LARGO RECORRIDO, 105
Edgar Allan Poe
LOS MISTERIOS DE AUGUSTE DUPIN,
EL PRIMER DETECTIVE
TRADUCCIÓN DE ÁNGELES DE LOS SANTOS
EDITORIAL PERIFÉRICA
PRIMERA EDICIÓN: julio de 2020
TÍTULOS ORIGINALES: The Murders in the Rue Morgue,
The Mystery of Marie Rogêt, The Purloined Letter
DISEÑO DE COLECCIÓN: Julián Rodríguez
© de la traducción, Ángeles de los Santos, 2020
© de esta edición, Editorial Periférica, 2020. Cáceres
ISBN:978-84-18264-60-3
El editor autoriza la reproducción de este libro, total o parcialmente, por cualquier medio, actual o futuro, siempre y cuando sea para uso personal y no con fines comerciales.
Los asesinatos de la rue Morgue
«Lo que cantaban las sirenas o el nombre que adoptó Aquiles cuando se ocultó entre las mujeres, aunque son cuestiones complicadas, no quedan fuera de toda conjetura.»
sir thomas browne,
El enterramiento en urnas1
Las facultades mentales que solemos considerar analíticas son en sí mismas poco susceptibles de análisis. Las percibimos sólo a través de sus efectos. De ellas sabemos, entre otras cosas, que, para quien las posee en un grado extraordinario, son siempre una fuente de intenso placer. Al igual que el hombre robusto se deleita con sus dotes físicas disfrutando con ejercicios en los que activa sus músculos, así se complace el analista en esa actividad de la mente que consiste en desentrañar. El analista encuentra placer incluso en las más triviales ocupaciones que pongan en juego su talento. Es amante de los enigmas, los acertijos y los jeroglíficos, y, al resolverlos, exhibe un grado de perspicacia que para el entendimiento común parece preternatural. Sus resultados, alcanzados por el espíritu y la esencia misma del método, tienen, en verdad, toda la apariencia de la intuición.
Esta facultad de resolución quizá se vea muy fortalecida por el estudio matemático y, en especial, por esa elevada rama que, de manera injusta, y sólo a causa de sus operaciones inversas, se ha denominado análisis par excellence. Sin embargo, calcular no es de por sí analizar. Un jugador de ajedrez, por ejemplo, hace lo uno sin esforzarse en lo otro, de lo que se deriva que el juego del ajedrez, en cuanto a sus efectos sobre la mente, se suele comprender mal. No voy a escribir aquí un tratado, sino que me limitaré a prologar una narración algo singular mediante observaciones muy aleatorias. Aprovecharé, no obstante, para afirmar que las capacidades superiores del intelecto reflexivo se ponen a prueba con mayor claridad y provecho en el modesto juego de las damas que en la elaborada frivolidad del ajedrez. En este último, donde las piezas tienen movimientos diferentes y peculiares, con distintos y variables valores, lo que sólo es complejo se toma (un error nada infrecuente) por profundo. Se exige mucha atención. Si ésta decae un instante, se comete un descuido que da lugar a un perjuicio o la derrota. Al ser los posibles movimientos no sólo múltiples, sino también de retroceso, las ocasiones de tales descuidos se multiplican, y en nueve de cada diez casos es el jugador más atento, no el más agudo, el que vence. En las damas, por el contrario, donde los movimientos son únicos y tienen poca variación, las probabilidades de distraerse disminuyen, y al utilizarse relativamente poco la mera atención, las ventajas que obtenga cualquiera de los dos jugadores se consiguen gracias a una superior perspicacia. Para ser menos abstractos: imaginemos una partida de damas en la que las piezas se reducen a cuatro y en la que, por supuesto, no cabe esperar ningún descuido. Es obvio que la victoria sólo puede decidirse (siendo los jugadores iguales en todo) mediante algún movimiento recherché,2 resultado de un intenso esfuerzo intelectual. Al no disponer de recursos ordinarios, el analista se sumerge en el espíritu de su oponente, se identifica con él y no pocas veces percibe de un vistazo, la única manera (a veces, en efecto, de una enorme simplicidad) de provocar un fallo o precipitar un error de cálculo.
