Coriane hizo lo que se le pidió, y cuando abrió el libro vio que las páginas de color crema se hallaban en blanco. Arrugó la nariz, sin preocuparse por ofrecer el aspecto de una hermana agradecida. Julian no requería tales mentiras, y no las creería de todas formas. Más aún, no había nadie ahí que fuera a reprenderla por ese comportamiento. Mamá está muerta; papá, ausente, y la prima Jessamine continúa felizmente dormida. Julian, Coriane y Sara eran los únicos ocupantes de la pérgola, tres gotas sueltas en la empolvada tinaja de la finca Jacos. Aquel era un salón enorme, igual que el vacío siempre presente en el pecho de Coriane. Ventanas arqueadas daban a un rosaleda enmarañada, otrora pulcra, que no había visto en una década las manos de un jardinero. Al suelo le urgía una buena barrida, y las cortinas doradas estaban grises de arenilla y probablemente también de telarañas. Incluso el retrato sobre la tiznada chimenea de mármol echaba de menos su marco de oropel, que había sido rematado muchos meses atrás. El hombre que miraba desde la descarnada tela era el abuelo de Coriane y Julian, Janus Jacos, a quien sin duda le desalentaría el estado de la familia: nobles caídos en desgracia que explotaban su antiguo apellido y tradiciones, y que se las arreglaban cada año con menos.
Julian echó a reír, con su tono acostumbrado. De exasperación complaciente, sabía Coriane. Ésa era la mejor forma de describir su actitud. Dos años mayor que ella, siempre estaba presto a recordarle su superioridad en edad e inteligencia. Con dulzura, desde luego. Como si no importara.
—Es para que escribas en él —continuó su hermano al tiempo que deslizaba sus finos y largos dedos sobre las páginas—. Tus pensamientos, lo que haces durante el día.
—Sé qué es un diario —replicó ella y cerró el libro de golpe. A él no le importó ni se ofendió; la conocía mejor que nadie. Incluso si ignoro el significado de las palabras—. Y mis días no son dignos de que deje constancia de ellos.
—¡Tonterías! Eres muy interesante cuando te lo propones.
Ella sonrió.
—Tus bromas han mejorado, Julian. ¿Por fin has hallado un libro que te enseñe un poco de humor? —y añadió, con los ojos puestos en Sara—: ¿O una persona?
Aunque él se avergonzó y las mejillas se le azularon de sangre plateada, el rostro de Sara no mostró ninguna alteración.
—Hago curaciones, no milagros —dijo con una voz melodiosa.
La risa de los tres hizo eco y llenó durante un grato momento el vacío de la finca. El viejo reloj sonó en un rincón, como si anunciara la hora fatídica de Coriane: la inminente llegada de su prima Jessamine.
Julian se levantó y desplegó su desgarbada figura en tránsito a la edad adulta. Le faltaba mucho por crecer todavía, tanto a lo alto como a lo ancho. Coriane, por el contrario, había mantenido la misma estatura durante años y no daba señas de cambiar. Era ordinaria en todo, desde el azul casi incoloro de sus ojos hasta el lacio cabello castaño que se negaba a crecer más allá de sus hombros.
—No irás a comer esto, ¿verdad? —preguntó él, mientras tendía la mano en dirección a su hermana, hurtaba de la caja un par de caramelos confitados y obtenía en respuesta un manotazo. ¡Al demonio con los buenos modales! Esos dulces son míos—. ¡Cuidado! —la previno—. Se lo diré a Jessamine.
—Eso no será necesario —resonó en el vestíbulo lleno de columnas la voz atiplada de la anciana prima.
Coriane cerró los ojos con un siseo de fastidio, como si deseara con todas sus fuerzas echar de su vida a Jessamine Jacos. Pero sería inútil, por supuesto; no soy una susurro, sólo una arrulladora. Y a pesar de que podría haber dirigido contra Jessamine sus escasas destrezas, eso no habría acabado bien. Por vieja que fuese, su voz y habilidad eran todavía muy agudas, mucho más rápidas que las suyas. Terminaré fregando suelos con una sonrisa si la pongo a prueba.
