En un radio de media milla en torno al Nautilus las aguas estaban impregnadas de luz eléctrica. Se veía neta, claramente el fondo arenoso. Hombres de la tripulación equipados con escafandras se ocupaban de inspeccionar toneles medio podridos, cofres desventrados en medio de restos ennegrecidos. De las cajas y de los barriles se escapaban lingotes de oro y plata, cascadas de piastras y de joyas. El fondo estaba sembrado de esos tesoros. Cargados del precioso botín, los hombres regresaban al Nautilus, depositaban en él su carga y volvían a emprender aquella inagotable pesca de oro y de plata.
Comprendí entonces que nos hallábamos en el escenario de la batalla del 22 de octubre de 1702 y que aquél era el lugar en que se habían hundido los galeones fletados por el gobierno español. Allí era donde el capitán Nemo subvenía a sus necesidades y lastraba con aquellos millones al Nautilus. Para él, para él sólo había entregado América sus metales preciosos. Él era el heredero directo y único de aquellos tesoros arrancados a los incas y a los vencidos por Hernán Cortés.
-¿Podía usted imaginar, señor profesor, que el mar contuviera tantas riquezas? -preguntó, sonriente, el capitán Nemo.
-Sabía que se evalúa en dos millones de toneladas la plata que contienen las aguas en suspensión.
-Cierto, pero su extracción arrojaría un coste superior a de su precio. Aquí, al contrario, no tengo más que recoger lo que han perdido los hombres, y no sólo en esta bahía de Vigo sino también en los múltiples escenarios de naufragios registrados en mis mapas de los fondos submarinos. ¿Comprende ahora por qué puedo disponer de miles de millones?
-Sí, ahora lo comprendo, capitán. Permítame, sin embargo, decirle que al explotar precisamente esta bahía de Vigo no ha hecho usted más que anticiparse a los trabajos de una sociedad rival.
-¿Cuál?
-Una sociedad que ha obtenido del gobierno español el privilegio de buscar los galeones sumergidos. Los accionistas están excitados por el cebo de un enorme beneficio, pues se evalúa en quinientos millones el valor de esas riquezas naufragadas.
-Quinientos millones… Los había, pero ya no.
-En efecto -dije-. Y sería un acto de caridad prevenir a esos accionistas. Quién sabe, sin embargo, si el aviso sería bien recibido, pues a menudo lo que los jugadores lamentan por encima de todo es menos la pérdida de su dinero que la de sus locas esperanzas. Les compadezco menos, después de todo, que a esos millares de desgraciados a quienes hubieran podido aprovechar tantas riquezas bien repartidas, y que ya serán siempre estériles para ellos.
No había terminado yo de expresar esto cuando sentí que había herido al capitán Nemo.
-¡Estériles! -respondió, con gran viveza-. ¿Cree usted, pues, que estas riquezas están perdidas por ser yo quien las recoja? ¿Acaso cree que es para mí por lo que me tomo el trabajo de recoger estos tesoros? ¿Quién le ha dicho que no haga yo buen uso de ellos? ¿Cree usted que yo ignoro que existen seres que sufren, razas oprimidas, miserables por aliviar, víctimas por vengar? ¿No comprende que-… ?
El capitán Nemo se contuvo, lamentando tal vez haber hablado demasiado. Pero yo había comprendido. Cualesquiera que fuesen los motivos que le habían forzado a buscar la independencia bajo los mares, seguía siendo ante todo un hombre. Su corazón palpitaba aún con los sufrimientos de la humanidad y su inmensa caridad se volcaba tanto sobre las razas esclavizadas como sobre los individuos.
Fue entonces cuando comprendí a quién estaban destinados los millones entregados por el capitán Nemo, cuando el Nautilus navegaba por las aguas de la Creta insurrecta.
Capítulo 9
Un continente desaparecido
Al día siguiente, 19 de febrero, por la mañana, vi entrar al canadiense en mi camarote. Esperaba yo su visita. Estaba visiblemente disgustado.
-¿Y bien, señor? -me dijo.
-Y bien, Ned, el azar se puso ayer contra nosotros.
-Sí. Este condenado capitán tuvo que detenerse precisamente a la hora en que íbamos a fugarnos.
-Sí, Ned. Estuvo tratando un negocio con su banquero.
-¿Su banquero?
-O más bien su casa de banca; quiero decir que su banquero es este océano que guarda sus riquezas con más seguridad que las cajas de un Estado.
Relaté entonces al canadiense los hechos de la víspera, y lo hice con la secreta esperanza de disuadirle de su idea de abandonar al capitán. Pero mi relato no tuvo otro resultado que el de llevarle a lamentar enérgicamente no haber podido hacer por su cuenta un paseo por el campo de batalla de Vigo.
-¡En fin! -suspiró-. No todo está perdido. No es más que un golpe de arpón en el vacío. Lo lograremos en otra ocasión, tal vez esta misma noche si es posible.
-¿Cuál es la dirección del Nautilus? -le pregunté.
-Lo ignoro -respondió Ned.
-Bien, a mediodía lo sabremos.
El canadiense volvió junto a Conseil. Por mi parte, una vez vestido, fui al salón. El compás no era muy tranquilizador. El Nautilus navegaba con rumbo Sur sudoeste. Nos alejábamos de Europa.
Esperé con impaciencia que se registrara la posición en la carta de marear. Hacia las once y media se vaciaron los depósitos y nuestro aparato emergió a la superficie. Me lancé hacia la plataforma, en la que me había precedido Ned Land.
Ninguna tierra a la vista. Nada más que el mar inmenso. Algunas velas en el horizonte, de los barcos que van a buscar hasta el cabo San Roque los vientos favorables para doblar el cabo de Buena Esperanza. El cielo estaba cubierto, y se anunciaba un ventarrón.
Rabioso, Ned Land trataba de horadar con su mirada el horizonte brumoso, en la esperanza de que tras la niebla se extendiera la tierra deseada.
A mediodía, el sol se asomó un instante. El segundo de a bordo aprovechó el claro para tomar la altitud. El oleaje nos obligó a descender, y se cerró la escotilla.
Una hora después, al consultar el mapa vi que la posición del Nautilus se hallaba indicada en él a 16º 17’ de longitud y 33º 22’ de latitud, a ciento cincuenta leguas de la costa más cercana. Inútil era pensar en la fuga, y puede imaginarse la cólera del canadiense cuando le notifiqué nuestra situación.
En cuanto a mí, no me sentí muy desconsolado, sino, antes bien, aliviado del peso que me oprimía. Así pude reanudar, con una calma relativa, mi trabajo habitual.
Por la noche, hacia las once, recibí la inesperada visita del capitán Nemo, quien me preguntó muy atentamente si me sentía fatigado por la velada de la noche anterior, a lo que le respondí negativamente.
-Si es así, señor Aronnax, voy a proponerle una curiosa excursión.
-Le escucho, capitán.
-Hasta ahora no ha visitado usted los fondos submarinos más que de día y bajo la claridad del sol. ¿Le gustaría verlos en una noche oscura?
-Naturalmente, capitán.
-El paseo será duro, se lo advierto. Habrá que caminar durante largo tiempo y escalar una montaña. Los caminos no están en muy buen estado.
-Lo que me dice, capitán, redobla mi curiosidad. Estoy dispuesto a seguirle.
-Venga entonces conmigo a ponerse la escafandra.
Llegado al vestuario, vi que ni mis compañeros ni ningún hombre de la tripulación debía seguirnos en esa excursión. El capitán Nemo no me había propuesto llevar con nosotros a Ned y a Conseil.
En algunos instantes