PROTARCO. —Habla como te plazca, Sócrates, sin temer extenderte, porque por nuestra parte no lo sentiremos.
SÓCRATES. —Muy bien. Comencemos, pues, interrogándonos de esta manera.
PROTARCO. —¿De qué manera?
SÓCRATES. —¿Diremos, Protarco, que un poder, desprovisto de razón, temerario y que obra al azar, gobierna todas las cosas que forman lo que llamamos universo?, ¿o, por el contrario, hay, como han dicho los que nos han precedido, una inteligencia, una sabiduría admirable, que preside el gobierno del mundo?
PROTARCO. —¡Qué diferencia entre estas dos opiniones, divino Sócrates! Me parece que no puede sostenerse lo primero sin incurrir en culpa. Pero decir que la inteligencia lo gobierna todo es un sentimiento digno del aspecto de este universo, del sol, de la luna, de los astros y de todas las revoluciones celestes. No podría yo hablar ni pensar de otra manera sobre este punto.
SÓCRATES. —¿Quieres que, uniéndonos a los que han sentado antes que nosotros esta doctrina, sostengamos su certeza, y que, en lugar de limitarnos a exponer sin peligro las opiniones de otro, corramos el mismo riesgo, y participemos del mismo desdén, cuando un hombre hábil pretenda que el desorden reina en el universo?
PROTARCO. —¿Por qué no he de quererlo?
SÓCRATES. —Pues adelante, y examina la reflexión que sigue.
PROTARCO. —No tienes más que hablar.
SÓCRATES. —Con relación a la naturaleza de los cuerpos de todos los animales, vemos que el fuego, el agua, el aire y la tierra, como dicen los marinos de la tempestad, entran en su composición.
PROTARCO. —Es cierto. Estamos, en efecto, como en medio de una tempestad por el conflicto en que nos pone esta disputa.
SÓCRATES. —Además fórmate la idea siguiente, con motivo de cada uno de los elementos de que nos componemos.
PROTARCO. —¿Qué idea?
SÓCRATES. —Que no tenemos más que una pequeña y despreciable parte de cada uno, que no es pura en manera alguna ni en ninguno, y que la fuerza que ella despliega en nosotros no responde de ningún modo a su naturaleza. Tomemos un elemento en particular, y lo que de él digamos, apliquémoslo a todos los demás. Por ejemplo, hay fuego en nosotros, y lo hay igualmente en el universo.
PROTARCO. —Sin duda.
SÓCRATES. —El fuego que tenemos nosotros, ¿no es pequeño en cantidad, débil y despreciable, mientras que el del universo es admirable por la cantidad, la belleza y por toda la fuerza natural del fuego?
PROTARCO. —Es muy cierto.
SÓCRATES. —Pero qué, ¿el fuego del universo es formado, alimentado y dominado por el que está en nosotros, o, por el contrario, mi fuego, el tuyo, el de todos los animales proceden del fuego del universo?[6]
PROTARCO. —Esa pregunta no tiene necesidad de respuesta.
SÓCRATES. —Muy bien. Creo que lo mismo dirás de esta tierra que habitamos, y de la que se componen todos los animales que respecto de la que existe en el universo, así como de todas las demás cosas sobre las que hace un momento te interrogaba. ¿Responderás lo mismo?
PROTARCO. —¿Pasaría yo por un hombre sensato si respondiera otra cosa?
SÓCRATES. —No, ciertamente. Pero atiende a lo que voy a decir. ¿No es a la reunión de todos los elementos de los que acabo de hablar a la que hemos dado el nombre de cuerpo?
PROTARCO. —Sí.
SÓCRATES. —Figúrate, pues, que lo mismo sucede con lo que llamamos universo, porque, componiéndose de iguales elementos, es también por la misma razón un cuerpo.
PROTARCO. —Dices muy bien.
SÓCRATES. —Te pregunto ahora si nuestro cuerpo es nutrido por el del universo, o si este saca del nuestro su nutrimento, y si ha recibido y recibe de él lo que entra, según hemos dicho, en la composición del cuerpo.
PROTARCO. —Y esa pregunta, Sócrates, no hay para qué responder.
SÓCRATES. —Pero esta pregunta reclama otra; ¿qué piensas de esto?
PROTARCO. —Proponla.
SÓCRATES. —¿No diremos que nuestro cuerpo tiene un alma?
PROTARCO. —Evidentemente lo diremos.
SÓCRATES. —¿De dónde la ha sacado, mi querido Protarco, si el mismo cuerpo del universo no está animado [no tuviera alma], y si no tiene las mismas cosas que el nuestro y otras más bellas aún?
PROTARCO. —Es claro, Sócrates, que no ha podido salir de otra parte.
SÓCRATES. —Porque no nos fijamos sin duda, Protarco, en que de estos cuatro géneros, el finito, el infinito, el compuesto de uno y otro, y la causa, este cuarto elemento que se encuentra en todas las cosas, que nos da un alma, que sostiene el cuerpo, que cuando está enfermo lo vuelve la salud, y hace en miles de objetos otras combinaciones y reformas, recibe el nombre de sabiduría absoluta y universal, siempre presente bajo la infinita variedad de sus formas; y que el género más bello y excelente se halla en la extensa región de los cielos, en donde se encuentra todo lo que está en nosotros, pero más en grande y con una belleza y una pureza sin igual.
PROTARCO. —No; eso sería de todo punto inconcebible.
SÓCRATES. —Por lo tanto, puesto que no se puede usar este lenguaje, será mejor decir, siguiendo los mismos principios, lo que hemos dicho muchas veces: que en este universo hay mucho de infinito y una cantidad suficiente de finito, a los que preside una causa, no despreciable, que arregla y ordena los años, las estaciones, los meses y que merece con razón el nombre de sabiduría y de inteligencia.
PROTARCO. —Con mucha razón, ciertamente.
SÓCRATES. —Pero no puede haber sabiduría e inteligencia allí donde no hay alma.
PROTARCO. —No, ciertamente.
SÓCRATES. —Asíes que no tendrás reparo en asegurar, que en la naturaleza de Zeus, en su cualidad de causa, hay un alma real, una inteligencia real, y en los otros otras bellas cualidades que cada uno gusta que se le atribuyan.
PROTARCO. —Sin duda.
SÓCRATES. —No creas, Protarco, que hayamos hecho este discurso en vano, porque, en primer lugar, tiene por objeto apoyar la opinión de aquellos que en otro tiempo sentaron el principio de que la inteligencia preside siempre a este universo.
PROTARCO. —Es cierto.
SÓCRATES. —En segundo lugar, suministra la respuesta a mi pregunta; a saber: que la inteligencia es de la misma familia que la causa, que es una de las cuatro especies que hemos reconocido. Ahora ya sabes cuál es nuestra respuesta.
PROTARCO. —Si, lo concibo muy bien; sin embargo, al pronto no me había apercibido de que tú respondieses.
SÓCRATES. —Algunas veces, Protarco, el estilo festivo es un desahogo en las indagaciones serias.
PROTARCO. —Dices bien.
SÓCRATES. —Así, mi querido amigo, hemos demostrado suficientemente, para lo sucesivo, de qué género es la inteligencia, y cuál es su virtud.
PROTARCO. —Así es.
SÓCRATES. —En cuanto al placer, hace largo tiempo que hemos visto también a qué género pertenece.
PROTARCO. —Sí.
SÓCRATES. —Acordémonos, respecto de una y de otra, que la inteligencia tiene afinidad con la causa; que es poco más o menos del mismo género; que el placer es infinito por sí mismo, y que es de un género que no tiene, ni tendrá