«Adiós, Gastone», murmuró Greta volviéndose para ver la isla a la caída del sol.
Ernesto, entonces, bajó a la barca y en silencio ayudó a Greta a ponerse en su puesto en la lancha motora. Sentía los ojos de la muchacha escrutarlo en busca de sabe qué cosa. Los sentía rebuscando entre sus rizos rubios como largos y esbeltos dedos, entre los pliegues de su camisa quemada por el sol: la sentía olfatear entre sus pensamientos como si conociese la fragancia de uno de ellos y lo estuviese buscando con desesperación.
Puso en marcha el motor y la tensión cayó visiblemente: sólo entonces consiguió levantar los ojos hacia Greta. No sabría describir la expresión del rostro de la muchacha ni jamás podría volver a encontrar en un rostro una expresión similar. Parecía feliz pero, al mismo tiempo, el dolor surcaba sus ojos con lágrimas invisibles y dolorosas: recuerdos escondidos. Lo observaba pero parecía que mirase más allá de él, a través de su dimensión humana, para encontrarse en una completamente desconocida para él.
De repente Ernesto se acordó de la rosa que había cogido, quizás la última de la isla de la floración de aquella primavera. Era de un rojo oscuro que en ciertas partes tendía al negro.
Se la mostró a Greta.
«Es para ti, Greta. La última rosa escarlata de este año… su color es oscuro como tus ojos y su perfume es embriagador como tu risa».
Ernesto se paró. Hubiera querido conseguir pronunciar una miríada de palabras.
El silencio llenaba el aire cuando Greta, alargando su mano, cogió la flor y la llevó hasta la nariz levantando los ojos hacia Ernesto.
«La guardaré conmigo, como uno de los recuerdos más bellos de esta mágica jornada, en la cual he redescubierto tantas cosas de mí que creía perdidas».
Greta sentía el corazón inflamado.
Estaban ya navegando: la isla poco a poco se iba empequeñeciendo tomando de nuevo las dimensiones a las que Greta estaba acostumbrada pero sabía que, a partir de ese día, ya no la vería con los mismos ojos.
Nunca más.
4
Giacomo estaba en la puerta de la casa cuando Greta volvió de la visita a la Bisentina.
Al anciano pescador le bastó una mirada para comprender que para aquella muchacha esa experiencia había significado algo más que una reunión de trabajo: caminaba olfateando de vez en cuando una rosa que llevaba en la mano, su marcha se había ralentizado, casi como si estuviese gastando todas sus energías en sus pensamientos.
Y, de hecho, estaba pensando: pensaba en Ernesto y en las palabras con las que le había despedido:
«Si quieres, una de estas tardes te puedo llevar a la isla Martana. Es verdad que no podremos tener la lancha motora, que lo necesita mi padre, pero estoy convencido de que no te arrepentirás».
Ella no había dado una respuesta a aquella invitación ni él hubiera pretendido que se la diese.
Era un muchacho inteligente. Greta sentía en su interior sensaciones extrañas, escondidas desde hacía años, encerradas en el ángulo más oscuro de su alma, pero de todo aquello que sentía lo más extraño era que no experimentaba aversión hacia Ernesto, como era habitual que sintiese por todos los otros muchachos que habían demostrado una cierta simpatía por ella, después de Alberto.
Mirando hacia Giacomo Greta hizo un movimiento con la mano a modo de saludo, como diciéndole que aquella noche no tenía ganas de hablar. Traspasó la puerta de su casa, a paso lento. Entre la noche oscura y el alba las horas pasaban lentas marcadas sólo por el continuo preguntarse de Greta. Giraba y volvía a girar nerviosa en la cama perseguida por miles de preguntas “¿era justo permitir a un perfecto desconocido acercarse tanto? ¿Qué le estaba ocurriendo? ¿Sería peligroso dejarse llevar?”
Realmente, sin embargo, sólo advertía el deseo latente, vivo, de volver a ver a aquel pescador.
Ya estaba muy alto el sol en el cielo cuando Greta se levantó de su cama. Las oscuras barcas de los pescadores ya surcaban el lago plateado, quizás Ernesto estaba con ellos.
