El Padre Damien Ference, miembro de la facultad de formación del Seminario Borromeo en Wickliffe, Ohio, describe acertadamente el problema con este punto de vista:
Con frecuencia, los líderes de la Iglesia suponen que todos los feligreses que van a Misa los domingos, todos los niños y jóvenes que asisten a escuelas católicas y a programas de doctrina del catecismo, todos los muchachos en nuestros grupos juveniles, todos los hombres en nuestros grupos de varones, todas las mujeres en nuestras asociaciones para mujeres y todos los miembros de los equipos que preparan a nuevos católicos mediante el Rito de Iniciación Cristiana (RICA) ya son discípulos. Muchos todavía no lo son. (Lo mismo puede decirse del personal y del magisterio de las instituciones católicas). Nuestra gente puede participar de manera activa en los programas de sus parroquias, escuelas e instituciones, pero desafortunadamente, esa participación no equivale a un discipulado.5
La premisa común es que el discipulado personal es un tipo de enriquecimiento espiritual opcional, reservado para las personas excepcionalmente piadosas o que han recibido talentos espirituales especiales. Esto tiene sentido si recordamos la realidad que describimos en el capítulo anterior. El discipulado personal inevitablemente se considerará como un accesorio opcional en una comunidad católica en la que menos de la mitad de sus miembros tienen la convicción de que ellos tienen la posibilidad de tener una relación personal con Dios y en la que un 30% de ellos no creen en un Dios personal”.6
La cultura de “no preguntes, no digas”
Mientras que escuchábamos las experiencias de miles de católicos, comenzamos a darnos cuenta de que muchos, si no es que la mayoría de los católicos, no saben lo que es una cristiandad “normal”. Yo considero que una de las razones es debido al silencio selectivo que impregna a muchas parroquias en lo referente al llamado al discipulado. Los católicos han llegado a considerar como normal y hasta muy católico no hablar sobre el primer itinerario —su relación con Dios— excepto cuando se encuentran en el confesionario o recibiendo dirección espiritual. Esta actitud está tan arraigada en las comunidades católicas que hemos comenzado a denominarla la cultura de “no preguntes, no digas”.
Desafortunadamente, nosotros no somos unos genios espirituales. Si nadie a nuestro alrededor habla sobre una idea en particular, no se nos ocurre pensar en ella espontáneamente, igual que no se nos ocurre inventar un nuevo color primario. Mientras no hablemos explícitamente sobre el discipulado en nuestras parroquias, será muy difícil que la mayoría de los católicos piensen en el discipulado.
Sara Silberger, una mujer neoyorquina, poeta y mamá de cuatro hijos, experimentó esto cuando se convirtió al catolicismo. Sara fue criada por su madre, una mujer católica que no practicaba su fe y por su padre judío. Ella nunca había practicado ninguna religión. Sara tuvo una experiencia mística que la llevó a una intensa exploración del catolicismo, lo que la condujo a ingresar a la Iglesia en la Pascua del 2010, a la edad de 28 años. Sara me dijo que se sentía sorprendida y confundida ante el hecho de que muchos católicos se sentían muy incómodos cuando les preguntaba sobre su relación con Dios.
A seis semanas de haber ingresado al programa de iniciación [RICA], me reuní con una religiosa y le dije que creía que algo me hacía falta, porque no estábamos hablando mucho sobre cómo conocer mejor a Dios o a Jesús. Yo no entendía bien quién era Jesús para mí. Pensé que la razón de lo anterior era porque yo venía de un ambiente no cristiano y que todos los demás lo entendían tan bien que no había razón para explicarlo. Tuve que pedir a mis amigos católicos que me hablaran sobre estas cosas, de manera individual. Algunos de ellos estaban dispuestos a hablar conmigo del tema, en cierto modo; sin embargo, con excepción de uno de ellos, todos se molestaron cuando les pregunté y no entendían por qué yo quería saber más sobre sus experiencias. Tuve la sensación de que se sintieron ofendidos por mi pregunta.
