La experiencia pedagógica de A. S. Neill
Libertad y autoridad
La escuela de pensamiento y creatividad de Alfonso López Quintás
Éxtasis y vértigo
Método lúdico–ambital
Cómo debemos educar
Conclusión valorativa
El programa de «filosofía para niños» de Mathew Lipman
Ética y moral
La filosofía y los niños
Introducción
La primera edición de esta obra fue publicada hace ya más de veinte años. Se agotó en poco tiempo y pronto fue un texto de consulta en varias universidades. Poco después de su publicación comencé mi doctorado en filosofía y otras preocupaciones y responsabilidades académicas fueron demorando una nueva edición. Al retomarla para ésta, su segunda edición, mi primera impresión no se modificó: la casi totalidad de lo publicado anteriormente sigue siendo una fiel expresión de mi pensamiento sobre estos temas y autores, pero había que cambiar su redacción, más acorde con los estilos actuales, y agregar algunas cosas que me parecen importantes.
El título de la obra lo conservo, y recuerdo las dificultades epistemológicas que se me plantearon en el momento de definirlo. Era sin duda más atrayente el de «Teorías pedagógicas contemporáneas», pero ya entonces la palabra «teoría» ofrecía muchas dificultades en el ámbito pedagógico, dificultades que se mantienen. Deliberadamente lo evité y quedó en su forma que considero definitiva, ya que el término «Corrientes» es mucho más extensivo. Ocurre que en su concepción más instrumentalista las teorías son concebidas en términos de su función intermediaria en la investigación y no como descripciones objetivas de alguna realidad o conjunto de fenómenos. Según este carácter instrumental las teorías no podrían ser caracterizadas como verdaderas o falsas, al punto que algunos incluso afirman que una teoría no es verdadera ni falsa a menos que se las pueda traducir a un lenguaje observacional. Consideradas como simples instrumentos para conducir las investigaciones, no constituyen enunciados sobre los que pueda plantearse el criterio de verdad.
Además, la universalidad de que gozan las teorías científicas no es la de un contenido inherente a las mismas; es la del alcance de su aplicabilidad; la de su capacidad para sacar a los hechos de su aparente aislamiento, para ordenarlos dentro de sistemas que demuestran que también los hechos tienen una vida. Todo esto se plantea en un área de conocimientos que sigue teniendo algún grado de confusión sobre el rango epistemológico que posee el saber acerca de la educación, situación que se refleja ya desde las distintas denominaciones que lo designan. La antigua pedagogía creada por Herbart dio paso a la Teoría de la Educación, a la Problemática Educativa, a los Fundamentos de la Educación o a las Ciencias de la Educación, sin que por eso haya ganado en claridad o comprensión. Por abarcar demasiadas cosas nuestras ciencias de la educación terminaron por vaciarse de contenido, ya que el que había tenido la modesta pedagogía luego fue disputado por parcelas de ciencias —cuando no disciplinas— donde cada una reclama su lugar en un sistema pedagógico que no ha logrado unidad y sentido a satisfacción de quienes se ocupan del mismo.
Hay algunas concepciones educativas, como la de Suchodolski, que son estrictamente teorías pedagógicas, pues hay en ellas los tres componentes o partes que deben constituirla para ser tal: un cálculo abstracto que es el contenido lógico del sistema explicativo y que define las nociones básicas del mismo; un conjunto de reglas que relaciona estas nociones con los materiales concretos de la observación y la experiencia y un «modelo» que suministra las relaciones del sistema formal. Como se comprenderá, estos elementos solamente son válidos para las llamadas «teorías científicas», las únicas, por otra parte, que para algunos epistemólogos pueden ser lícitamente denominadas «teorías». Pero otras no lo son en este sentido estricto, aunque del conjunto de las obras de sus autores, no dedicadas específicamente a la educación, puede derivarse con precisión una concepción educativa. Ocurre aquí algo parecido a lo que señaló en su momento Etienne Gilson sobre la filosofía de santo Tomás de Aquino, quien, siendo un teólogo, jamás habría imaginado que de sus escritos teológicos pudiese explicitarse una concepción filosófica original, diferente a la de sus fuentes. Algo así ocurre, mutatis mutandi, con la obra de Antonio Gramsci con referencia a la educación,por lo que su inclusión en este trabajo está plenamente justificada.
Cabe también hacer una mención sobre el término «contemporáneas». Yo mismo he padecido las consecuencias de tomar con entusiasmo algún libro que lo incluía en su título, para verificar después que el mismo tenía pertinencia cuando se escribió la obra, pero que el paso del tiempo había hecho que fuera impropio, porque se refería a cuestiones que ya habían perdido vigencia. El término, en una de sus acepciones admitidas por la Real Academia Española, indica que se refiere a lo que es perteneciente o relativo al tiempo o época en que se vive. Pero esto no indica necesariamente una ubicación temporal, sino más bien su vigencia. Así, sin duda, en filosofía Platón sigue siendo nuestro contemporáneo. Hace unos años la unesco organizó un encuentro internacional sobre el tema «filosofía y democracia», para el cual envió un cuestionario a numerosas instituciones académicas e investigadores, que incluía la pregunta acerca de cuáles eran los filósofos más importantes en ese momento, esto es, cuyo pensamiento fuese insoslayable para nuestra época. El listado en las respuestas fue diverso y las mismas provenían de países, pensadores y culturas muy diversas. Sin embargo, hubo un generalizado consenso en que los que debían encabezar la nómina eran —en ese orden de importancia— Platón, Aristóteles, Descartes, Kant y Hegel. Que siguen siendo «contemporáneos».
He omitido la mención de corrientes o posiciones menores, que si bien pueden ser objeto del entusiasmo de algunos centros docentes, no tienen en mi opinión la entidad suficiente como para poder admitir una crítica racional de todos sus elementos. Mi intención no es acumular información superficial, sino mostrar con algún detalle aquellas concepciones sobre la educación desarrolladas a lo largo del pasado siglo que por su importancia merecen ser analizadas en su estructura interna, y señalar algunas propuestas que, sin tener la jerarquía de las anteriores, han trascendido de tal manera que hacen necesaria su consideración. Así, por ejemplo, ocurre con la concepción de Brameld, que si bien fue elaborada a mediados del siglo pasado ante el temor, durante la llamada «guerra fría», de un holocausto nuclear, nos remite al actualísimo problema de los enfrentamientos culturales y las posibles maneras de superarlos a través de la educación.
Para esta edición he omitido el primer capítulo de la anterior, referido a la perspectiva epistemológica, porque me parece que se trata de conocimientos cuya presencia o ausencia no incide en la comprensión de las corrientes educativas analizadas. He incluido un capítulo sobre el pragmatismo y la concepción pedagógica de John Dewey, no solamente por la importancia del autor, sino porque en los últimos años se ha manifestado en muchos centros académicos un renovado interés en su obra, sobre la que se han escrito numerosos comentarios y tesis doctorales. Pero aunque esto no hubiese ocurrido, Dewey era el gran ausente en la edición anterior, sobre todo porque, en mi opinión, es un autor sobre el que se han difundido interpretaciones erróneas, seguramente por una lectura prejuiciosa