–¿DESTINO? ―chilló la mujer. Su pasivo agresividad viró bruscamente hacia una agresividad pura y dura―. ¿DESTINO? ¡Hace meses que tengo el trato con Stephen de que, si la tienda se quedaba disponible, me la vendería! ¡Se suponía que iba a expandir mi tienda con el local!
Lacey se encogió de hombros.
–Bueno, yo no lo he comprado. Simplemente lo alquilo. Estoy segura de que todavía tiene ese plan en mente y te lo venderá cuando llegue el momento, pero al parecer todavía no ha llegado.
–¡No me lo puedo creer! ―gimoteó Taryn―. ¿Te presentas aquí y le obligas a firmar otro alquiler? ¿Y te lo concede en tan solo un par de días? ¿Acaso lo has amenazado? ¿Has usado alguna clase de vudú con él?
Lacey se mantuvo firme.
–El por qué ha decidido alquilarme a mí el local en lugar de vendértelo tendrás que preguntárselo a él ―dijo, aunque interiormente pensaba: «¿Quizás se deba a que yo soy agradable?».
–Me has robado la tienda ―finalizó Taryn.
Y, tras aquello, se marchó a grandes zancadas, cerrando la puerta tras de sí con un golpe y agitando la melena larga y oscura.
Lacey se percató de que su nueva vida no iba a ser exactamente tan idílica como había esperado, y quizás su broma sobre cómo Taryn era su gemela malvada hasta llegase a hacerse realidad. Bueno, al menos existía una cosa que podía hacer al respecto.
Cerró el local con llave y avanzó con paso decidido por la calle en dirección a la peluquería, entrando sin dudar ni un segundo. La peluquera, una mujer pelirroja, estaba sentada y ojeaba una revista entre un claro parón entre clientes.
–¿Puedo ayudarla? ―preguntó, alzando la vista hacia Lacey.
–Ha llegado el momento ―anunció ésta con decisión―. Ha llegado el momento de pasar al pelo corto.
Aquel era otro sueño que nunca había podido cumplir por su falta de valentía. David había adorado su larga cabellera, pero no pensaba seguir pareciéndose a su gemela malvada ni un segundo más. Había llegado el momento. El momento de cortarlo todo. El momento de dejar atrás a la Lacey que había sido en el pasado. Aquella era su nueva vida, y seguiría unas normas nuevas y creadas por su propia mano.
–¿Estás segura de que quieres llevarlo corto? ―le preguntó la mujer―. Quiero decir, pareces decidida, pero tengo que preguntarlo. No quiero que acabes arrepintiéndote.
–Oh, estoy segura ―la tranquilizó Lacey―. En cuanto lo haga, habré cumplido tres de mis sueños en tres días.
La peluquera sonrió de oreja a oreja y cogió las tijeras.
–De acuerdo entonces. ¡Vamos a por el triplete!
CAPÍTULO SIETE
―Ya está ―dijo Ivan, arrastrándose para salir del armario que había debajo del fregadero de la cocina―. Esa tubería no debería gotear más ni darte más problemas.
Se puso en pie, bajándose avergonzado el borde de la arrugada camiseta gris que se le había subido sobre la barriga cervecera pálida como un fantasma. Lacey disimuló con educación que no había visto nada.
–Gracias por arreglarlo tan rápido ―dijo, agradecida de que Ivan fuese un casero considerado que arreglaba todos los problemas con los que la sorprendía la casa (y que no habían sido pocos) y además lo hacía de una manera tan eficaz. Pero también empezaba a sentirse culpable por la cantidad de veces que había acabado arrastrándolo hasta Cottage Crag; la colina no representaba precisamente un simple paseo, e Ivan ya no era precisamente joven―. ¿Quieres quedarte a tomar algo? ―le ofreció―. ¿Té? ¿Cerveza?
Ya sabía que la respuesta sería negativa. Ivan era tímido, y transmitía la sensación de que creía que su presencia era una imposición que Lacey tenía que sufrir, pero aquello no evitaba que se lo preguntase siempre.
