Agra es una gran ciudad, en la que pululan toda clase de fanáticos y furiosos adoradores del demonio. Entre las calles, estrechas y tortuosas, hubiera estado perdido un puñado de hombres. En vista de ello, nuestro jefe nos hizo cruzar el río y estableció su posición en el viejo fuerte de Agra. Es un sitio por demás extraño, el más extraño de cuantos yo conozco, a pesar de que he estado en rincones por demás extraordinarios. Yo no sé, caballeros, si habrán leído u oído hablar de aquel viejo fuerte. En primer lugar; se distingue por su enorme tamaño. Yo diría que el recinto abarca varios acres. Tiene una parte moderna, con la que con gran holgura cupo toda nuestra guarnición, las mujeres, los niños, los almacenes y todo lo demás. Pero la parte moderna no tiene ni punto de comparación con la parte vieja, que nadie visita y que está abandonada a los escorpiones y ciempiés. Está llena por todas partes de grandes salones desiertos, tortuosos pasillos y largos corredores que se entrecruzan, de modo que es fácil que cualquiera pudiera perderse. Por esta razón, era muy raro que nadie se metiese por aquella parte, aunque, de cuando en cuando, algún grupo, provisto de antorchas, se lanzaba a explorar.
El río baña la parte frontera del viejo fuerte y de este modo lo protege; pero a los costados y en la parte trasera hay muchas puertas, y, como es natural, tenían que ser vigiladas, lo mismo con la parte vieja que con el sector que las tropas ocupaban verdaderamente. Estábamos escasos de personal. Teníamos apenas gente suficiente para proteger las esquinas del edificio y manejar las armas. Por consiguiente, nos era imposible estacionar una fuerte guardia en cada una de las innumerables salidas. Lo que hicimos fue organizar un cuerpo de guardia central en medio del fuerte y encargar de cada puerta a un blanco y a dos o tres nativos. Me eligieron a mí para que, durante algunas horas de la noche, estuviese al cuidado de una puerta, pequeña y aislada, en la parte sudoeste del edificio. Colocaron bajo mi mando a dos soldados sikhs, y recibí orden de que, si ocurría alguna novedad, disparase mi mosquete, seguro de que acudirían en el acto desde el cuerpo de guardia central para ayudarme. Sin embargo, como éste se encontraba a unos buenos doscientos pasos de distancia y como el espacio intermedio se hallaba cortado por un laberinto de pasillos y corredores, yo abrigaba grandes dudas de que pudieran llegar a tiempo en caso de un verdadero ataque.
La verdad sea dicha, yo estaba muy orgulloso de que me hubiesen dado ese pequeño mando, siendo como era un recluta sin experiencia, y, además, privado de una de las piernas. Monté la guardia durante dos noches con mis punjabis. Eran hombres altos y de presencia feroz y se llamaban Mahomet Singh y Abdullah Khan, ambos veteranos guerreros que habían luchado armas en mano contra nosotros en Chilian Wallah. Sabían hablar el inglés bastante bien, pero eran realmente muy parcos en palabras. Preferían permanecer juntos y parlotear durante toda la noche en su extraño dialecto sikh. Por mi parte, yo solía situarme del lado exterior de la puerta, mirando desde allí el ancho y serpenteante río, y las parpadeantes luces de la gran ciudad. El redoble del tambor y el golpeteo de los tam-tams, con los gritos y aullidos de los rebeldes, borrachos de opio y de pólvora, bastaban para hacernos recordar durante toda la noche a los peligrosos vecinos que teníamos en la otra orilla del río. El oficial de noche solía recorrer cada dos horas los puestos, a fin de asegurarse de que todo estaba en orden.
La noche tercera de mi guardia se presentó lóbrega y oscura, con una fina llovizna. Permanecer a la puerta de la muralla con semejante tiempo, hora tras hora, resultaba tarea triste. Una y otra vez intenté, aunque sin mucho éxito, entablar conversación con los sikhs. A las dos de la madrugada pasó la ronda, y rompió, por un instante, la monotonía de la noche. En vista de que no había modo de conseguir que mis compañeros tomasen parte en una conversación, saqué mi pipa y dejé en el suelo mi mosquete para encender una cerilla. En un segundo, los dos sikhs se abalanzaron sobre mí. Uno de ellos levantó en alto mi fusil de chispa y me apuntó con él a la cabeza, en tanto que el otro me arrimaba a la garganta la punta de un gran cuchillo y juraba entre dientes que me lo clavaría si me movía un paso.
