»¿Qué ocurre? No me miréis así, ya os he dicho muchas veces lo del ciervo. Uno no debe generar energías negativas cuando cocina su propia comida. Eso también es importante. Valeria, abre la nevera. ¿Veis cómo están repartidos los alimentos? Así es fácil recordar si se trata de alimentos yin o yang, y qué tipo de energía desprenden.
»Vosotras tenéis suerte, todo lo que hay aquí está cultivado de forma natural. Ningún pesticida envenena lo que coméis. La mayoría de la gente no puede decir eso. Coge las espinacas y las setas. Eso no son espinacas… Lo de arriba. ¿No os sentís afortunadas de tener acceso a cosas como estas? Es algo excepcional, creedme. ¿Queréis que haga algo dulce para desayunar mañana? Venga. Decidme. Valeria. Algo que os guste.
Valeria interroga a Miranda con la mirada. Su amígdala, envuelta en la telaraña que su instinto de supervivencia comenzó a tejer a los pocos días de que el Montañero se las llevara de Beratón, apenas emite un ligero brillo. Pese a todo, la cirugía del subconsciente es imposible, y al final de esas oscuras escaleras de caracol hay algo que respira, tenue pero ininterrumpidamente. Algo vivo bajo todos esos hilos que, temporalmente, contienen el caudal de la memoria. Algo muy abstracto, ni siquiera una imagen o un sabor. Solo un aroma leve a canela que queda suspendido durante unos segundos en el hipotálamo antes de desvanecerse definitivamente.
—En fin, no importa. Haré una tarta de fresa, ¿de acuerdo? —El Montañero se gira hacia la nevera—. Esperad, no quedan fresas. Podemos hacerla con frutos rojos. El sabor es parecido y su energía es similar. Hay energías que son implosivas, hacia dentro, y otras que son expansivas. Las de los frutos silvestres suelen ser expansivas, eso es bueno.
Valeria y Miranda asienten con la cabeza.
—Ya veréis qué maravilla. Hay algo muy purificador en el hecho de comer frutos rojos, ¿sabíais? Los primeros hombres se alimentaban de bayas y frutos silvestres. Es casi como volver a los orígenes.
Miranda acerca su mano derecha a la pequeña cajita de cartón que contiene las frambuesas y las moras, sobre las que aún se pasea algún diminuto insecto.
—¿Puedo comer una baya?
—Claro, sí. Coged un puñado cada una e id abajo.
Las hermanas se miran.
—¿No podemos quedarnos aquí?
—Es muy tarde.
—Por favor…
—Nada de eso. Venga. Id abajo. —El Montañero saca un molde metálico de la alacena y se lava las manos—. Bajad —dice, concentrado—. Luego iré yo.
Con la mirada ausente, los dedos recién untados en mantequilla, frota con afán el interior del molde.
viii
Hola, veréis, necesito que me prestéis atención un momento. Ahora, al calor de este fuego, ha llegado la hora de comentaros algo bastante duro. Es la hora de que cojáis mi mano (de forma metafórica, claro) y os adentréis conmigo en un terreno un tanto… cenagoso.
Cloe es una buena persona, ¿sabéis?, no le gusta montar escenas ni levantar la voz a no ser que se deba a un asunto político, como un escrache o una manifestación por las presas explotadas en la macrocárcel de Zuera. Es una chica dulce y formal. La clase de chica que os arroparía en un after si os quedaseis dormidos con la baba colgando y los mocos deslizándose en lenta cascada hasta vuestra barbilla. La amiga que siempre os coge el teléfono, que os presta el coche aunque sepa que conducís como un mono con retraso mental, que os hace la compra si andáis apurados, que os ayuda a limpiar la casa y os procura comida caliente tras una ruptura dramática. Esa clase de persona es Cloe. Y por eso, a la luz de este fuego, vamos a mirarla a los ojos y a perdonarla. Aunque ahora esté irreconocible. Aunque ahora pueda darnos un poco de miedo.