Uno de nuestros descubrimientos más sorprendentes ha sido el número de católicos que ni siquiera saben que este itinerario personal existe. Recientemente, un líder católico de alto nivel en la Costa Oeste de los E.E.U.U. me confesó que la idea de tener una relación personal con Dios todavía era nueva para él. Este líder se enfrentó por primera vez a la posibilidad de llevar una relación personal con Dios hace algunos años, cuando su parroquia comenzó a ofrecer retiros de evangelización.
La falta de atención generalizada hacia el itinerario interior del discipulado ha fomentado involuntariamente un abismo inmenso entre lo que la Iglesia enseña como normal y lo que muchos católicos han aprendido a considerar normal. Muchos católicos de toda la vida nunca han visto cómo se vive abiertamente el discipulado personal ni han oído hablar de este término de manera explícita en sus parroquias o en sus hogares. Es difícil creer en algo de lo que nunca has oído hablar, o experimentar algo que ni siquiera sabes que existe. También es muy difícil compartir la opinión de una minoría o hablar sobre la experiencia de una minoría en medio de un grupo que no comprende de lo que se habla.
La Espiral del Silencio es una reconocida teoría de la comunicación que fue propuesta originalmente por la científica política Elisabeth Noelle-Neumann. En sus investigaciones, Noelle-Neumann descubrió que la gente es menos propensa a externar una opinión sobre un tema si considera que forman parte de la minoría, ya que los seres humanos en general tenemos miedo a estar aislados de la mayoría. Uno de los puntos fundamentales de la teoría de la Espiral del Silencio es que la gente constantemente observa los comportamientos de aquellos a su alrededor para ver cuáles son los comportamientos que son aprobados y cuáles no reciben la aprobación de la mayoría. Investigaciones recientes sobre neurología han comenzado a revelar la fisiología tras esta conducta.
Según Vasily Klucharev de la Universidad Erasmus de Holanda cuando la gente sostiene una opinión que difiere de la de otros en un grupo, sus cerebros producen una señal de error.
“Si cometes un error, significa que algo [malo está sucediendo]. Y, cuando experimentamos un error, esta señal nos empuja a cambiar el comportamiento”, asegura Klucharev. “Además, pudimos observar que al parecer producimos esta señal automáticamente cuando nuestra opinión es diferente a la de otras personas”.
De acuerdo con Klucharev, “El investigador examinó dos áreas del cerebro. La primera es una zona del cerebro conocida como el córtex del cíngulo anterior que se activa cuando percibe un error y la segunda es el área que registra las recompensas. Esta última área permanece menos activa, lo que hace creer a la gente que ha cometido un error”.7
En la actualidad, la cultura parroquial con frecuencia refuerza una Espiral del Silencio en lo que se refiere a la relación de la persona con Dios. Esta Espiral del Silencio por lo general no resulta explícita hasta que alguien la cuestiona; sin embargo, puede llegar a asfixiar a la evangelización, sobre todo si es reforzada por una cultura que promueve “una religión que no pertenece en los espacios públicos”. Es de vital importancia que comprendamos que la presión cultural, tanto dentro como fuera de las parroquias americanas, por lo general va en contra de la expresión abierta del discipulado. Las dos normas culturales superpuestas —una secular y una eclesial— intimidan a los hombres y mujeres que tratan de vivir como discípulos católicos de Jesucristo. Para poder contrarrestar la presión y “vivir abiertamente” como católicos intencionales, es necesario contar con un fuerte respaldo interpersonal y comunitario.
Es normal
En el otoño de 1993, me uní con un grupo de amigos en Seattle para crear un grupo de apoyo para laicos católicos. Llamamos nuestra pequeña comunidad el “Grupo Laico Sin Nombre” (NLG por sus siglas en inglés) porque no se nos ocurrió ningún buen nombre. Con el pasar del tiempo nos convertimos en un grupo multi-parroquial, multi-generacional de jóvenes veinteañeros solteros y casados; algunos eran católicos de nacimiento, otros éramos católicos conversos. Lo