»En cuanto a estos asesinatos, investiguemos un poco nosotros antes de formarnos una opinión al respecto. Hacer algunas pesquisas nos procurará diversión. –Pensé que ésta era una palabra extraña, así utilizada, pero no dije nada–. Además, Le Bon una vez me prestó un servicio por el cual le estoy agradecido. Iremos a ver el escenario con nuestros propios ojos. Conozco a G., el prefecto de la policía, y no tendremos dificultad para obtener el permiso necesario.
Obtuvimos el permiso y nos dirigimos de inmediato a la rue Morgue. Ésta es una de esas calles miserables que discurren entre la rue Richelieu y la rue St. Roch. Era ya entrada la tarde cuando llegamos, puesto que este barrio está muy lejos de donde nosotros residimos. Encontramos la casa enseguida, porque aún había muchas personas mirando las contraventanas cerradas, con una curiosidad absurda, desde el otro lado de la calle. Era una casa parisina normal y corriente, con una puerta de acceso, a un lado de la cual había una portería acristalada con un panel corredero, que indicaba una loge de concierge.15 Antes de entrar subimos la calle, torcimos por un callejón y, tras torcer de nuevo, llegamos a la parte trasera del edificio. Dupin, mientras tanto, iba observando todo el vecindario, además de la casa, con una atención minuciosa a la que yo no le veía objeto.
Volviendo sobre nuestros pasos llegamos otra vez a la entrada principal, llamamos, y, después de enseñar nuestras credenciales, fuimos admitidos por los agentes al cargo. Subimos las escaleras y entramos en la habitación en la que había aparecido el cuerpo de mademoiselle L’Espanaye y donde aún yacían las dos fallecidas. El desorden de la estancia, como es lo habitual, se había conservado intacto. Yo no vi nada aparte de lo que se había señalado en la Gazette des Tribunaux. Dupin lo inspeccionó todo, incluidos los cuerpos de las víctimas. Después fuimos a las otras habitaciones y al patio; un gendarme nos acompañó todo el tiempo. El examen nos tuvo ocupados hasta el anochecer, cuando nos marchamos. De camino a casa, mi compañero entró un momento en las oficinas de uno de los periódicos de la ciudad.
Ya he mencionado que las rarezas de mi amigo eran diversas y que je les ménageais16 (expresión para la que no hay equivalente en inglés). En ese momento decidió declinar toda conversación sobre el asunto del asesinato hasta el mediodía del día siguiente. Me preguntó entonces, de pronto, si yo había observado algo peculiar en la escena del crimen.
Había algo en su forma de enfatizar la palabra peculiar que me provocó un escalofrío, sin saber por qué.
–No, nada peculiar –dije–; nada diferente, al menos, de lo que ambos leímos en el periódico.
–La Gazette –respondió–, no ha profundizado, me temo, en el insólito horror del caso que nos ocupa. Pero hagamos caso omiso de las vanas opiniones de esta publicación. Me da la impresión de que este misterio se considera irresoluble por la misma razón por la que debería considerarse de fácil solución, es decir, por la condición outré17 de sus características. La policía está confundida por la aparente falta de motivo, no para el asesinato en sí mismo, sino para su atrocidad. También están desconcertados por la aparente imposibilidad de conciliar las voces que se oyeron discutir con el hecho de que no se encontrara a nadie en el piso superior salvo la asesinada mademoiselle L’Espanaye, y de que no hubiera forma de salir sin ser visto por el grupo que subía. El enorme desorden de la habitación; el cuerpo encajado, cabeza abajo, en la chimenea; la terrible mutilación del cuerpo de la anciana; estas consideraciones, junto con las ya mencionadas y otras que no hace falta mencionar, han bastado para paralizar las facultades de los agentes del gobierno, poniendo por completo en entredicho su famosa perspicacia. Los agentes han caído en el burdo aunque común error de confundir lo inusual con lo abstruso. Pero mediante estas desviaciones del plano de lo ordinario es como la razón encuentra el camino, si lo encuentra, en su búsqueda de la verdad. En investigaciones como la que ahora llevamos a cabo, no deberíamos preguntarnos tanto «qué ha ocurrido» como «qué ha ocurrido que no haya ocurrido nunca hasta este momento». De hecho, la facilidad con la que he de llegar, o he llegado, a la solución del misterio está en proporción directa con su aparente insolubilidad según el criterio de la policía.
Miré a mi amigo con mudo asombro.
–Ahora estoy esperando –continuó, mirando hacia la puerta de nuestra residencia–, estoy esperando a una persona que, aunque quizá no sea el autor de esta carnicería, tiene que haber estado en cierta medida implicado en su comisión. Es probable que sea inocente de la peor parte de los asesinatos. Espero no equivocarme en esta suposición, porque en ella se basan mis expectativas de resolver todo el enigma. Espero ver al hombre aquí, en esta habitación, en cualquier momento. Es verdad que puede no venir, pero lo más probable es que sí. Y si viene, será necesario retenerlo. Aquí tengo unas pistolas, y ambos sabemos utilizarlas cuando la ocasión lo requiere.
Cogí las pistolas, casi sin saber lo que hacía ni creer lo que oía, mientras Dupin continuaba como en un soliloquio. Ya he hablado de su ensimismada actitud en tales ocasiones. Su discurso estaba dirigido a mí, pero su voz, aunque ni mucho menos era alta, tenía la entonación que normalmente se usa para hablar con alguien que está a una gran distancia. Sus ojos, vacíos de expresión, sólo miraban la pared.
–Que las voces que oyeron discutir –dijo– quienes subieron las escaleras, no eran las voces de las mujeres, quedó totalmente demostrado por los testimonios. Esto nos libera de toda duda sobre la idea de si la anciana podría haber acabado primero con la hija y después haberse suicidado. Me refiero a esto sobre todo por una cuestión de método, ya que la fuerza de madame L’Espanaye habría sido del todo insuficiente para encajar el cuerpo de su hija en la chimenea, tal como fue encontrado; y la naturaleza de sus propias heridas excluye por completo la idea del suicidio. El asesinato, por lo tanto, ha sido cometido por terceras personas; y las voces de estas terceras personas son las que se oyeron en la discusión. Permítame que ahora me centre no en todo el testimonio referido a estas voces, sino en lo que hay de peculiar en ese testimonio. ¿Usted observó algo peculiar en ello?
Yo respondí que, mientras que todos los testigos coincidían en suponer que la voz ronca era de un francés, había mucho desacuerdo con respecto a la voz aguda o, como uno de ellos la definió, «estridente».
–Eso es el testimonio en sí –dijo Dupin–, pero no su peculiaridad. No ha observado usted nada particular, sin embargo, sí había algo que observar. Los testigos, como señala usted, coincidían acerca de la voz ronca, en eso eran unánimes. Pero, respecto a la voz aguda, la peculiaridad es, no que estuvieran en desacuerdo, sino que, cuando un italiano, un inglés, un español, un holandés y un francés intentaron describirla, cada uno se refirió a ella como la de un extranjero. Cada uno está seguro de que no era la voz de un compatriota