»Esto se ve no solo en los negocios generales de la república, sino también en los asuntos particulares y en todos los casos, porque los más sabios y los más hábiles de nuestros ciudadanos no pueden comunicar su sabiduría y su habilidad a los demás. Sin ir más lejos, Pericles ha hecho que sus dos hijos, que están presentes, aprendan todo lo que depende de maestros, pero en razón de su capacidad política, ni él los enseña, ni los envía a casa de ningún maestro, sino que los deja pastar libremente por todas las praderías, como animales consagrados a los dioses que vagan errantes sin pastor, para ver si por fortuna se ponen ellos por sí mismos en el camino de la virtud. Es cierto que el mismo Pericles, tutor de Clinias, hermano segundo de Alcibíades, aquí presente, temeroso de que este último, mucho más joven, fuese corrompido por su hermano, tomó el partido de separarlos, y llevó a Clinias a casa de Arifrón[9] para que este hombre sabio tuviese cuidado de educarle e instruirle. ¿Pero qué sucedió? Que apenas Clinias estuvo seis meses, cuando Arifrón, sin saber qué hacer de él, le restituyó a Pericles. Podría citar muchos otros, que siendo muy virtuosos y muy hábiles, jamás han podido hacer mejores, ni a sus hijos, ni a los hijos de otros, y cuando considero todos estos ejemplares, te confieso, Protágoras, que me confirmo más en mi opinión de que la virtud no puede ser enseñada; y así es que cuando te oigo hablar como tú lo haces, me conmuevo y comienzo a creer que dices verdad, persuadido como estoy de que tú tienes larga experiencia, que has aprendido mucho de los demás, y que has encontrado en ti mismo grandes recursos. Si nos puedes demostrar claramente que la virtud por su naturaleza puede ser enseñada, no nos ocultes tan rico tesoro, y haznos partícipes de él; te lo suplico encarecidamente.
—No te lo ocultaré —dijo— pero escoge; ¿quieres que te haga, como buen anciano que se dirige a jóvenes, esta demostración por medio de una fábula[10], o que haga un discurso razonado?
Al oír estas palabras, la mayor parte de los que estaban sentados exclamaron que él era el jefe y que se le dejase la elección.
—Supuesto eso —dijo—, creo que la fábula será más agradable.
»Hubo un tiempo en que los dioses existían solos, y no existía ningún ser mortal. Cuando el tiempo destinado a la creación de estos últimos se cumplió, los dioses los formaron en las entrañas de la tierra, mezclando la tierra, el fuego y los otros dos elementos que entran en la composición de los dos primeros. Pero antes de dejarlos salir a luz, mandaron los dioses a Prometeo[11] y a Epimeteo que los revistieran con todas las cualidades convenientes, distribuyéndolas entre ellos. Epimeteo suplicó a Prometeo que le permitiera hacer por sí solo esta distribución, «a condición», le dijo, «de que tú la examinarás cuando yo la hubiere hecho». Prometeo consintió en ello; y he aquí a Epimeteo en campaña. Distribuye a unos la fuerza sin la velocidad, y a otros la velocidad sin la fuerza; da armas naturales a estos y a aquellos se las rehúsa; pero les da otros medios de conservarse y defenderse. A los que da cuerpos pequeños les asigna las cuevas y los subterráneos para guarecerse, o les da alas para buscar su salvación en los aires; los que hace corpulentos en su misma magnitud tienen su defensa. Concluyó su distribución con la mayor igualdad que le fue posible, tomando bien las medidas, para que ninguna de estas especies pudiese ser destruida. Después de haberles dado todos los medios de defensa para libertar a los unos de la violencia de los otros, tuvo cuidado de guarecerlos de las injurias del aire y del rigor de las estaciones. Para esto los vistió de un vello espeso y una piel dura, capaz de defenderlos de los hielos del invierno y de los ardores del estío, y que les sirve de abrigo cuando tienen necesidad de dormir, y guarneció sus pies con un casco muy firme, o con una especie de callo espeso y una piel muy dura, desprovista de sangre. Hecho esto, les señaló a cada uno su alimento; a estos las hierbas; a aquellos los frutos de los árboles; a otros las raíces; y hubo especie a la que permitió alimentarse con la carne de los demás animales; pero a ésta la hizo poco fecunda, y concedió en cambio una gran fecundidad a las que debían alimentarla, a fin de que ella se conservase. Pero como Epimeteo no era muy prudente, no se fijó en que había distribuido todas las cualidades entre los animales privados de razón, y que aún le quedaba la tarea de proveer al hombre. No sabía qué partido tomar, cuando Prometeo llegó para ver la distribución que había hecho. Vio todos los animales perfectamente arreglados, pero encontró al hombre desnudo, sin armas, sin calzado, sin tener con qué cubrirse.