El whist3 es famoso por su influencia en lo que se denomina capacidad de cálculo; y se sabe que hombres del más elevado intelecto encuentran en este juego un deleite al parecer inexplicable, mientras que rechazan el ajedrez por frívolo. Sin duda no hay nada de naturaleza similar que ponga tan a prueba la facultad de análisis. El mejor ajedrecista de la cristiandad no será nada más que el mejor jugador de ajedrez; pero el dominio del whist implica capacidad para vencer en todas aquellas importantes empresas en las que la mente se enfrenta a la mente. Cuando digo dominio, me refiero a esa perfección en el juego que incluye la captación de todas las fuentes de las que puede obtenerse una legítima ventaja. Éstas no sólo son diversas, sino también multiformes, y residen con frecuencia en recovecos del pensamiento por completo inaccesibles al entendimiento común. Observar con atención es recordar con claridad, y, en este sentido, al ajedrecista concentrado se le dará muy bien el whist, además de que las reglas de Hoyle4 (basadas en el mero mecanismo del juego) son, en general, bastante comprensibles. Así que tener una buena memoria y proceder según «el manual» son factores que por lo común se consideran lo único necesario para jugar bien. Pero en las cuestiones que sobrepasan los límites de las simples reglas es donde se revela la habilidad del analista. Éste hace, en silencio, un sinfín de observaciones y deducciones. Tal vez sus compañeros hacen lo mismo; y la diferencia en la cantidad de información obtenida depende no tanto de la validez de la deducción como de la calidad de la observación. Lo que es preciso saber es qué observar. Nuestro jugador ni mucho menos se encierra en sí mismo ni tampoco, por el hecho de que el juego sea el objetivo, hace caso omiso de deducciones derivadas de elementos externos al juego. Examina el semblante de su compañero, comparándolo en detalle con los de sus dos oponentes. Tiene en cuenta la forma de repartir las cartas en cada partida; con frecuencia va contando los honores y los triunfos mediante las miradas que se lanzan entre sí los jugadores. Percibe cada mudanza en los rostros conforme progresa el juego, reuniendo un buen número de detalles a través de los matices de la expresión de certeza, de sorpresa, de ventaja o de decepción. Por la forma de recibir una baza, el analista juzga si la persona que la recoge puede llevarse otra del palo correspondiente. Deduce qué carta se juega por el ademán, por el modo en que la lanzan sobre la mesa. Una palabra fortuita o involuntaria; una carta que se cae o que se vuelve accidentalmente, con el consiguiente nerviosismo o despreocupación por ocultarla; el recuento de las bazas y el orden en que estén; el apuro, la vacilación, el entusiasmo o la inquietud, todo le proporciona, a su percepción en apariencia intuitiva, indicios del verdadero rumbo del juego. Una vez jugadas las primeras dos o tres manos, el analista está en plena posesión de los datos de cada partida y, desde entonces, juega sus cartas con la misma determinación que si el resto de jugadores hubiera puesto las suyas boca arriba.
La capacidad analítica no debe confundirse con el ingenio, porque mientras que el analista es necesariamente ingenioso, el ingenioso es a menudo extraordinariamente incapaz de analizar. La capacidad constructiva o de conexión, mediante la cual suele manifestarse el ingenio, y a la cual los frenólogos (creo que de forma errónea) le han asignado un órgano específico, considerándola una facultad primitiva, ha sido observada con tanta frecuencia en aquellos cuyo intelecto rayaba en la idiocia que ha atraído el interés general de los estudiosos de la mente. Entre el ingenio y la capacidad analítica existe una diferencia mucho mayor, en realidad, que la que existe entre la fantasía y la imaginación, pero de un carácter estrictamente análogo. Se verá, de hecho, que el ingenioso siempre fantasea, mientras que los verdaderamente imaginativos nunca son otra cosa que analíticos.
La narración que sigue le parecerá al lector, en cierto modo, un comentario sobre las proposiciones que se acaban de plantear.
Cuando residía en París, durante la primavera y parte del verano de 18…, conocí a un tal C. Auguste Dupin. Este joven caballero pertenecía a una familia excelente, ilustre de hecho, pero, por una serie de circunstancias adversas, había caído