Capítulo 2
Un cambio radical
“Hay en ella (la vocación)
algo tan claro, tan evidente, tan de Dios,
que es imposible dudar…”.
San Alberto Hurtado.
Como expresé al final del capítulo anterior, los años de formación en el seminario son inolvidables. Tantas cosas nuevas, horarios para todo, una campanita como despertador, odiada por casi todos. Las mañanas interminables de clases, tardes de trabajo y estudio, para culminar el día con la adoración al Santísimo; momento de grandes batallas contra el sueño que invadía a la gran mayoría, hasta el punto de escuchar algún ronquido por ahí.
De hacer las cosas en nuestra casa cuando queríamos y tener todo servido a lavar platos, servir mesas, limpiar pisos y baños, compartir habitaciones y realizar casi todas las actividades en comunidad. ¡Cuántos cambios experimentamos con el ingreso al seminario! De hacer oídos sordos a la voz de nuestros padres a sentir la mirada constante de bedeles, prefectos de disciplina y de estudio, rectores y directores espirituales.
Un cambio radical y profundo, una nueva vida en todos los aspectos. Ya no teníamos las llaves de casa para entrar y salir cuando lo deseábamos, basta de amigos y de volver a cualquier hora. Para ausentarse del seminario había que pedir permiso al prefecto de disciplina y debíamos presentar argumentos sólidos para lograr nuestro cometido y nada de volver a cualquier hora. En el seminario donde estudié, a las diez de la noche cerraban la enorme puerta principal y si llegábamos tarde había que tocar timbre, sabiendo que sería el rector quien abriría y nuevamente a argumentar razonablemente la llegada tarde.
Sin darnos cuenta, fueron pasando los años como filósofo y entre clases, exámenes, apostolados, misiones populares y convivencias comunitarias, llegamos a ser teólogos con la admisión, un paso importante. Luego vendrían las órdenes menores del lectorado y acolitado para llegar finalmente a la ordenación diaconal, etapa de gran transición, porque aún se continúa estudiando, pero con tareas pastorales de gran relevancia. Entre bautismos, bendiciones, responsos y casamientos, se preparaban los últimos exámenes y el más importante de todos, audiendas, con su interminable casuística.
Finalmente, una vez acordada la fecha con el Señor Obispo y luego de unos buenos ejercicios espirituales, el gran día, el que tanto esperamos y para el que nos preparamos durante largos años, el día de nuestra ordenación sacerdotal.
¿Te acuerdas de aquel día? ¡Inolvidable! Te habrá pasado como a mí, que me desperté muy temprano, feliz pero nervioso, deseando que llegue la hora para partir al lugar donde se llevaría a cabo la celebración. En mi caso fue en la catedral de la ciudad de Paraná. Ese día no me lo olvidaré jamás, “son acontecimientos que pasan desapercibidos a los ojos del mundo, pero queda escritos para toda la eternidad en los diarios del cielo”. Esta fue la expresión que usó Monseñor Karlic en la homilía.
¿Recuerdas los momentos de la ordenación querido amigo? El momento donde escuchamos nuestros nombres y caminamos para pararnos frente al Obispo y decir “presente”. Y ante la solicitud hecha por el rector del seminario para que seamos ordenados, la pregunta del Obispo, “¿Sabes si son dignos?” ... Sabíamos que no lo éramos, pero habíamos sido llamados y ahí estábamos.
Luego de la homilía, tuvieron lugar esas cinco preguntas realizadas por el Obispo y a cada una de ellas respondimos con seguridad y firmeza: “Sí estoy dispuesto”. ¿Las recuerdas?
1. ¿Están dispuestos a desempeñar siempre el ministerio sacerdotal en el grado de presbíteros, como buenos colaboradores del Orden episcopal, apacentando el rebaño del Señor y dejándose guiar por el Espíritu Santo?
2. ¿Realizarán el ministerio de la palabra, preparando la predicación del Evangelio y la exposición de la fe católica con dedicación y sabiduría?
