No hace falta reiterar que todo esto responde a las mejores intenciones. O que enfila sus cañones contra estereotipos y racismos varios. O que tiene como objetivo la remoción de nuestras occidentales conciencias.
Tampoco hace falta insistir en que, si a algunos nos cuesta discernir entre crítica y frivolidad, verdad e imagen, cultura y propaganda… ¡la culpa es de nuestra insensibilidad!
Mas lo cierto es que, a estas alturas, resulta difícil sobrellevar estas operaciones que denuncian el crimen reproduciendo el crimen, que redoblan la dominación para que esta resulte aún más evidente, y que llegan a la humillación de seres humanos… ¡para que podamos constatar la crisis del humanismo!
Todo a base de ignorar que los “otros”, los “sujetos subalternos” o los “sometidos” son tan diferentes entre sí como aquellos que los encasillan en sus presunciones.
Hace algún tiempo, harto de esos y otros ardides, el escritor nigeriano Wole Soyinka se desmarcó de la negritud licuada del multiculturalismo y optó por un término algo más fiero: “tigritud”.
Un tigre no va por el mundo preocupado por autodefinirse. Simplemente, actúa como tal: aguarda, salta, te devora.
Ahí te enteras de que es un tigre. Tarde, eso sí.
Tal vez estemos asistiendo al último ramalazo de una estética. Y a la confirmación de que el ciclo comenzado por Duchamp ha llegado a su fin.
No se trata, en cualquier caso, de una nimiedad: si este declive es real, entonces ya no tendrá sentido seguir hablando de eso que, perezosamente, llamamos Arte Contemporáneo.
Como tampoco tendría mucho sentido seguir ciegamente a Peter Bürger y a su Teoría de la vanguardia. Entre otras cosas porque los dos retos que estaba llamado a vencer el arte según este teórico –disolver la representación y, en consecuencia, fracturar la frontera que lo separaba de la vida–, se revelan no solo como una encomienda imposible, sino también obsoleta.
Más pertinente, en el entorno de esta derrota, sería intentar una modesta teoría de la retaguardia. Un ejercicio que resituara el pensamiento sobre el arte, aunque no en su relación con la vida, sino en su tensión con la supervivencia.
Mientras revisaba la primera versión de este libro, volví a actualizar mis fuentes sobre la retaguardia. Buscaba salir de las continuas referencias militares, las más abundantes, que colocaban al “retaguardismo” en una dimensión guerrillera o lo trataban como una especie de archivo móvil que, en épocas distintas de la historia, guardaba la memoria de los frentes de guerra.
Esto me permitió constatar la enorme diferencia entre la cantidad de libros dedicados al tema en español, o cualquier otra lengua, y en inglés (siempre a favor de este último idioma). O la deriva porno del asunto, con esa infinidad de llamadas, desde el mismo título, al sexo anal (y sus múltiples invitaciones a “entrar por la retaguardia”).
Una entrevista al sociólogo portugués Boaventura de Sousa –realizada en 2018 por David Fernández para el diario español El Salto–, y otra a la crítica mexicanoamericana Diana Taylor –hecha en 2016 por Paula Mónaco Felipe para El Telégrafo, de Ecuador–, me confirmaron el interés de la retaguardia para el actual campo social y artístico.
De Souza propone salir de las ideas vanguardistas, “capaces de ver lo que otras no ven”, que se suponen delante de su tiempo. A la contra, un pensamiento de retaguardia no sería el que es capaz de generar los hechos sino el que puede seguirlos. Un pensamiento, en definitiva, construido a la medida de “los que están a punto de desistir”.
En cuanto a Taylor, su decantación por la retaguardia la lleva más allá de las disciplinas académicas, hasta el punto de aceptar la importancia de “la vulnerabilidad del no saber” a la hora de armar el modelo de una idea del mundo.
Comprobar que el “retaguardismo” no es, siquiera, un vocablo aceptado como el vanguardismo me hizo pensar, con alivio, que la retaguardia nunca tendrá entidad suficiente para producir algún “ismo” en la cultura.