Adoptó entonces una expresión cortés y, cuando se volvió, vio a su prima apoyada en un bastón enjoyado, uno de los pocos objetos bellos que quedaban en esa casa. Claro que pertenecía a la peor de sus habitantes. Jessamine había dejado de frecuentar a los sanadores de la piel Plateados desde hacía mucho tiempo, para envejecer con dignidad, como ella decía, pese a que lo cierto era que la familia ya no podía permitirse tales tratamientos de manos de los más talentosos miembros de la Casa de Skonos, y ni siquiera de sanadores aprendices de baja cuna. La piel le colgaba ahora, gris de tan pálida que estaba, con manchas violáceas de la edad que se esparcían por sus manos y su cuello, arrugados ambos. Esa mañana cubría su cabeza con una pañoleta de seda amarillo limón, para ocultar su cada vez más escaso pelo blanco que cubría apenas su cuero cabelludo, y llevaba un vestido suelto y largo que hacía juego con él, aunque había ocultado bien los bordes apolillados. Jessamine era experta en el arte de la ilusión.
—No seas malo, Julian, y lleva esto a la cocina, ¿quieres? —dijo mientras tocaba los caramelos con la uña larga de uno de sus dedos—. El personal estará muy agradecido.
Coriane tuvo que hacer un esfuerzo para no reír. El personal constaba de apenas un mayordomo Rojo más viejo que Jessamine, que ni siquiera tenía dientes, y del cocinero y dos jóvenes sirvientas, de quienes se esperaba se ocupasen del mantenimiento de toda la finca. Pese a que podía ser que a ellos les agradara recibir las golosinas, era evidente que Jessamine no tenía la intención de permitirlo. Irán a dar al cesto de basura, aunque lo más probable es que ella las guarde en su habitación.
Julian pensó exactamente lo mismo, a juzgar por su expresión retorcida. Pero discutir con Jessamine era tan infructuoso como los árboles del viejo y podrido huerto.
—Desde luego, prima —respondió con una voz más propia de un funeral.
Su mirada era de disculpa, en tanto que la de Coriane era de resentimiento. Ella vio con poco velado desdén que Julian le ofrecía un brazo a Sara y que recogía con el otro su indecoroso regalo. Ambos ansiaban escapar del dominio de la anciana, pero se resistían a dejar a Coriane. Lo hicieron de todas formas, y se alejaron del salón a toda prisa.
De acuerdo, déjame aquí. Así lo haces siempre. Coriane fue abandonada de este modo a Jessamine, quien se había propuesto convertirla en una verdadera hija de la Casa de Jacos. Para decirlo llanamente, en una hija muda.
Y siempre la dejaba a su padre cuando él regresaba de la corte, después de largos días a la espera de que el tío Jared falleciese. El jefe de la Casa de Jacos, gobernador de la región de Aderonack, no tenía hijos, así que sus títulos pasarían a su hermano, y después a Julian. Al menos, no tenía hijos ya. Los gemelos, Jenna y Caspian, habían muerto en la guerra contra los Lacustres, y dejado a su progenitor sin un heredero de su sangre, por no hablar de su deseo de vivir. El padre de Coriane ocuparía ese sitio ancestral de un momento a otro, y no quería perder tiempo en hacerlo. Ella consideraba perversa esa conducta, en el mejor de los casos. No imaginaba que pudiera hacerle algo así a Julian, verlo consumirse de dolor sin hacer nada, por más enfados que él le infligiera. Aquél era un acto horrible, sin amor, y sólo pensar en ello le revolvía el estómago. Pero yo no tengo la intención de estar al frente de nuestra familia, y papá es un hombre ambicioso, aunque falto de tacto.
No sabía lo que él pensaba hacer con su eventual ascenso. La de Jacos era una Casa pequeña, poco importante, de gobernadores de un área atrasada con poco más que la sangre de una de las Grandes Casas para mantenerlos calientes durante la noche. Y con Jessamine, desde luego, para asegurarse de que todos fingieran que no se estaban ahogando.
Ésta tomó asiento con la gracia de una dama de la mitad de su edad y golpeó con su bastón el suelo sucio.
—¡Ridículo! —murmuró mientras sacudía una nube de motas de polvo que giraban en un rayo de sol—. ¡Qué difícil es hallar buenos ayudantes en estos tiempos!
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