El autobús con el cual Greta iba todos los días al trabajo esa mañana estaba iluminado por la luz resplandeciente del sol, a ratos, mientras recorría veloz las calles desiertas y todavía soñolientas de la noche anterior. Greta estaba volviendo lentamente a la realidad pero quedaba, de todas formas, un peso en el corazón. Mirando hacia la isla había descubierto, dentro de ella, el deseo de volver a su Sicilia, un deseo incómodo, que casi le daba miedo pero que no conseguía reprimir. Había pasado demasiado tiempo desde que se había ido, y muchas veces había fingido no tener ya ninguna conexión con aquella isla y con su gente. ¿Cómo podía pensar que, después de seis años, su abuela, la única superviviente de su familia, podría aceptarla?
Por otra parte, durante aquel período ninguna de las dos se había preocupado de buscar a la otra, a no ser un par de veces, y para colmo con una frialdad que era más adecuada a dos personas desconocidas que a una abuela y una nieta.
Probablemente aquel deseo pasaría, como había ocurrido otras veces; pero Greta necesitaba sentir todavía aquel escalofrío que le producía pisar la tierra de una isla, lo sentía como una necesidad irresistible.
Visitaría la isla Martana con Ernesto.
Ya lo había decidido.
El notario De Fusco quedó entusiasmado con el trabajo que Greta había hecho, y aunque consiguió disimular la satisfacción que sentía, por haber terminado aquel negocio de manera tan brillante, tuvo unas palabras de elogio para Greta.
«Usted, señorita Greta, es realmente una digna colaboradora. Sabe hacer su trabajo y sobre todo sabe tratar admirablemente a las personas. Me siento muy contento por tenerla a mi lado. Ahora nos podemos permitir incluso un brindis por el éxito de nuestro trabajo y, mientras tanto, si quiere, querría que me contase cosas de la isla Bisentina. He oído decir que es encantadora».
Así que se fueron al café más prestigioso de la pequeña ciudad, donde se encontraba toda la gente bien de Viterbo, y se sentaron en una mesa con un largo mantel amarillo. A los ojos de la muchacha el notario parecía distinto, casi alegre. Greta contó con mucho placer al hombre que estaba enfrente de ella, con minuciosidad los más pequeños detalles, su breve permanencia en aquella isla que podía parecer tan salvaje desde tierra firme pero que, en realidad, tenía encerradas, casi escondidas de los ojos indiscretos por la espesa vegetación, un atractivo y una belleza extraordinaria. Le contó lo del convento transformado en villa, de la iglesia con las tumbas de los Farnese, de la nobleza franca del Príncipe, de su amabilidad. Le contó la excursión para ver los siete pequeños oratorios, diseminados entre la aspereza de aquella pequeña mancha de tierra, de las pavorosas paredes a pico sobre el agua y de las plantas seculares. Greta hablaba con énfasis de sus impresiones sobre la isla al notario que la escuchaba con vivo interés. Y mientras hablaba pensaba que aquel hombre habría debido ir a la isla, porque no es posible narrar perfectamente ciertas cosas. Greta había aprendido del Príncipe Giovanni que la isla se había convertido en propiedad de su familia en 1912 cuando la mujer del Duque Enzo Fieschi Ravaschieri di Roccapidemonte, la Princesa Beatrice Spada Potenziani, la había comprado. El Duque Enzo, que había inspirado al personaje de Andrea Sperelli de El Placer 4escrito por D’Annuzio, en cuanto compró la isla hizo grabar dos frases sobre los monumentos que ya existían, en recuerdo del gran poeta. La primera sobre el umbral del ex convento, transformado luego en villa dice Forse avverrà che quivi un giorno io rechi il mio spirito fuor della tempesta a mutar l’ale5; mientras que la segunda encontrada sobre la muralla que rodeaba la zona de clausura O desiata verde solitudine lungi al rumor degli uomini 6.
Por su parte la princesa Beatrice cuidó la isla de tal manera que hizo que regresasen los fastos y el esplendor de los años en los que los Farnese la consideraban la gema más preciada de su ducado. Se dice que, para destruir los molestos mosquitos que pululan