3. ¿Están dispuestos a presidir con piedad y fielmente la celebración de los misterios de Cristo, especialmente el sacrificio de la Eucaristía y el sacramento de la reconciliación, para alabanza de Dios y santificación del pueblo cristiano, según la tradición de la Iglesia?
4. ¿Están dispuestos a invocar la misericordia divina con nosotros, en favor del pueblo que les sea encomendado, perseverando en el mandato de orar sin desfallecer?
5. ¿Quieren unirse cada día más a Cristo, Sumo Sacerdote, que por nosotros se ofreció al Padre como víctima santa, ¿y con él consagraros a Dios para la salvación de los hombres?
Acto seguido, cada uno de los elegidos nos acercamos frente al obispo y, arrodillándonos frente a él, con las manos juntas y con sus manos envolviendo las nuestras prometimos respeto y obediencia. ¡Que frase tan bella aquella!: “Dios, que comenzó en ti la obra buena, él mismo la lleve a término”.
Una vez realizadas las promesas, se dio comienzo a un momento muy emotivo para las personas que participan de la celebración, la postración. En ese momento todos los ordenandos nos postramos y comienzan a escucharse las letanías de los santos. ¿Lo recuerdas? Un gesto significativo, que muestra nuestra pequeñez, que somos polvo, tierra, pero por la gracia de Dios, elevados al sacerdocio.
Terminadas las letanías, y habiéndonos puesto de pie, nos acercamos al Obispo para que en silencio nos impusiera las manos.
De ahí pasamos al momento de recibir los ornamentos y ya con la estola sobre nuestro pecho y la casulla colocada, nos arrodillamos frente al Obispo para recibir la unción. Las palmas de nuestras manos fueron ungidas con el santo crisma, indicando que recibimos un sacramento que imprime carácter, es decir, que nunca se perderá. Desde ese momento fuimos sacerdotes y para siempre, “sacerdos in aeternum”. Y mientras nos ungían se podía escuchar: “Jesucristo, el Señor, a quien el Padre ungió con la fuerza del Espíritu Santo, te auxilie para santificar al pueblo cristiano y para ofrecer a Dios el sacrificio”.
Ya ungidos, y arrodillados frente al Obispo nos entregaron una patena con hostias y un cáliz con vino diciéndonos: “Recibe la ofrenda del pueblo santo para presentarla a Dios”, y un mandato: “Considera lo que realizas e imita lo que conmemoras, y conforma tu vida con el misterio de la cruz del Señor”.
Una vez llevado a cabo este magnífico rito, nos acercamos al altar para consagrar por primera vez. ¿Recuerdas ese momento?, ¿quién podría olvidarlo?
Y cuando celebramos nuestra primera Misa, ¡que emocionante! Una vez parado frente al altar, nos parecía estar soñando. Tantos años de preparación para este gran día que finalmente había llegado. Escuchar repetir las palabras de la consagración con sumo cuidado, haciendo un gran acto de fe para creer que por esas palabras se haría presente el mismo Jesucristo.
¡Y la primera confesión!, ¿la recuerdas? ¡Cuánta atención al escuchar las faltas de esa persona que nos confió los secretos más íntimos y sus debilidades! Y otro gran acto de fe para trazar la señal de la cruz con nuestra mano mientras pronunciamos las palabras de la absolución teniendo la certeza que esos pecados serían perdonados: “Dios, Padre misericordioso, que reconcilió consigo al mundo por la muerte y la resurrección de su Hijo y derramó el Espíritu Santo para la remisión de los pecados, te conceda, por el ministerio de la Iglesia, el perdón y la paz. Y yo te absuelvo de tus pecados en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo”.
No olvidemos algo muy importante, el lema de ordenación. Esa frase que nos identificaría a lo largo de toda la vida sacerdotal. Por años meditamos algún texto del Evangelio o de las cartas de San Pablo y una vez llegado el momento fueron impresas con tinta en las