No podemos juzgar a las personas por un único acto irresponsable y apasionado.
Por eso os pido que, alzando vuestras voces por encima del crepitar de este fuego, gritéis todas conmigo:
¡TE PERDONAMOS, CLOE!
Hacedlo, perdonadla de corazón, y que este fuego1 sea testigo.
ix
Una vez en su apartamento (situado en el barrio con mayor tradición obrera de la Ciudad y dotado de tres barberías, seis talleres de bicicletas, dos tiendas de ropa vintage y cuatro cafeterías, llamadas Viva la Vida, Viva Brunch, Brunch Life y Vida de Brunch), la Conferenciante se desplaza procurando hacer el máximo ruido posible. Lanza el bolso, previamente abierto, sobre la cómoda del recibidor, de forma que todo su contenido se desparrame sobre el parqué en animada cacofonía, y entra en el dormitorio abriendo la puerta con innecesaria violencia.
Su marido ya está acostado, aunque solo son las nueve y media. La Conferenciante se tumba a su lado, se inclina sobre su rostro y finge un estornudo, pasa el brazo izquierdo por encima de su hombro elevado y le da un beso en la nuca. Él no reacciona. La Conferenciante le acaricia el pelo y le dice que lo quiere y que ojalá estuvieran de vacaciones como aquel verano hace quince años, cuando eran dos veinteañeros que fumaban marihuana y discutían entusiasmados sobre Lacan y Derrida y recorrían Francia haciendo autostop, durmiendo en centros sociales ocupados y alimentándose de las sobras de las mesas de las terrazas aún sin despejar. Su marido sigue sin reaccionar, pero la Conferenciante continúa hablando de aquel viaje hasta que la soledad de su monólogo se hace demasiado evidente, demasiado sólida, como una gran losa que descendiera desde el techo y poco a poco convirtiera el dormitorio en un zulo. Su voz adquiere un tono quejumbroso mientras ella hunde la cara en el pelo de su marido, que huele a una mezcla de suavizante y humo de cigarrillos Marlboro.
Catorce minutos después, se incorpora con los ojos vidriosos. Tras encerrarse en el baño contiguo, abre el grifo del lavabo, se sienta en el suelo, flexiona las rodillas, se quita la ropa interior y se masturba mordiéndose el labio inferior para no emitir ningún gemido.
Después de correrse de forma poco apasionada, se tumba sobre los fríos azulejos del suelo y enciende un pitillo, los párpados apretados y las mejillas convertidas en un tobogán de lágrimas.
x
Guiado en sus excursiones infantiles por las dos gemelas pelirrojas que lo superan en cuatro años, Miguel aprende a alimentar a los vencejos caídos prematuramente del nido. Es una operación delicada, a base de mucha paciencia y pienso para ganado mezclado con agua. Aprende también a reconocer todas las constelaciones de estrellas, que se dibujan con precisión en un firmamento sin mácula de contaminación lumínica. Su madre le enseña a cocinar la golosa mantequilla local y lo introduce en las labores de calceta. Para satisfacción de las mujeres de Beratón, Miguel llega a desarrollar un estilo francamente personal basado en motivos geométricos de colores muy vivos que, según una de las ancianas más entendidas, recuerda a la obra textil de Miriam Schapiro y otras creadoras de los setenta.
Cuando comienzan las pesadillas, su madre las interpreta como el augurio de algún malestar físico. Tal vez una gripe. Una de esas fiebres que hacen crecer cinco centímetros de golpe a los niños, circunstancia que no le caería nada mal al pequeño Miguel. De alguna forma anómala y caprichosa, como son las formas en Beratón, las suyas son unas pesadillas muy bien educadas, que tienen la cortesía de avisar de su advenimiento. Antes de caer profundamente dormido, y siempre que la pesadilla va a apoderarse de su descanso, el niño ve brillar intermitentemente una pequeña luna, de un dorado casi fluorescente, en la esquina inferior derecha de su campo de visión.