No es mi primera cárcel. He pensado en contárselo a Milagro, pero opto por callarme. El tiempo del que disponemos será breve, en realidad la brevedad es suya, un estilo nacido de una necesidad. Como no es mi primera cárcel, las rejas al cerrarse a mis espaldas me han resonado en el estómago. Ya me ha producido el mismo efecto la valla de la entrada, el quedarme esperando a que unas guardiacárceles morenas busquen mi nombre en sus listas (estoy anotada gracias a la responsable de prensa de la Tupac), me pregunten a quién visito, si soy amiga de Milagro, si pertenezco a una organización política, si vivo en la dirección que figura en mi documento, el cual quedará ahí, confiscado, hasta la hora de la salida.
En realidad, ya no vivo ahí, pero me resulta complicado contarles mi vida, mis mudanzas, así que asiento con la cabeza. De todos modos, no parecen comprobar la veracidad de nada, preguntan por inercia. Ni siquiera prestan particular atención cuando atravieso un portal como el de los aeropuertos, pero sin escáner, de lo contrario el cinturón elástico que llevo a causa de mi vértebra fracturada, para más datos, la L1, habría emitido un chirrido como lo hizo en Charles De Gaulle y en Ezeiza. No, en el Penal de Alto Comedero no hay escáner. Bueno saberlo, uno podría pasar un arma con toda tranquilidad.
La misma indiferencia demuestran las carceleras cuando me palpan detrás de una cortina y, para justificar la presencia del cinturón, les entrego una radiografía con el texto en francés, que ellas examinan frunciendo el ceño como si lo leyeran. Sin embargo, un poco más allá las veo clavando ferozmente un cuchillo en una torta de chocolate aportada por una visitante, que llegará destrozada a su destinataria, buscando ¿qué? ¿Será que se muestran menos severas con las “visitas extraordinarias” venidas de Buenos Aires, o del extranjero, que con las habituales, mujeres jujeñas agobiadas por el peso de sus bolsos para las detenidas y de su diario vivir? Son idénticas a las detenidas, las carceleras, aunque de mejor ver: el deporte, el uniforme oscuro, bastante sentador, la sensación de poderío que las colma de pies a cabeza las vuelve lindas, o casi, y su pelo tirante, azabache, los rodetes perfectos sostenidos por una redecilla también negra les dan cierto aire de bailarinas tailandesas; mientras que las presas y sus parientas están rodeadas en su gran mayoría por esas grasas que la miseria amontona alrededor de los cuerpos. Gordura protectora. (Milagro no se protege, a ella siempre la han apodado La Flaca, ahora no pesa más de 45 kilos, se ha vuelto seca, fibrosa, puro nervio). En próximas visitas me convertiré en “la señora de la vértebra”, y esas mismas guardianas que, al decir de Noro, ni bien se van las visitas regresan a su auténtica naturaleza, ¿u obedecen órdenes? –repentina transformación que las impulsa a golpear, a desnudar, a abrir las puertas para que sus hermanas prisioneras pierdan la intimidad, la dignidad–, me preguntarán respetuosamente si todavía me duele la columna, si ando mejor. Lo que no le cuento a Milagro: entre 1943 y 1945 mi padre, Carlos Dujovne, estuvo preso en la cárcel de Neuquén junto con todo el comité central del Partido Comunista argentino. Yo tenía cinco años cuando mi madre, la escritora feminista Alicia Ortiz, me llevó a visitarlo. El encuentro no se produjo en la celda sino en una pieza donde mi atención se concentró en el cinturón de un grueso policía, compuesto por unas cositas alargadas y engrosadas en la cintura, igual que el del carcelero. Las toqué con el índice. “Son caramelos”, sonrió mi padre, creyéndome idiota. A mis años aún ignoraba que fueran balas, pero de caramelos sabía y estos no eran.
A mi segunda cárcel entré en 2008, durante una investigación acerca de las cooperativas de cartoneros que desarrollé en los asentamientos de José León Suárez, en los alrededores de Buenos Aires, construidos sobre viejas descargas de basura y junto a la montaña de basura, fuente de trabajo y alimentación para esa población abandonada de Dios. La Universidad de San Martín se proponía inaugurar un taller literario destinado a los presos y me propusieron ser la madrina. Eran todos muchachos del barrio que pasaban del “barro de la calle” al de la cárcel, según la expresión de uno de esos poetas en ciernes apodado Mosquito que, aludiendo al pantano donde la belleza puede crecer, tuvo la idea de llamar al taller “La flor del loto”. Jóvenes uniformemente morochos a quienes el racismo o la autoxenofobia argentina califica de “negros”, los detenidos del Pabellón 48 de alta seguridad (ellos recalcaron el dato, como para advertirme que no estaban allí por haberse robado cualquier zoncera) me impresionaron por la dulzura de su mirada. Ahora, al entrar a mi tercera cárcel, ya sé que los pibes en los que se apoyó Milagro miran igual.
