—Informar a Holmes inmediatamente. Le proporcionará el indicio que ha estado buscando. Y o mucho me equivoco o eso hará que se presente aquí.
Regresé inmediatamente a mi habitación y redacté para Holmes el informe sobre nuestra conversación matutina. Era evidente que mi amigo había estado muy ocupado últimamente, porque las notas que me llegaban de Baker Street eran pocas y breves, sin comentarios sobre la información que le había suministrado y casi sin referencia alguna a mi misión. No había duda de que el caso del chantaje absorbía todas sus facultades. Y, sin embargo, este nuevo factor debería con toda seguridad llamar su atención y renovar su interés. Ojalá estuviese aquí.
17 de octubre. - Ha llovido a cántaros todo el día, y las gotas resuenan sobre la hiedra y caen desde los aleros. Me he acordado del fugitivo en el frío páramo desolado, sin sitio donde guarecerse. ¡Pobrecillo! Sean cuales fueran sus delitos, está sufriendo para expiarlos. Y luego me acordé del otro: del rostro en el cabriolé, de la figura recortada contra la luna. ¿También el que vigilaba sin ser visto, el hombre de la oscuridad, se hallaba a la intemperie bajo aquel diluvio? A la caída de la tarde me puse el impermeable y paseé hasta muy lejos por el páramo empapado de agua, lleno de imágenes oscuras, con la lluvia golpeándome el rostro y el viento silbándome en los oídos. Que Dios tenga de su mano a quienes se acerquen a la gran ciénaga en tales momentos, porque incluso las tierras altas, firmes de ordinario, se están convirtiendo en un pantano. Encontré el Risco Negro sobre el que había visto al vigía solitario y desde su cima dentada contemplé las melancólicas lomas. Ráfagas de lluvia iban a la deriva sobre sus superficies rojizas y las densas nubes de color pizarra colgaban muy bajas sobre el paisaje, cayendo en jirones grises por las laderas de las fantásticas colinas. En la lejana concavidad hacia la izquierda, escondidas a medias por la niebla, se alzaban por encima de los árboles las dos delgadas torres de la mansión de los Baskerville. Eran los únicos signos visibles de vida humana, si se exceptúan los refugios prehistóricos que tanto abundan en las faldas de las colinas. En ningún sitio había rastro alguno del extraño vigía del páramo.
Mientras regresaba a la mansión me alcanzó el doctor Mortimer que conducía su coche de dos ruedas por un tosco sendero, de regreso de la remota granja de Foulmire. Ha estado siempre pendiente de nosotros y apenas ha pasado un día sin presentarse por la mansión para ver cómo nos va. Me insistió para que subiera al coche y le acompañara hasta la casa. Lo encontré muy preocupado por la desaparición de su pequeño spaniel, que se había adentrado por el páramo y no había vuelto. Lo consolé como pude, pero al acordarme del poni sepultado en la ciénaga de Grimpen, temí que no volviera a ver a su perrito.
—Por cierto, Mortimer —le dije mientras avanzábamos a saltos por aquel camino tan desigual—, supongo que serán muy pocas las personas de la zona que usted no conozca.
—Prácticamente ninguna, creo yo.
—¿Puede usted, en ese caso, decirme el nombre de alguna mujer cuyas iniciales sean L. L.?
El doctor Mortimer estuvo pensando unos minutos.
—No —dijo—. Hay algunos gitanos y jornaleros de los que no puedo responder, pero entre los granjeros o la burguesía y pequeña nobleza no hay nadie con iniciales como ésas. Espere un momento —añadió, después de una pausa—. Está Laura Lyons, sus iniciales son L. L., aunque vive en Coombe Tracey.
—¿Quién es? —pregunté.
—Es la hija de Frankland.
—¿Cómo? ¿Frankland el viejo chiflado?
