-¡Conseil! -grité por tercera vez.
Conseil apareció.
-¿Me llamaba el señor?
-Sí, muchacho. Prepárame, prepárate. Partimos dentro de dos horas.
-Como el señor guste -respondió tranquilamente Conseil.
-No hay un momento que perder. Mete en mi baúl todos mis utensilios de viaje, trajes, camisas, calcetines, lo más que puedas, y ¡date prisa!
-¿Y las colecciones del señor? recordó Conseil.
-Nos ocuparemos luego de eso.
-¡Cómo! ¡El arquiotherium, el hyracotherium, el oréodon, el queropótamo y las demás osamentas del señor!
-Las dejaremos en el hotel.
-¿Y el babirusa vivo del señor?
-Lo mantendrán durante nuestra ausencia. Voy a ordenar que nos envíen a Francia nuestro zoo. -¿Es que no regresamos a París?
-Sí… naturalmente… -respondí evasivamente-. Pero regresamos dando un rodeo.
-El rodeo que el señor quiera.
-¡Oh!, poca cosa. Un camino un poco menos directo, eso es todo. Viajaremos a bordo del Abraham Lincoln.
-Como convenga al señor -respondió Conseil con la mayor placidez.
-¿Sabes, amigo mío? Verás… se trata del monstruo, del famoso narval… Vamos a librar de él los mares… El autor de una obra en dos volúmenes sobre los Misterios de los grandes fondos submarinos no podía sustraerse a la expedición del comandante Farragut. Misión gloriosa, pero… también peligrosa. No se sabe adónde nos llevará esto… Esos animales pueden ser muy caprichosos… Pero iremos, de todos modos. Con un comandante que no conoce el miedo.
-Yo haré lo que haga el señor -dijo Conseil.
-Piénsalo bien, pues no quiero ocultarte que este viaje es uno de esos de cuyo retorno no se puede estar seguro.
-Como el señor guste.
Un cuarto de hora más tarde, nuestro equipaje estaba preparado. Conseil lo había hecho en un periquete, y yo tenía la seguridad de que nada faltaría, pues clasificaba las camisas y los trajes tan bien como los pájaros o los mamíferos.
El ascensor del hotel nos depositó en el gran vestíbulo de entresuelo. Descendí los pocos escalones que conducían a piso bajo y pagué mi cuenta en el largo mostrador que estaba siempre asediado por una considerable muchedumbre. Di la orden de expedir a París mis fardos de animales disecados y de plantas secas y dejé una cuenta suficiente para la manutención del babirusa. Seguido de Conseil, tomé un coche.
El vehículo, cuya tarifa por carrera era de veinte francos descendió por Broadway hasta Union Square, siguió luego por la Fourth Avenue hasta su empalme con Bowery Street, se adentró por la Katrin Street y se detuvo en el muelle trigesimocuarto. Allí, el Katrin ferry boat nos trasladó, hombres, caballos y coche, a Brooklyn, el gran anexo de Nueva York, situado en la orilla izquierda del río del Este, y en algunos minutos nos depositó en el muelle en el que el Abraham Lincoln vomitaba torrentes de humo negro por sus dos chimeneas.
Trasladóse inmediatamente nuestro equipaje al puente de la fragata. Me precipité a bordo y pregunté por el comandante Farragut. Un marinero me condujo a la toldilla y me puso en presencia de un oficial de agradable aspecto, que me tendió la mano.
-¿El señor Pierre Aronnax? -me preguntó.
-El mismo -respondí-. ¿Comandante Farragut?
-En persona. Bienvenido a bordo, señor profesor. Tiene preparado su camarote.
Me despedí de él, y, dejándole ocupado en dar las órdenes para aparejar, me hice conducir al camarote que me había sido reservado.
El Abraham Lincoln había sido muy acertadamente elegido y equipado para su nuevo cometido. Era una fragata muy rápida, provista de aparatos de caldeamiento que permitían elevar a siete atmósferas la presión del vapor. Con tal presión, el Abraham Lincoln podía alcanzar una velocidad media de dieciocho millas y tres décimas por hora, velocidad considerable, pero insuficiente, sin embargo, para luchar contra el gigantesco cetáceo.
El acondicionamiento interior de la fragata respondía a sus cualidades náuticas. Me satisfizo mucho mi camarote, situado a popa y contiguo al cuarto de los oficiales.
-Aquí estaremos bien dije a Conseil.
-Tan bien, si me lo permite el señor, como un bernardo en la concha de un buccino.
Dejé a Conseil ocupado en instalar convenientemente nuestras maletas y subí al puente para seguir los preparativos de partida.
El comandante Farragut estaba ya haciendo largar las últimas amarras que retenían al Abraham Lincoln al muelle de Brooklyn. Así, pues, hubiera bastado un cuarto de hora de retraso, o menos incluso, para que la fragata hubiese zarpado sin mí y para perderme esta expedición extraordinaria, sobrenatural, inverosímil, cuyo verídico relato habrá de hallar sin duda la incredulidad de algunos.
El comandante Farragut no quería perder ni un día ni una hora en su marcha hacia los mares en que acababa de señalarse la presencia del animal. Llamó a su ingeniero.
-¿Tenemos suficiente presión? -le preguntó.
-Sí, señor -respondió el ingeniero.
-¡Go ahead! -gritó el comandante Farragut.
Al recibo de la orden, transmitida a la sala de máquinas por medio de aparatos de aire comprimido, los maquinistas accionaron la rueda motriz. Silbó el vapor al precipitarse por las correderas entreabiertas, y gimieron los largos pistones horizontales al impeler a las bielas del árbol. Las palas de la hélice batieron las aguas con una creciente rapidez y el Abraham Lincoln avanzó majestuosamente en medio de un centenar de ferry boats y de tenders cargados de espectadores, que lo escoltaban.
Los muelles de Brooklyn y de toda la parte de Nueva York que bordea el río del Este estaban también llenos de curiosos. Tres hurras sucesivos brotaron de quinientas mil gargantas. Millares de pañuelos se agitaron en el aire sobre la compacta masa humana y saludaron al Abraham Lincoln hasta su llegada a las aguas del Hudson, en la punta de esa alargada península que forma la ciudad de Nueva York.
La fragata, siguiendo por el lado de New Jersey, la admirable orilla derecha del río bordeada de hotelitos, pasó entre los fuertes, que saludaron su paso con varias salvas de sus cañones de mayor calibre. El Abraham Líncoln respondió al saludo arriando e izando por tres veces el pabellón norteamericano, cuyas treinta y nueve estrellas resplandecían en su pico de mesana. Luego modificó su marcha para tomar el canal balizado que sigue una curva por la bahía interior formada por la punta de Sandy Hook, y costeó esa lengua arenosa desde la que algunos millares de espectadores lo aclamaron una vez más.
El cortejo de boats y tenders siguió a la fragata hasta la altura del light boat, cuyos dos faros señalan la entrada de los pasos de Nueva York. Al llegar a ese punto, el reloj marcaba las tres de la tarde. El práctico del puerto descendió a su canoa y regresó a la pequeña goleta que le esperaba. Se forzaron las máquinas y la hélice batió con más fuerza las aguas. La fragata costeó las orillas bajas y amarillentas de Long Island. A las ocho de la tarde, tras haber dejado al Noroeste el faro de Fire Island, la fragata surcaba ya a todo vapor las oscuras aguas del Atlántico.
Capítulo 4
Ned Land
El comandante