“Más que techo” es una idea que Farrar ayudó a llevar adelante mientras trabajaba como abogado del proyecto de viviendas Century Freeway. Con quinientos millones de dólares de fondos federales enviados al Departamento de transporte de California para reemplazar unidades de vivienda destruidas en la construcción de la autopista, Farrar y su “equipo” trataron de hacer algún bien con el dinero y construyeron complejos residenciales para personas de bajos ingresos, que incluían programas de apoyo escolar, centros comunitarios y de cuidado de día. El proyecto Century Freeway funcionó tan bien que fue establecido como una entidad aparte cuando se completó la autopista. La corporación continúa financiando nuevas viviendas de bajo coste.
“Equipo” es una palabra esencial en el vocabulario operacional de Farrar. A pesar de que sabe muy poco de deportes, ve cada detalle como una carrera para llevar la pelota al otro lado de la meta, sobreponiéndose al bloqueo de oponentes poderosos. En 1998 el “equipo” jurídico de Farrar representó a la Ciudad de Los Ángeles en el desarrollo del estadio Staples Center. Este estadio, hogar de los Lakers de Los Ángeles, fue la primera instalación deportiva de gran envergadura construida en Estados Unidos en la que el gobierno de la ciudad se negó a subvencionar a los propietarios y promotores millonarios. Durante la negociación de dieciocho meses, Farrar hizo que un amigo lo llamara cada domingo por la noche para resumirle los hitos más importantes del deporte. De esa forma no estaría excluido de las conversaciones del lunes por la mañana con los dueños de los equipos y sus abogados. Actualmente, representa al Condado de Los Ángeles en negociaciones con una empresa petrolera y un grupo de propietarios y promotores inmobiliarios para convertir los campos petrolíferos Baldwin Hills en una reserva natural y un campo de golf de “uso común”.
Para David Farrar, Los Ángeles es una especie de magia. Creció en Clifton Forge, una ciudad de los Apalaches, en un sector llamado Roxbury Hollow, donde casi siempre está oscuro porque los cerros rodean la ciudad como las sonrisas llenas de huecos de sus habitantes. Hijo de un trabajador ferroviario y una secretaria de juzgado, Farrar no pudo costearse el arreglo de su dentadura hasta que tuvo treinta años, pero apenas llegó a la Universidad de Virginia (donde estudió Derecho con una beca completa), supo que era probable que su futuro no fuera muy brillante en los ambientes judiciales patricios de Washington DC o Manhattan.
En Los Ángeles, la gente ve primero su pajarita antes de notar que tiene un leve acento apalache. Se dio cuenta de que en Los Ángeles era posible “hacer cualquier cosa”, siempre que estuvieras dispuesto a “arremangarte la camisa y tomar una pala”.
Jan Perry, miembro del Consejo del Condado de la ciudad de Los Ángeles, tiene un sentimiento similar al de Farrar. Criada en una familia de clase media negra de Cleveland, pasó de la universidad Case Western Reserve a la de South California cuando tenía diecinueve años, porque “en Cleveland, realmente tenías que conocer gente, o ser de un tipo particular de familia para progresar. Sentí que Los Ángeles le ofrecía una gran oportunidad a alguien como yo. Sentí que aquí podría tener un trabajo decente, vivir en una vivienda decente, ir a donde quisiera, y ser amiga de todo tipo de gente”, declaró al periódico Downtown News de Los Ángeles.
En 1999, un grupo de setenta trabajadores textiles tailandeses sin papeles recibieron un millón doscientos mil dólares en el acuerdo final de una demanda que iniciaron contra El Monte, un taller clandestino que los había empleado. Los miembros del grupo habían llegado allí años atrás; no hablaban inglés, y los retuvieron prácticamente como prisioneros, con guardias detrás de alambres de púas. Después de iniciar la demanda, los trabajadores textiles se convirtieron en enfermeros, estudiantes de moda y esteticistas. Algunos se unieron a grupos de activistas de trabajadores latinos.
En Los Ángeles, es posible comprar influencia sobre miembros del Consejo de la ciudad aportando solamente diez mil dólares para una campaña. Cuesta apenas medio millón de dólares lograr que se apruebe una ley en Sacramento.
El chanchullo significa igualdad de oportunidades, y a un célebre miembro del Consejo de la ciudad, conocido por tener una propensión al juego, le gusta recibir sus coimas en forma de apuestas a su nombre en el hipódromo de Santa Anita.
Luis Gargonza creció en una cabaña de una sola estancia sin agua corriente ni electricidad en Michoacán. Cuando tenía catorce años, tomó un autobús hasta Tijuana, atravesó a nado el canal entre Tijuana y San Diego, y se reunió con su hermano en Los Ángeles. Analfabeto en español, hizo trabajos extraños pero aprendió a leer y escribir en inglés. Ahora tiene cuarenta años, conduce una camioneta Ford 250 y posee una gasolinera.
Nacido en la Ciudad de México, Miguel Sánchez cruzó la frontera a través del desierto. Trabajó en una imprenta del centro sur de Los Ángeles durante quince años, ahorró 25.000 dólares y abrió un café y galería en Echo Park.
CUARTA PARTE: THURMAN, NUEVA YORK, ENERO DE 2003
La realidad universal tiene su propio
código postal: 12839.
Eso es todo. Escríbeme. Aquí.
William Bronk
Hudson Falls, un pequeño pueblo que linda con la zona meridional de las montañas Adirondack, al noroeste del estado de Nueva York, es la clase de lugar en el que los recuerdos de la escuela secundaria giran en torno a drogarse con polvo de ángel y mirar el amanecer desde un cerro sobre el vertedero del pueblo. Mi amigo, Mark Babson, me contó eso. Me llevó allí un domingo por la tarde y me mostró todos sus lugares secretos. Y sí, metido en un codo de la parte norte del río Hudson, es un vertedero muy bonito… aunque todo el lugar fue tapado hace tres años después de que un informe declarara que era el vertedero más contaminado de todo Estados Unidos. De todas maneras es hermoso. La tierra que tiraron con camiones para cubrir los residuos tóxicos está ahora cubierta de pasto.
Mark nació y creció en Hudson Falls, una ciudad que ahora es apenas poco más que una colección de fábricas abandonadas y casas prefabricadas con jardines descuidados y secos. Cuando la Agencia de Protección Ambiental de la era Clinton trató de que General Electric, la principal empleadora del pueblo, limpiara el PCB que habían arrojado en el río Hudson, todo el pueblo se juntó para apoyar a la empresa.
¿Por qué remover todos esos tóxicos?, argumentaban. Mark (como el resto de los adolescentes de la localidad con un nivel de educación superior a tercer grado) recibió una generosa paga de GE por juntar firmas para una petición “de base” para “salvar el río”. Cuando la campaña de la compañía, que duró cuatro años y costó 60 millones de dólares, demostró ser ineficaz, cerraron la planta y se trasladaron.
–Borrachos, gente que vive de la seguridad social y ancianos –dice Mark como resumen de los datos demográficos más actuales de Hudson Falls.
Cuando le sugiero que se podría hacer mucho dinero re-parando las construcciones coloniales de estilo georgiano del pueblo, otrora gloriosas, Mark se encoje de hombros y suspira:
–Aquí no puedes vender pizzas con corazones