FEDRO. —Ciertamente le preguntarían si sabe además a qué enfermos es preciso aplicar estos remedios, en qué casos y en qué dosis.
SÓCRATES. —Él les respondería que de eso no sabe nada, pero que con seguridad el que reciba sus lecciones sabrá llenar todas estas condiciones.
FEDRO. —Creo que mis amigos dirían que nuestro hombre estaba loco, y que habiendo abierto por casualidad un libro de medicina u oído hablar de algunos remedios, se imagina con solo esto ser médico, aunque no entienda una palabra.
SÓCRATES. —Y si alguno, dirigiéndose a Sófocles o a Eurípides, les dijese: —Yo sé presentar, sobre el objeto más mezquino, los desarrollos más extensos, y tratar brevemente la más vasta materia, sé hacer discursos indistintamente patéticos, terribles o amenazadores; poseo además otros conocimientos semejantes, y me comprometo, enseñando este arte a alguno, a ponerlo en estado de componer una tragedia.
FEDRO. —Estos dos poetas, Sócrates, podrían con razón echarse a reír de este hombre, que se imaginaba hacer una tragedia de todas estas partes reunidas a la casualidad, sin acuerdo, sin proporciones y sin idea del conjunto.
SÓCRATES. —Pero se guardarían bien de burlarse de él groseramente. Si un músico encontrase a un hombre que cree saber perfectamente la armonía, porque sabe sacar de una cuerda el sonido más agudo o el sonido más grave, no le diría bruscamente: —Desgraciado, tú has perdido la cabeza. Sino que, como digno favorito de las musas, le diría con dulzura: —Querido mío, es preciso saber lo que tú sabes para conocer la armonía; sin embargo, se puede estar a tu altura sin entenderla; tú posees las nociones preliminares del arte, pero no el arte mismo.
FEDRO. —Eso sería hablar muy sensatamente.
SÓCRATES. —Lo mismo diría Sófocles a su hombre, que posee los elementos del arte trágico, pero no el arte mismo; y Acúmeno diría al suyo, que conocía las nociones preliminares de la medicina, pero no la medicina misma.
FEDRO. —Ciertamente.
SÓCRATES. —Pero ¿qué dirían Adrasto, el de la elocuencia dulce como la miel, o Pericles, si nos hubiesen oído hablar antes de los bellos preceptos del arte oratorio, del estilo conciso o figurado, y de todos los demás artificios que nos propusimos examinar con toda claridad? ¿Tendrían ellos, como tú y yo, la grosería de dirigir insultos de mal tono, a los que imaginaron estos preceptos, y los dan a sus discípulos por el arte oratorio, o, más sabios que nosotros, a nosotros sería a quienes dirigirían sus cargos con más razón? —¡Oh Fedro! ¡Oh Sócrates!, dirían, en vez de enfadaros, deberíais perdonar a los que, ignorando la dialéctica, no han podido, como resultado de su ignorancia, definir el arte de la palabra; ellos poseen nociones preliminares de la retórica y se figuran con esto saber la retórica misma; y cuando enseñan todos estos detalles a sus discípulos, creen enseñarles perfectamente el arte oratorio; pero, en cuanto al arte de ordenar todos estos medios, con la mira de producir el convencimiento y dar forma a todo el discurso, creyendo ser esto cosa demasiado fácil, dejan a sus discípulos el cuidado de gobernarse por sí mismos, cuando tengan que componer una arenga.
FEDRO. —Podrá suceder que tal sea el arte de la retórica que estos hombres tan célebres enseñan en sus lecciones y en sus tratados, y creo que en este punto tú tienes razón. Pero la verdadera retórica, el arte de persuadir, ¿cómo y dónde puede adquirirse?
SÓCRATES. —La perfección en las luchas de la palabra está sometida, a mi parecer, a las mismas condiciones que la perfección en las demás clases de lucha. Si la naturaleza te ha hecho orador, y si cultivas estas buenas disposiciones mediante la ciencia y el estudio, llegarás a ser notable algún día; pero si te falta alguna de estas condiciones, jamás tendrás sino una elocuencia imperfecta. En cuanto al arte, existe un método que debe seguirse; pero Tisias y Trasímaco no me parecen los mejores guías.
