—En caso de que fueran demasiados para nosotros..., no dejaríamos este mundo sin que antes nos hicieran cortejo dos o tres de ellos —dijo, con una sonrisa siniestra.
Apagadas ya todas las luces del interior de la casa, Ferrier contempló desde la ventana, sumida en sombra, los campos que habían sido suyos, y de los que ahora iba a partirse para siempre. Era éste, sin embargo, un sacrificio al que ya tenía preparado su espíritu, y la consideración del honor y felicidad de su hija compensaba con creces el sentimiento de la fortuna perdida. Reinaba tal paz en las vastas mieses y en torno a los susurrantes árboles, que nadie hubiese acertado a sospechar el negro revoloteo de la muerte. Sin embargo, la palidez de rostro y rígida expresión del joven cazador indicaban a las claras que en su trayecto hasta la casa no habían sido pocos los signos fatales por él advertidos.
John Ferrier llevaba consigo el talego con el oro y los billetes; Jefferson Hope, las escasas provisiones y el agua, mientras Lucy, en un pequeño atadijo, había hecho acopio de algunas de sus prendas más queridas. Tras abrir la ventana con todo el cuidado que las circunstancias exigían, aguardaron a que una nube ocultara la faz de la luna, aprovechando ese instante para descolgarse, uno a uno, al diminuto jardín. Con el aliento retenido y rasantes al suelo, ganaron al poco el seto limítrofe, de cuyo abrigo no se separó la comitiva hasta llegar a un vano abierto a los campos cultivados. Apenas lo habían alcanzado, cuando el joven retuvo a sus acompañantes empujándoles de nuevo hacia la sombra, en la que permanecieron temblorosos y en silencio.
Por ventura, la vida en las praderas había dotado a Jefferson Hope de un oído de lince. Un segundo después de su repliegue rasgó el aire el melancólico y casi inmediato aullido de un búho, contestado al punto por otro idéntico, pocos pasos más allá. En ese instante emergió del vano la silueta fantasmal de un hombre; repitió éste la lastimera señal, y a su conjunto salió de la sombra una segunda figura humana.
—Mañana a medianoche —dijo el primero, quien parecía ser, de los dos, el investido de mayor autoridad—. Cuando el chotacabras grite tres veces.
—Bien —repuso el segundo—. ¿He de pasar el mensaje al Hermano Drebber?
—Que él lo reciba y tras él los siguientes. ¡Nueve a siete!
—¡Siete a cinco! —repitió su compañero—. Y ambas siluetas partieron rápidas en distintas direcciones. Las palabras finales recataban evidentemente una seña y su correspondiente contraseña. Apenas desvanecidos en la distancia los pasos de los conspiradores, Jefferson Hope se puso en pie y, después de aprestar a sus compañeros a través del vano, inició una rápida marcha por mitad de las mieses, sosteniendo y casi llevando en vilo a la joven cada vez que ésta sentía flaquear sus fuerzas.
—¡Deprisa, deprisa! —jadeaba de cuando en cuando—. Estamos cruzando la línea de centinelas. Todo depende de la velocidad a que avancemos. ¡Deprisa, digo!
Ya en la carretera, cubrieron terreno con mayor presteza. Sólo una vez se cruzaron con otro caminante, mas tuvieron ocasión de deslizarse a un campo vecino y pasar así inadvertidos. Antes de alcanzar la ciudad, el cazador enfiló un sendero lateral y accidentado que conducía a las montañas. El desigual perfil de los picos rocosos se insinuó de pronto en la noche: el angosto desfiladero que entre ellos se abría no era otro que el Barranco de las Águilas, donde permanecían a la espera los caballos. Guiado de un instinto infalible, Jefferson Hope siguió su rumbo a través de las peñas y a lo largo del lecho seco de un río, hasta dar con una retirada quiebra, oculta por rocas. Allí estaban amarrados los fieles cuadrúpedos. La muchacha fue instalada sobre la mula, y el viejo Ferrier montó, con el talego, en uno de los caballos, mientras Jefferson Hope guiaba al restante por el difícil y escabroso camino.
