En su opinión, siempre que se investigaba algo, si había una bobina de inducción por medio, se producía algún resultado interesante o que tuviera alguna aplicación práctica para, acto seguido, describir otros fenómenos que había observado en el laboratorio, como “grandes molinillos que, en la oscuridad, resplandecen maravillosamente con abundancia de destellos”, o que siempre había soñado con conseguir “una insólita llama rígida”. En ocasiones, los asistentes tenían la impresión de que, para él, tan importantes eran los efectos visuales como los resultados tangibles. Pero, a continuación, siempre los obsequiaba con una catarata de “aplicaciones prácticas”.
Por ejemplo, les presentó un motor que funcionaba con un cable único: el espacio, que hacía las veces de circuito de retorno. Para retomar el hilo de su discurso, en contra de quienes presumían de sensatos porque se oponían a tales banalidades, habló de la posibilidad de unos motores que funcionasen sin necesidad de cables, de la energía contenida en el aire, al alcance de todo el mundo.
Es muy posible –añadía– que esos motores que no precisan de cables puedan ponerse en funcionamiento de forma remota estableciendo conexiones a través de aire enrarecido. La corriente alterna, sobre todo de alta frecuencia, circula con sorprendente facilidad incluso a través de gases sólo ligeramente enrarecidos. En las capas altas, la atmósfera está enrarecida. Alcanzar unos cuantos kilómetros de altura en la atmósfera no entraña mayores dificultades que las de índole puramente mecánica. No hay duda de que con las posibilidades que brindan las altas frecuencias y los materiales aislantes, las descargas luminosas podrían surcar kilómetros de aire enrarecido, transportando así una energía de cientos de miles de caballos de fuerza capaces de poner en funcionamiento motores o lámparas, por alejados que estén de la central generadora. He sacado a colación estos esquemas de funcionamiento como una mera posibilidad, porque, en el futuro, no serán necesarios para llevar la energía de un punto a otro. No habrá necesidad de transportarla, tan sencillo como eso. Las generaciones futuras tendrán la posibilidad de poner en marcha las máquinas con la energía que obtengan en cualquier punto del universo. No estoy diciendo nada nuevo… Se trata de una idea ya expresada en el delicioso mito de Anteo, que sacaba la fuerza de la Tierra, la misma que descubrimos en las sutiles especulaciones de uno de sus espléndidos matemáticos… Hay energía en el espacio, sin duda. ¿Será estática o cinética? Si estática, nuestras expectativas se desvanecerán en el aire; si cinética, y estamos seguros de que lo es, que el hombre acomode su maquinaria a la marcha de la rueda de la naturaleza es sólo cuestión de tiempo…[3]
Con todo, el número fuerte de las apariciones públicas de Tesla (que discurrió para las conferencias que dictaría en Inglaterra y Francia) era un tubo de unos quince centímetros en el que se había hecho el vacío, al que se refería como la lámpara de la lenteja de carbono, un instrumento que le permitía explorar nuevos campos.[4]
El artilugio consistía en un pequeño bulbo de cristal que contenía un pequeño trozo de material montado en el extremo de un filamento único conectado a una corriente de alta frecuencia. La lenteja central de material propulsaba electroestáticamente las moléculas de gas contra el recipiente de cristal, donde rebotaban para regresar de nuevo a la pastilla de material, chocando contra ella y calentándola hasta ponerla incandescente, en un proceso que se repetía millones de veces por segundo.
Según la potencia de la fuente, podían alcanzarse temperaturas tan elevadas que sublimaban o fundían al instante la mayoría de los materiales. Tesla realizó experimentos con lentejas de diamante, rubí o circona, hasta que descubrió que el carborundo no se sublimaba tan rápidamente como otros minerales ni acumulaba residuos en el tubo. De ahí el nombre con que la bautizó: lámpara de lenteja de carbono. La energía calorífica acumulada en el material incandescente se transmitía a la pequeña cantidad de gas que contenía el tubo, convirtiéndola en una fuente de luz que, con el mismo aporte de energía eléctrica que consumía la lámpara incandescente de Edison, era hasta veinte veces más luminosa.