—Exactamente. Se casó con un artista llamado Lyons que vino a hacer unos bocetos en el páramo. Resultó ser un sinvergüenza y la abandonó. Aunque quizá la culpa, por lo que he oído, no fuera toda del pintor. Su padre se negó a tener nada que ver con ella porque se había casado sin su consentimiento y quizá también por una o dos razones más. De manera que entre los dos pecadores, el viejo y el joven, la pobre chica lo ha pasado bastante mal.
—¿Cómo vive?
—Imagino que su padre le pasa una asignación, pero debe de ser una miseria, porque la situación económica de Frankland deja mucho que desear. Por mal que se hubiera portado, no se podía consentir que se hundiera definitivamente. Su historia llegó a saberse y varias personas de los alrededores colaboraron para permitirle que se ganara la vida honradamente. Stapleton fue uno de ellos y Sir Charles otro. También yo contribuí modestamente. Se trataba de que pusiera en marcha un servicio de mecanografía.
Mortimer quiso saber el motivo de mis investigaciones, pero logré satisfacer su curiosidad sin decirle demasiado, porque no hay razón para confiar en nadie. Mañana por la mañana me pondré en camino hacia Coombe Tracey y si puedo ver a la señora Laura Lyons, de dudosa reputación, se habrá dado un gran paso para aclarar uno de los incidentes de esta cadena de misterios. Sin duda estoy adquiriendo la prudencia de la serpiente, porque cuando Mortimer insistió en sus preguntas hasta extremos inconvenientes, me interesé como por casualidad por el tipo de cráneo de Frankland, de manera que sólo oí hablar de craneología durante el resto del trayecto. De algo ha de servirme haber vivido durante años con Sherlock Holmes.
Sólo tengo un último incidente que anotar en este melancólico día de tormenta. Se trata de mi conversación con Barrymore de hace unos instantes: el mayordomo me ha proporcionado un triunfo más que podré utilizar en su momento.
Mortimer se ha quedado a cenar y el baronet y él han jugado después al écarté. El mayordomo me ha llevado el café a la librería y he aprovechado la oportunidad para hacerle unas preguntas.
—Bien —dije—, ¿se ha marchado ya ese inapreciable pariente suyo o sigue todavía escondido en el páramo?
—No lo sé, señor. Le pido a Dios que se haya ido, porque a nosotros no nos ha causado más que problemas. No he sabido nada de él desde que le dejé comida la última vez, y de eso hace ya tres días.
—¿Usted lo vio?
—No, señor; pero la comida había desaparecido cuando volví a pasar por allí.
—Entonces, ¿es seguro que sigue en el páramo?
—Parece lo lógico, señor, a no ser que se la haya llevado el otro.
No terminé de llevarme la taza a la boca y miré fijamente a Barrymore.
—Entonces, ¿usted sabe que hay otro hombre?
—Sí, señor; hay otro hombre en el páramo.
—¿Lo ha visto?
—No, señor.
—¿Cómo sabe de su existencia?
—Selden me habló de él hace una semana o poco más. También se esconde, pero no es un preso, por lo que he podido deducir. No me gusta nada, doctor Watson; le digo con toda sinceridad que no me gusta nada —hablaba con repentina vehemencia.
—Ahora escúcheme usted, Barrymore. Yo no tengo otro interés en este asunto que el de su señor. Estoy aquí para ayudarlo. Dígame, con toda franqueza, qué es lo que no le gusta.
Barrymore vaciló un momento, como si lamentara su arranque o le resultara difícil expresar con palabras sus sentimientos.
—Son todas estas cosas que están pasando —exclamó por fin, agitando la mano en dirección a la ventana que daba al páramo, golpeada por la lluvia—. Se está jugando sucio en algún sitio y se está tramando alguna maldad muy negra, ¡eso lo puedo jurar! ¡Me alegraría mucho de que Sir Henry volviera a Londres!
—Pero, ¿qué es lo que le inquieta?
—¡Fíjese en la muerte de Sir Charles! Aquello ya fue terrible, a pesar de todo lo que dijera el coroner. Fíjese en los ruidos que se oyen en el páramo por la noche.