Ivan se rió por lo bajo.
–No, no, no hace falta, Lacey. Esta noche tengo que ocuparme de unos asuntos administrativos. No hay descanso para los malditos, como se suele decir.
–Y que lo digas ―contestó Lacey―. Esta mañana he ido a la tienda a las cinco de la mañana y no he vuelto a casa hasta las ocho de la tarde.
Ivan frunció el ceño.
–¿La tienda?
–Oh ―musitó Lacey, sorprendida―. Creía que te lo había mencionado cuando viniste a desatascar los canalones. Voy a abrir una tienda de antigüedades en el pueblo. Le he alquilado un local vacío a Stephen y Martha, el que antes era una tienda de jardinería y objetos del hogar.
Ivan pareció estupefacto.
–¡Creía que habías venido de vacaciones!
–Así es, pero he acabado decidiendo que voy a quedarme. No justo en esta casa, por supuesto. Encontraré algún otro sitio tan pronto como la necesites para alquilarla.
–No, si estoy encantado ―se apresuró a decir Ivan con aspecto de estar absolutamente maravillado―. Si te gusta estar aquí, será un placer que te quedes. No es demasiado incordio que tenga que venir de vez en cuando a hacer apaños, ¿verdad?
–Me gusta que lo hagas ―contestó Lacey con una sonrisa―. Así evito sentirme sola.
Aquella había sido la parte más difícil de dejar atrás Nueva York. No se trataba del lugar, ni del apartamento, ni de las calles conocidas, sino de la gente que había dejado atrás.
–Quizás debería adoptar un perro ―añadió con una risita.
–Deduzco que todavía no conoces a tu vecina, ¿verdad? ―dijo Ivan―. Es una dama encantadora. Excéntrica. Tiene un perro, un collie, para controlar a las ovejas.
–A las ovejas sí que las conozco ―le dijo Lacey―. No dejan de colarse en el jardín.
―Ah ―dijo Ivan―. Debe de haber un agujero en la verja. Le echaré un vistazo más tarde. Pero en fin, la señora que vive al lado siempre está dispuesta a tomar una taza de té. O una cerveza. ―Y guiñó el ojo de una manera paternal que a Lacey le hizo pensar en su padre.
–¿De verdad? ¿No le importará que una americana a la que no conoce se plante en su puerta?
–¿A Gina? En absoluto. ¡Le encantará! Hazle una visita; te prometo que no te arrepentirás.
Y, tras aquello, Ivan se marchó y Lacey hizo lo que le había sugerido y se acercó a la casa de su vecina. Aunque «vecina» era una descripción bastante amplia; la casa estaba al menos a cinco minutos de paseo por el acantilado.
Llegó a la casa de campo, un edificio parecido al suyo pero de una única planta, y llamó a la puerta. Se empezó a oír ruido al otro lado al instante, tanto el de un perro arañando el suelo como el de una voz femenina diciéndole que se calmase. La puerta se abrió unos cuantos centímetros y una mujer de cabello gris, largo y rizado y rasgos excepcionalmente infantiles para una persona de unos sesenta años se asomó por el hueco. Iba vestida con una rebeca color salmón y una falda floral que legaba hasta el suelo, y también podía verse el morro de un border collie blanco y negro que intentaba desesperadamente apartarla para salir fuera.
–Boudicca ―le dijo la mujer al perro―. Quita el morro de en medio.
–¿Boudicca? ―preguntó Lacey―. Es un nombre de lo más interesante para un perro.
–Se lo puse por la vengativa reina guerrera pagana que se lanzó contra los romanos y redujo Londres a cenizas. Bueno, ¿en qué puedo ayudarte, querida?
La mujer le cayó bien al instante.
–Soy Lacey. Vivo en la casa de al lado, y he pensado que sería buena idea presentarme ahora que mi estancia va a volverse algo así como permanente.
–¿En la casa de al lado? ¿En Cottage Crag?
–Eso es.
La