Mi primer pensamiento fue que aquellos individuos se hallaban aliados con los rebeldes y que eso constituía el comienzo de un asalto. Si nuestra puerta caía en manos de los cipayos, por fuerza tenía que caer el fuerte, y las mujeres y los niños recibirían el mismo trato que en Cawnpore. Quizás ustedes, caballeros, se imaginen que yo estoy intentando presentar las cosas de modo que me favorezcan, pero les doy mi palabra de que cuando pensé en aquello, a pesar de que sentía en mi garganta la punta del cuchillo, abrí la boca con el propósito de dar un grito, aunque fuese el último de mi vida, con objeto de dar la alarma a la guardia principal. El hombre que me tenía sujeto pareció leer en mis pensamientos, porque en el instante mismo en que yo tomaba fuerzas para gritar, me cuchicheó:
—No haga ningún ruido. El fuerte está a salvo. A este lado del río no hay perros rebeldes.
En su voz había un acento de verdad, y comprendí que si alzaba mi voz era yo hombre muerto. Lo pude leer en sus ojos oscuros. Esperé, pues, en silencio para enterarme de lo que de mí querían. El más alto y de aspecto más salvaje de los dos, el que respondía al nombre de Abdullah Khan, dijo:
—Escuche, sahib: es preciso que se ponga de nuestro lado o tendremos que hacerle callar para siempre. El asunto es demasiado importante para que vacilemos. O bien se pone con el alma y el corazón del lado nuestro, jurándolo sobre la cruz de los cristianos, o esta noche su cadáver será arrojado al foso y nosotros nos pasaremos a nuestros hermanos del ejército rebelde. No puede haber término medio. ¿Qué quiere, pues, que sea; la muerte o la vida? Sólo podemos darle tres minutos para que se decida, porque el tiempo pasa y es preciso hacerlo todo antes que vuelva a pasar la ronda.
—¿Cómo puedo yo decidir? —les dije—. No me han dicho lo que quieren de mí. Pero desde ahora les digo que si se trata de algo que vaya contra la seguridad del fuerte, no quiero saber nada: de modo, pues, que pueden clavarme el cuchillo y bienvenido sea.
—No se trata de nada contra el fuerte —me respondió—. Sólo le pedimos que haga usted lo que sus compatriotas vienen a hacer en este país. Le pedimos que consienta en ser rico. Si esta noche es usted uno de nosotros, le juramos sobre este cuchillo desenvainado y por medio del triple juramento, al que ningún sikh se sabe que haya faltado jamás, que tendrá usted su parte justa del botín. Una cuarta parte del tesoro será suya. Creemos que no se puede ser más justo.
—Pero ¿qué tesoro es ése? —le pregunté—. Yo deseo, tanto como ustedes, hacerme rico, a condición de que expliquen cómo puedo conseguirlo.
—¿Jurará usted —me dijo él— por los huesos de su padre, por el honor de su madre y por la cruz de su religión que no levantará su mano ni hablará una sola palabra en contra nuestra, ahora ni nunca?
—Lo juraré con tal que con ello no pongamos en peligro el fuerte —les contesté.
—Pues entonces mi camarada y yo juraremos que usted tendrá una cuarta parte del tesoro, el cual será dividido por partes iguales entre nosotros cuatro.
—No somos más de tres —dije.
—No; Dost Akbar debe tener su parte. Mientras lo esperamos, podemos contarle a usted la historia. Mahomet Singh, quédate en la puerta de la muralla y danos aviso cuando llegue. Mire, sahib: lo que ocurre en esto, y se lo digo porque me consta que un juramento resulta obligatorio para un feringhee (europeo) y que podemos confiar en usted. Si se tratase de un indio embustero, aunque nos lo jurase por todos los falsos dioses de sus templos, su sangre habría corrido por mi cuchillo y su cadáver habría sido arrojado a las aguas. Pero los sikhs conocen a los ingleses, y los ingleses conocen a los sikhs. Escuche, pues, lo que tengo que decirle:
Hay en las provincias del norte un rajá riquísimo, aunque sus dominios sean pequeños. Heredó mucho de su padre, y aún es más lo que él ha reunido por sí mismo, porque es hombre ruin y amontona su oro en lugar de gastarlo. Cuando estalló la revuelta, él quiso ser amigo al mismo tiempo del león y del tigre: del cipayo y del gobierno de la Compañía