—Holmes, quizá sea yo muy obtuso; pero no veo qué es lo que ese hecho le sugiere.
—¿Que no? Me sorprende usted. Considérelo, pues, de esta manera. El capitán Morstan desaparece. La única persona de Londres a la que podía haber visitado es el mayor Sholto. El mayor Sholto niega saber que aquél se encontrase en Londres. Cuatro años más tarde Sholto muere. Antes que transcurriese una semana de su muerte, la hija del capitán Morstan recibe un valioso regalo, que se repite año tras año, y que culmina ahora en una carta que la describe como perjudicada. ¿A qué otro perjuicio puede referirse sino al hecho de haberse visto? ¿Y por qué razón empiezan los obsequios inmediatamente después del fallecimiento de Sholto, sino porque ese heredero del mayor sabe algo del misterio y desea ofrecer una compensación? ¿Tiene usted, acaso, otra hipótesis alternativa que encaje con los hechos? ¡Qué extraña compensación! ¡Y qué manera más extraña de hacerla! ¿Y por qué, además, escribe una carta ahora y no hace seis años? Agregue a esto que la carta habla de hacer justicia a la joven. ¿Qué justicia es posible hacerle? Sería demasiado el suponer que su padre vive todavía. No hay, en el caso de la joven, otra injusticia que nosotros sepamos.
Hay ciertas dificultades; indiscutiblemente que las hay —dijo Sherlock Holmes, pensativo—; pero nuestra expedición de esta noche las resolverá todas. Vaya; ahí llega un coche de cuatro ruedas, y la señorita Morstan dentro del coche. ¿Está usted listo? Pues entonces lo mejor que podemos hacer es bajar, porque ya pasa un poco de la hora indicada.
Eché mano a mi sombrero y al más sólido de mis bastones, pero me fijé en que Holmes cogía su revólver del cajón y lo deslizaba en un bolsillo. Con toda evidencia, pensaba que el trabajo de aquella noche podía ser serio.
La señorita Morstan venía embozada en un manto oscuro, y su expresiva cara estaba serena pero pálida. Habría sido más que mujer si no hubiese experimentado cierto desasosiego ante la empresa sorprendente en que íbamos a embarcarnos; pero su dominio de sí misma era perfecto, y contestó con facilidad a las pocas preguntas adicionales que Sherlock Holmes le hizo.
—El mayor Sholto era un gran amigo de papá —dijo—. Las cartas de éste venían llenas de alusiones al mayor. Ambos estaban al mando de las fuerzas que había en las islas Andamán; de modo, pues, que estaban siempre juntos. A propósito: en la mesa de papá encontramos un documento curioso que nadie pudo entender. No creo que tenga importancia alguna, pero pensé que quizás usted querría verlo, y lo traje. Aquí lo tiene usted.
Holmes desdobló con cuidado el documento y lo alisó encima de sus rodillas. Luego procedió a examinarlo metódicamente, de cabo a rabo, con su lupa.
—El papel es de fabricación manual de la India —comentó—. Además, estuvo en alguna ocasión clavado en un tablero. El diagrama que se ve en él parece el plano de parte de una gran construcción con numerosas salas, corredores y pasillos. En un punto del diagrama hay una crucecita hecha con tinta roja, y encima de ella, escrito en lápiz, casi borrado, “3,37 desde la izquierda”. En el ángulo de la izquierda se ve un extraño jeroglífico de cuatro cruces alineadas y los brazos de la misma tocándose. Junto al mismo hay escrito, en caracteres muy burdos y ordinarios, “El Signo de los Cuatro: Jonathan Small, Mahomet Singh, Abdullah Khan, Dost Akbar”. Reconozco que no veo qué relación pueda tener esto con el asunto. Sin embargo, no cabe duda de que se trata de un documento importante. Ha sido guardado cuidadosamente en una agenda de notas; veo que está tan limpio de un lado como de otro.
—Lo encontramos en la agenda de notas de mi padre.
—Pues entonces, señorita Morstan, guárdelo con cuidado, porque quizá nos resulte útil. Empiezo a sospechar que es posible que este asunto nos resulte mucho más profundo y sutil que lo que al principio imaginé. Es preciso que vuelva a reconsiderar mis ideas.
Se recostó en el coche, y pude ver, juzgando por su frente arrugada y la expresión de ausencia de sus ojos, que Holmes meditaba intensamente. La señorita Morstan y yo conversamos en voz baja acerca de nuestra expedición y su posible desenlace, pero nuestro acompañante mantuvo su impenetrable reserva hasta el final de viaje.