Mientras centenares de miles de voltios de corrientes de alta frecuencia circulaban por su cuerpo, sujetaba en la mano su grandiosa creación, un prototipo del Sol incandescente, con el que explicaba su concepción de los rayos cósmicos. Según exponía, el Sol es un cuerpo incandescente, portador de potentísimas cargas eléctricas, que emite nubes de diminutas partículas que, a su vez, absorben energía gracias a la enorme velocidad que adquieren. Como no están confinados en un tubo de cristal, los rayos solares no encuentran impedimento alguno para desplazarse por el espacio.
Tesla estaba convencido de que, al igual que en su lámpara de lenteja de carbono dicho elemento se diluía en nubes de polvo de partículas atómicas, la atmósfera estaba poblada de esas mismas partículas, que bombardeaban sin cesar la Tierra y otros cuerpos siderales.
La aurora boreal constituía una de las demostraciones más palpables de que tal bombardeo era real. Aunque no disponemos de sus notas al respecto, anunció que había detectado su presencia y calculado la energía que portaban esos rayos, que se desplazaban a una velocidad de cientos de millones de voltios.[5]
Al escuchar tan inauditas aseveraciones, los físicos e ingenieros más sosegados guardaban silencio. ¿Qué pruebas aportaba?
Hoy sabemos que las reacciones termonucleares de sesenta y cuatro millones de vatios (o voltios-amperios) registradas en cada metro cuadrado de la superficie solar son la causa de la radiación de rayos X, ultravioletas, visibles e infrarrojos, así como de las ondas de radio y las partículas solares.
Según nuestros conocimientos, como resultado de la formación y consunción de partículas, así como de la alta energía que se produce cuando entran en colisión, los rayos cósmicos adoptan las diversas formas y configuraciones que llegan hasta nosotros. Y no sólo tienen su origen en el Sol, sino que también proceden de las estrellas y de las supernovas, o estrellas que explotan.
Los electrones y protones que, desde el Sol, se aproximan a nuestro planeta y quedan atrapados en el campo magnético que rodea la Tierra forman los cinturones de radiación de Van Allen. La radiación solar, tanto la visible como la invisible, es la que determina la temperatura que se registra en la superficie de cada planeta. Las auroras boreales son el resultado de la colisión de partículas solares con los átomos de la estratosfera terrestre.
Cinco años después de esta conferencia de Tesla, el físico francés Henri Becquerel descubriría los misteriosos rayos que emitía el uranio. Con sus investigaciones sobre el radio, cuyos átomos de uranio se desintegraban de forma espontánea, Marie y Pierre Curie confirmaron sus hallazgos. Equivocadamente, Tesla había creído que los rayos cósmicos eran la única causa de la radioactividad del radio, del torio y del uranio. Pero no andaba errado cuando se había referido al bombardeo de los “rayos cósmicos”, a saber, que partículas subatómicas de alta energía podían convertir otros elementos en radioactivos, como demostraron Irene Curie y su marido, Frédéric Joliot, en 1934.
Aunque la comunidad científica de la época no aceptó la teoría de Tesla acerca de los rayos cósmicos, dos científicos que más tarde alcanzarían merecido renombre en este campo reconocían la deuda contraída con el inventor. Treinta años habrían de transcurrir antes de que el doctor Robert A. Millikan volviese a descubrir la radiación cósmica. En un primer momento, pensó que tales rayos eran de naturaleza ondulatoria, como la luz, es decir, que se trataba de fotones más que de partículas portadoras de carga eléctrica, cuestión ésta que desembocó en una agria controversia entre dos premios Nobel, Millikan por un lado, y Arthur H. Compton por otro; este último pensaba, y sostenía haber demostrado, que la radiación cósmica la constituían partículas de materia de alta velocidad, tal y como Tesla había descrito.
Tanto Millikan como Compton se reconocieron deudores de las intuiciones de su predecesor victoriano. Pero la ciencia seguiría su propia senda, desvelando que los rayos cósmicos eran una materia mucho más enjundiosa y compleja de lo que ambos científicos habían imaginado.
Por otra parte, la misteriosa lámpara de lenteja de carbono con la que Tesla había dejado