Sólo para quien estuviera hecho a las manifestaciones más extremas de la Naturaleza podía resultar aquella ruta llevadera. A uno de los lados se elevaba un gigantesco peñasco por encima de los mil metros de altura. Negro, hosco y amenazante, erizada la rugosa superficie de largas columnas de basalto, sugería su silueta el costillar de un antiguo monstruo petrificado. A la otra mano un vasto caos de escoria y guijarros enormes impedía de todo punto la marcha. Entre ambas orillas discurría la desigual senda, tan angosta a trechos que habían de situarse lo viajeros en fila india, y tan accidentado que únicamente a un jinete consumado le hubiera resultado posible abrirse en ella camino. Sin embargo, pese a todas las fatigas, estaban alegres los fugitivos, ya que, a cada paso que daban, era mayor la distancia entre ellos y el despotismo terrible de que venían huyendo.
Pronto se les hizo manifiesto, con todo, que aún permanecían bajo la jurisdicción de los Santos. Habían alcanzado lo más abrupto y sombrío del desfiladero cuando la joven dejó escapar un grito, a la par que señalaba hacia lo alto. Sobre una de las rocas que se asomaban al camino, destacándose duramente sobre el fondo, montaba guardia un centinela solitario. Descubrió a la comitiva a la vez que era por ella visto, y un desafiante y marcial ¡quién vive! resonó en el silencioso barranco.
—Viajeros en dirección a Nevada —dijo Jefferson Hope, con una mano puesta sobre el rifle, que colgaba a uno de los lados de su silla.
Pudieron observar cómo el solitario vigía amartillaba su arma, escrutando el hondón con expresión insatisfecha.
—¿Con la venia de quién? —preguntó.
—Los Sagrados Cuatro —repuso Ferrier. Su estancia entre los mormones le había enseñado que tal era la máxima autoridad a que cabía referirse.
—Nueve a siete —gritó el centinela.
—Siete a cinco —contestó rápido Jefferson Hope, recordando la contraseña oída en el jardín.
—Adelante, y que el Señor sea con vosotros —dijo la voz desde arriba—.
Más allá de este enclave se ensanchaba la ruta, y los caballos pudieron iniciar un ligero trote. Mirando hacia atrás, alcanzaron a ver al centinela apoyado sobre su fusil, señal de que habían dejado a sus espaldas la posición última de los Elegidos y que cabalgaban ya por tierras de libertad.
5. Los ángeles vengadores
Durante toda la noche trazaron su camino a través de desfiladeros intrincados y de senderos irregulares sembrados de rocas. Varias veces perdieron el rumbo y otras tantas el íntimo conocimiento que Hope tenía de las montañas les permitió recuperarlo. Al rayar el alba, un escenario de maravillosa aunque agreste belleza se ofreció a sus ojos. Cerrando el contorno todo del espacio se elevaban los altos picos coronados de nieve, cabalgados los unos sobre los otros en actitud de vigías que escrutan el horizonte. Tan empinadas eran las vertientes rocosas a entrambos lados, que los pinos y alerces parecían estar suspendidos encima de sus cabezas, como a la espera de un parco soplo de aire para caer con violencia sobre los viajeros. Y no era la sensación meramente ilusoria, pues se hallaba aquella hoya pelada salpicada en toda su extensión por peñas y árboles que hasta allí habían llegado de semejante manera. Justo a su paso, una gran roca se precipitó de lo alto con un estrépito sordo, que despertó ecos en las cañadas silenciosas, e imprimió a los cansinos caballos un galope alocado.
Conforme el sol se levantaba lentamente sobre la línea de oriente, las cimas de las grandes montañas fueron encendiéndose una tras otra, al igual que los faroles de una verbena, hasta quedar todas rutilantes y arreboladas. El espectáculo magnífico alegró los corazones de los tres fugitivos y les infundió nuevos ánimos. Detuvieron la marcha junto a un torrente que con ímpetu surgía de un barranco y abrevaron a los caballos mientras daban rápida cuenta de su desayuno. Lucy y su padre habrían prolongado con gusto ese tiempo de tregua, pero Jefferson Hope se mostró inflexible.
—Ya estarán sobre nuestra pista —dijo—. Todo depende de nuestra velocidad. Una vez salvos en Carson podremos descansar el resto de nuestras vidas.
Durante el día entero se abrieron camino a través de los desfiladeros, habiéndose distanciado al atardecer, según sus cálculos, más de treinta millas de sus enemigos. A la