Ella está hablando para todos, pero de vez en cuando me arroja una mirada. Rápida. Ni me esquiva los ojos ni me los clava. Me observa, nos observamos. Describe las patadas propinadas por las carceleras casi bonitas de aspecto tailandés. No solo a ella, también a las demás: una fractura, una herida en la mano sufrida por una detenida a la que arrojaron encima de un vidrio. Sin embargo, lo que ella misma padece demoró en denunciarlo, sus abogados le rogaban que lo hiciera y ella se negó durante largo tiempo.
–¿Y por qué?
–¡Por miedo!
Lo dice abriendo los brazos como si fuera lógico. La respuesta cae por su peso, no hay nada que agregar. Pero el marido explica:
–Hay represalias. Las carceleras se vengan cuando cae la noche.
–Hoy vamos a esperar que llegue el director –sigue Milagro–, Ochoa es un tipo piola, las que nos pegan son las que heredaron la manera de la Patricia Balcarce, esa que ahora la trasladaron porque nos torturaba peor. Le vamos a decir al director que no entramos a las celdas hasta que no nos escuche. Aunque tengamos que pasar la noche al descampado.
Milagro decide por todas, son presas comunes en su mayoría, pero ella las organiza, las encabeza. Yo tirito de solo pensarlo, hace más frío aquí que en el Berry, mi campito apacible pero de inviernos tan escarchados. Milagro no siente el frío, será porque nunca se queda quieta. “Es como el viento, no se puede guardar el viento en un frasco”, murmura Noro con voz de enamorado.
Ella, más prosaica, cuenta que es futbolera, de River, y en ese momento recuerdo al personaje de una vieja película argentina, la Raulito. Otra chica de la calle que adoraba el fútbol. No se parecen de cara sino en la forma de pararse, de caminar, a saltitos, como un pájaro, pero un pájaro líder, compadrón, un pájaro que domina su territorio.
Es entonces cuando me animo. Me han aconsejado invitarla a caminar por el patio, único modo de conversar a solas. Hasta me han soplado el gesto que debo hacer para que acepte el convite, ponerle la mano sobre el hombro e iniciar la marcha. Ella no se hace rogar. Estamos lado a lado y damos vueltas en redondo sobre un perímetro embaldosado (en el resto del patio crece un pastito ralo, áspero). Me aclaro la garganta y le pregunto por la importancia de la mujer dentro de la Tupac Amaru.
–Desde que empezamos a construir las casas yo dije “la mujer a la par”. Mirá, acá tenés a otra compañera detenida (no recuerdo si me nombra a Mirta o a Gladys) que al principio trabajó en nuestro taller de costura, pero cuando comenzaron las obras dejó la aguja para agarrar la pala de albañil.
El tema femenino está agotado, ¿para qué decir más? Milagro le está corriendo una carrera al tiempo. Visiblemente. Cada uno de sus gestos lo proclama. Pienso en Evita, he trabajado durante años para tratar de entenderla, he escrito sobre ella, aunque de otra manera (no es lo mismo apoyarse en testimonios acerca de una muerta que tener al personaje ante los ojos, verlo sufrir en vivo). Ahora su recuerdo surge sin que nadie lo llame, y seguirá surgiendo a medida que descubra a Milagro. Evita siempre usaba esas mismas palabras, “una carrera contra el tiempo”; ella porque tenía un enemigo que no esperaba llamado cáncer, Milagro porque tiene un gobernador que hace las veces de enfermedad mortal.
Después se lanza a hablar. Elimina sistemáticamente todas las consonantes finales, tal como lo hace el pueblo de su provincia y de varias otras. Quizás sea también un modo de abreviar, se ganan algunos segundos diciendo “vo” en vez de vos, “comé” en vez de comer. Lo que me quiere contar es esto y hasta el final no para:
–Nosotros hacíamos trabajo asistencial, por cuenta nuestra. Yo desconfiaba del Estado. Mirá Menen, si no, que es peronista y morocho y sin embargo vendió el país.