Confirmar, mientras reafirmaba o disentía de estas aproximaciones, el interés diverso en el tema me hizo sentir que la retaguardia es un lugar en el que uno nunca está solo.
La retaguardia, pues, como cobijo de una resistencia jalonada por el apogeo de la tecnología o la Era de la Imagen, por la posibilidad de que todo el mundo pueda ser artista o la certeza de que la política se ha convertido en pura performance, por el uso de la acción social como una de las bellas artes o el abuso del videoterrorismo como una de las malas artes, por los alojamientos del arte en la ficción o la demagogia de unos modelos que continúan buscando sus causas fuera del arte, aunque sigan beneficiándose de las consecuencias que solo pueden conceder el museo o el mercado.
QUE EL ARTE NO TE ARRUINE UNA BUENA DOCTRINA
Desde ese lugar en la retaguardia, nada mejor que evitar la superposición de la doctrina sobre la duda, del mapa ideológico sobre el territorio de los hechos. Y así, encender las alarmas en el caso de que uno se deje caer por una Bienal de Berlín, bajo el comisariado de Adam Szymczyk y Elena Filipovic, dedicada a indagar en los estragos de la gentrificación y los avances del neoliberalismo. Un evento tan capaz de ejercer la crítica a estos asuntos y, al mismo tiempo, tan incapaz de recorrer la modernidad berlinesa sin reparar en la huella del fascismo o el comunismo, las SS y la Stasi.
Y así, bajo el eclipse de esta “estrategia curatorial” –juro solemnemente que el término no reaparecerá en todo el libro–, ignorar olímpicamente esos dos planetas, camuflados en un sesudo proyecto que respondía a este título: Cosas que no producen sombra.
Algo parecido sucede cuando asistimos, en Madrid y en 2013, a una exposición del Museo Reina Sofía dedicada a la América Latina de los años ochenta del siglo XX. Un proyecto exhaustivo (Perder la forma humana), protagonizado por el arte político de esos tiempos y dispuesto en el museo desde las tesis del colectivo Conceptualismos del Sur.
En un momento dado, a uno le da por buscar lo ocurrido –en el arte político, la política artística, el arte contra la política y la política contra el arte– bajo las dos únicas revoluciones en el poder durante esos años: Cuba y Nicaragua.
Entonces –que el arte no te arruine una buena doctrina–, no encuentra lo ocurrido bajo esas revoluciones. Sencillamente, han sido amputadas de esta exposición, muy interesante hasta que ha tenido que afrontar la paradoja.
En Berlín se reconstruye una modernidad sin fascismo ni comunismo, sin el campo de concentración o el Muro.
En España se reconstruye un radicalismo latino-americano que no contempla las revoluciones que lo inspiraban, ni a los colegas procedentes de estas, que las respiraban.
Estas ausencias sí que producen sombras.
Sobre todo sin constatamos que el arte cubano de esa época no era muy diferente al que activaron sus vecinos contra el Plan Cóndor: creación colectiva, dimensión antropológica, crítica política, desmontaje de los símbolos nacionales, liberación sexual, influencias de Artaud, Grotowski o el Arte Povera, sospecha de la voz de los maestros...
Y produce todavía más sombras si confirmamos que en Nicaragua sucedía lo contrario. Y que allí, el arte impulsado por la Revolución se proyectaba como una utopía arcaica, un regreso a la comunidad precolonial marcado por el experimento de Ernesto Cardenal en Solentiname.
¡Qué buen contrapunto el de estas revoluciones para “perder la forma humana”, según se anunciaba en el título mismo de aquel proyecto!
Pero la paradoja tiene poca cabida en un Arte Contemporáneo que, cada vez más, se confunde con el Evangelio y que, mientras más se jacta de su apelación al conocimiento, más se funde con la fe.
En De la guerra, la duda es clave en el capítulo titulado, precisamente, “Crítica”. Allí, Clausewitz recomienda sospechar ligeramente de las causas, que todo lo justifican, incluidos nuestros errores más letales.
Sería, más