Estaba ya próximo el día destinado para aparecer el hombre sobre la tierra y mostrarse a la luz del sol, y Prometeo no sabía qué hacer, para dar al hombre los medios de conservarse. En fin, he aquí el expediente a que recurrió: robó a Hefesto y a Atenea[12] el secreto de las artes y el fuego, porque sin el fuego las ciencias no podían poseerse y serían inútiles, y de todo hizo un presente al hombre. He aquí de qué manera el hombre recibió la ciencia de conservar su vida; pero no recibió el conocimiento de la política, porque la política estaba en poder de Zeus, y Prometeo no tenía aún la libertad de entrar en el santuario del padre de los dioses,[i] cuya entrada estaba defendida por guardas terribles. Pero, como estaba diciendo, se deslizó furtivamente en el taller en que Hefesto y Atenea trabajaban, y habiendo robado a este dios su arte, que se ejerce por el fuego, y a aquella diosa el suyo, se los regaló al hombre, y por este medio se encontró en estado de proporcionarse todas las cosas necesarias para la vida. Se dice que Prometeo fue después castigado por este robo[13], que solo fue hecho para reparar la falta cometida por Epimeteo. Cuando se hizo al hombre partícipe de las cualidades divinas, fue el único de todos los animales, que a causa del parentesco que le unía con el ser divino, se convenció de que existen dioses, les levantó altares y les dedicó estatuas. En igual forma creó una lengua, articuló sonidos y dio nombres a todas las cosas, construyó casas, hizo trajes, calzado, camas y sacó sus alimentos de la tierra. Con todos estos auxilios los primeros hombres vivían dispersos, y no había aún ciudades. Se veían miserablemente devorados por las bestias, siendo en todas partes mucho más débiles que ellas. Las artes que poseían eran un medio suficiente para alimentarse, pero muy insuficiente para defenderse de los animales, porque no tenían aún ningún conocimiento de la política, de la que el arte de la guerra es una parte. Creyeron que era indispensable reunirse para su mutua conservación, construyendo ciudades. Pero apenas estuvieron reunidos, se causaron los unos a los otros muchos males, porque aún no tenían ninguna idea de la política. Así es que se vieron precisados a separarse otra vez, y he aquí expuestos de nuevo al furor de las bestias. Zeus, movido de compasión y temiendo también que la raza humana se viera exterminada, envió a Hermes con orden de dar a los hombres pudor y justicia, a fin de que construyesen sus ciudades y estrechasen los lazos de una común amistad. Hermes, recibida esta orden, preguntó a Zeus, cómo debía dar a los hombres el pudor y la justicia, y si los distribuiría como Epimeteo había distribuido las artes; porque he aquí cómo lo fueron estas: el arte de la medicina, por ejemplo, fue atribuido a un hombre solo, que lo ejerce por medio de una multitud de otros que no la conocen, y lo mismo sucede con todos los demás artistas.
»—¿Bastará, pues, que yo distribuya lo mismo el pudor y la justicia entre un pequeño número de personas, o las repartiré a todos indistintamente?
»—A todos, sin dudar, respondió Zeus; es preciso que todos sean partícipes, porque si se entregan a un pequeño número, como se ha hecho con las demás artes, jamás habrá, ni sociedades, ni poblaciones. Además, publicarás de mi parte