FEDRO. —¿Cuál es ese método?
SÓCRATES. —Pericles pudo haber sido el hombre más consumado en el arte oratorio.
FEDRO. —¿Cómo?
SÓCRATES. —Todas las grandes artes se inspiran en estas especulaciones ociosas e indiscretas que pretenden penetrar los secretos de la naturaleza;[33] sin ellas no puede elevarse el espíritu ni perfeccionarse en ninguna ciencia, cualquiera que sea.[34] Pericles desarrolló mediante estos estudios trascendentales su talento natural; tropezó, yo creo, con Anaxágoras, que se había entregado por entero a los mismos estudios y se nutrió cerca de él con estas especulaciones. Anaxágoras le enseñó la distinción de los seres dotados de razón y de los seres privados de inteligencia, materia que trató muy por extenso, y Pericles sacó de aquí para el arte oratorio todo lo que le podía ser útil.
FEDRO. —¿Qué quieres decir?
SÓCRATES. —Con la retórica sucede lo mismo que con la medicina.
FEDRO. —Explícate.
SÓCRATES. —Estas dos artes piden un análisis exacto de la naturaleza, uno de la naturaleza del cuerpo, otro de la naturaleza del alma; siempre que no tomes por única guía la rutina y la experiencia, y que reclames al arte sus luces, para dar al cuerpo salud y fuerza por medio de los remedios y el régimen, y dar al alma convicciones y virtudes por medio de sabios discursos y útiles enseñanzas.
FEDRO. —Es muy probable, Sócrates.
SÓCRATES. —¿Piensas que se pueda conocer suficientemente la naturaleza del alma, sin conocer la naturaleza universal?
FEDRO. —Si hemos de creer a Hipócrates, el descendiente de los hijos de Asclepio, no es posible, sin este estudio preparatorio, conocer la naturaleza del cuerpo.
SÓCRATES. —Muy bien, amigo mío; sin embargo, después de haber consultado a Hipócrates, es preciso consultar la razón, y ver si está de acuerdo con ella.
FEDRO. —Soy de tu dictamen.
SÓCRATES. —Examina, pues, lo que Hipócrates y la recta razón dicen sobre la naturaleza. ¿No es así como debemos proceder en las reflexiones que hagamos sobre la naturaleza de cada cosa? Lo primero que debemos examinar, es el objeto que nos proponemos y que queremos hacer conocer a los demás, si es simple o compuesto; después, si es simple, cuáles son sus propiedades, cómo y sobre qué cosas obra, y de qué manera puede ser afectado; si es compuesto, contaremos las partes que puedan distinguirse, y sobre cada una de ellas haremos el mismo examen que hubiésemos hecho sobre el objeto reducido a la unidad, para determinar así todos las propiedades activas y pasivas.
FEDRO. —Ese procedimiento es quizá el mejor.
SÓCRATES. —Todo el que siga otro se lanza por un camino desconocido. No es obra de un ciego, ni de un sordo, tratar un objeto cualquiera conforme a las reglas del método. El que, por ejemplo, siga en todos sus discursos un orden metódico, explicará exactamente la esencia del objeto a que se refieren todas sus palabras, y este objeto no es otro que el alma.
FEDRO. —Sin duda.
SÓCRATES. —¿No es, en efecto, por este rumbo por donde debe dirigir todos sus esfuerzos? ¿No es el alma el asiento de la convicción? ¿Qué te parece de esto?
FEDRO. —Convengo en ello.
SÓCRATES. —Es evidente, que Trasímaco o cualquier otro que quiera enseñar seriamente la retórica, describirá por lo pronto el alma con exactitud, y hará ver si es una sustancia simple e idéntica, o si es compuesta como el cuerpo. ¿No es esto explicar la naturaleza de una cosa?
FEDRO. —Sí.
SÓCRATES. —En seguida describirá sus facultades y las diversas maneras como puede ser afectada.
FEDRO. —Sin duda.
SÓCRATES. —En fin,