innato que toda mujer tiene y que había hábilmente ignorado desde que era adolescente, ahora, al aproximarse la fecha de caducidad biológica, se dejaba notar cada vez más a menudo. Quizás había llegado el momento de formar una familia.
Eliminó lo más rápidamente posible ese pensamiento. Se puso el vestido, se calzó el único par de zapatos de doce centímetros de tacón que había llevado y, con amplios movimientos, se roció ambos lados del cuello con su perfume preferido. Foulard de seda, gran bolso negro. Estaba lista. Una última comprobación ante el espejo colgado en la pared, cerca de la puerta y manchado en varios puntos, le confirmó la perfección de su atuendo. Giró la cabeza y salió con aire satisfecho.
El joven chofer, después de recolocar el mentón, que se le había caído al ver a Elisa saliendo con paso de modelo del hotel, en su sitio, tiró el segundo cigarro que acababa de encender y corrió a abrirle la puerta del coche.
«Buenas noches, doctora Hunter. ¿Podemos partir?», preguntó con aire titubeante el militar.
«Buenas noches», respondió ella poniendo a prueba su maravillosa sonrisa. «Estoy lista».
«Gracias por llevarme», añadió mientras subía al coche, sabiendo perfectamente que su falda se levantaría ligeramente y mostraría una parte de sus piernas al avergonzado militar.
Siempre le había encantado sentirse admirada.
Nave Espacial Theos – Alarma de proximidad
El sistema O^COM materializó inmediatamente frente a Azakis un extraño objeto cuyos bordes, debido a la baja resolución obtenida por los sensores de largo alcance que lo detectaban, no estaban bien definidos. Definitivamente estaba en movimiento y avanzaba claramente hacia ellos. El sistema de alarmas de proximidad informaba de que la probabilidad de impacto entre la Theos y el objeto desconocido era superior al 96% si ninguno de los dos modificaba su ruta.
Azakis se apresuró a entrar en el módulo de transferencia más cercano. «Cubierta», ordenó categóricamente al sistema de control automatizado.
Después de cinco segundos, la puerta se abrió silbando y en la gran pantalla central de la sala de mandos aparecía, aún muy desenfocado, el objeto que se encontraba en trayectoria de colisión con la nave.
Casi al mismo tiempo, otra puerta cerca de él se abrió y entró Petri sin aliento.
«¿Qué demonios está sucediendo?», preguntó el amigo. «No debería haber meteoritos en esta zona», exclamó asombrado, observando también la gran pantalla.
«No creo que sea un meteorito».
«Y si no es un meteorito, ¿entonces qué es?», preguntó Petri visiblemente preocupado.
«Si no corregimos inmediatamente la trayectoria, lo podrás ver con tus propios ojos, cuando nos lo encontremos clavado en la cubierta».
Petri toqueteó inmediatamente los mandos de navegación y configuró una ligera variación de trayectoria respecto a la establecida anteriormente.
«Impacto en 90 segundos», comunicó sin emociones la cálida voz femenina del sistema de alarmas de proximidad. «Distancia del objeto: 276.000 kilómetros, acercándose».
«¡Petri, haz algo, y hazlo rápido!», gritó Azakis.
«Ya lo estoy haciendo, pero esa cosa va demasiado rápida».
La estimación de la probabilidad de impacto, visible en la pantalla a la derecha del objeto, descendía lentamente. 90%, 86%, 82%.
«No lo conseguiremos», dijo Azakis con un hilo de voz.
«Amigo mío, aún tiene que nacer un “objeto misterioso” capaz de destrozar mi nave», afirmó Petri con una sonrisa diabólica.
Con una maniobra que les hizo perder el equilibrio momentáneamente, Petri impuso a los dos motores Bousen una instantánea inversión de la polaridad. La nave espacial tembló durante un largo instante y solo el sofisticado sistema de gravedad artificial, procediendo a compensar inmediatamente la variación, impidió que toda la tripulación acabara estampada en la pared de delante.
«Buena jugada», exclamó Azakis dando una fuerte palmada en la espalda de su amigo. «Pero ahora, ¿cómo pretendes parar la rotación?» Los objetos a su alrededor habían empezado a elevarse y a girar descontroladamente en la habitación.
«Dame un segundo», dijo Petri sin dejar de presionar botones y juguetear con los mandos.
«Solo necesito conseguir...», una serie de gotas de sudor estaban cayendo lentamente por su frente.
«Abrir la...», continuó, mientras todo lo que había en la habitación revoloteaba sin control. Incluso ellos dos empezaron a levantarse del suelo. El sistema de gravedad artificial no podía seguir compensando la inmensa fuerza centrífuga que se estaba generando. Cada vez eran más ligeros.
«La... la... ¡compuerta tres!», gritó finalmente Petri, mientras todos los objetos caían al mismo tiempo al suelo. Un pesado contenedor de residuos golpeó a Azakis exactamente entre la tercera y la cuarta costilla, provocando que emitiera un sordo lamento. Petri, desde el medio metro de altura donde se encontraba, cayó bajo el cuadro de mandos, asumiendo una pose muy poco natural y totalmente ridícula.
La estimación de la probabilidad de impacto había descendido al 18% y continuaba descendiendo rápidamente.
«¿Todo bien?», se apresuró en confirmar Azakis, intentando disimular el dolor del lado golpeado.
«Sí, sí. Estoy bien», respondió Petri, intentando levantarse.
Un instante después, Azakis