Era un anochecer del mes de septiembre; no habían dado todavía las siete, pero el día había estado encapotado y una bruma densa y húmeda se extendía a poca altura sobre la gran ciudad. Nubes de color barroso flotaban tristemente sobre las enfangadas calles. A lo largo del Strand las lámparas del alumbrado no eran sino manchones nebulosos de luz difusa, que proyectaban un débil brillo circular sobre las pegajosas aceras. El brillo amarillento de los escaparates se alargaban por la atmósfera envuelta en un vaho vaporoso y difundía por la concurrida calle una luminosidad triste y de variada intensidad. Tuve la sensación de que había algo terrible y fantasmal en el cortejo sin fin de caras que pasaban flotando al través de aquellas estrechas franjas de luz; rostros tristes y alegres, desgraciados y felices. Al igual de lo que le ocurre a todo el género humano, pasaban de las tinieblas a la luz y volvían otra vez a las tinieblas.
Yo no me dejo impresionar fácilmente; pero aquel anochecer, melancólico y pesado, se combinaba con el extraordinario asunto en que nos habíamos lanzado, alterando mis nervios y haciéndome sentir deprimido. Por las maneras de la señorita Morstan me di cuenta de que ella era víctima de idéntico sentimiento. Holmes era el único capaz de sobreponerse a estas insignificantes influencias. Tenía abierta sobre las rodillas su agenda de notas, y de cuando en cuando trazaba cifras y notas en el mismo a la luz de su linterna de bolsillo.
Junto al teatro Lyceum, la multitud se apretujaba ya ante las puertas laterales. Frente a las de la fachada resonaba el estrépito de una corriente continua de coches de dos y de cuatro ruedas, de los que se apeaban caballeros de blanca pechera y señoras ataviadas de chales y adornos de brillantes. Sin darnos casi tiempo a llegar a la tercera columna, que era el sitio de nuestra cita, se nos acercó un hombre pequeño, moreno y enérgico, con traje de cochero.
—¿Son ustedes las personas que vienen con la señorita Morstan? —preguntó.
—Yo soy la señorita Morstan, y estos dos caballeros son amigos míos —dijo la joven.
El hombre nos miró de soslayo con ojos extraordinariamente penetrantes e interrogadores.
—Usted me perdonará, señorita —dijo con tono algo terco—, pero tengo órdenes de pedirle que me dé su palabra de honor de que ninguno de sus acompañantes es agente de la policía.
—En cuanto a eso, le doy mi palabra —contestó ella.
El hombre dio entonces un agudo silbido; al oírlo, un pilluelo condujo hasta donde estábamos un coche de cuatro ruedas y abrió la portezuela. El hombre que nos había hablado subió al pescante, mientras nosotros ocupábamos nuestros sitios en el interior. Apenas nos habíamos sentado, cuando el cochero fustigó a su caballo y nos lanzamos a todo galope por las calles brumosas.
La situación era extraña. Nos dirigíamos hacia un lugar desconocido, para llevar a cabo una misión desconocida. Sin embargo, o bien la invitación era una trampa, hipótesis que resultaba inconcebible, o, de lo contrario, teníamos buenas razones para pensar que de aquella excursión pudieran estar pendientes importantes consecuencias. La manera de conducirse la señorita Morstan era tan resuelta y serena como siempre. Yo intenté alegrarla y divertirla con recuerdos de mis aventuras en el Afganistán; pero, si he de decir la verdad, yo mismo me encontraba tan excitado por nuestra situación, y sentía tal curiosidad por saber cuál sería nuestro destino, que mis anécdotas resultaban un poco embarrulladas. Hoy mismo ella suele contar que yo le relaté una anécdota conmovedora en la que se hacía referencia a un mosquete que asomó al interior de mi tienda a altas horas de la noche, y al que yo le disparé con un cachorro de tigre de dos cañones. Al principio tenía cierta idea de la dirección que llevaba el coche, pero muy pronto, entre la rapidez con que marchábamos, la niebla y mis conocimientos limitados de Londres, me desorienté, y ya nada supe, salvo que parecía que nuestro viaje resultaba muy largo. Sherlock Holmes, sin embargo, no se equivocaba nunca e iba mascullando los nombres de las calles, conforme el coche cruzaba traqueteante por plazas y entraba y salía de tortuosos callejones.
—Rochester