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franciscanos, mínimos y premostratenses, con quienes volvió a entablar místicas relaciones.

      Chacón, su pobre esposo, cogía el cielo con las manos, y aun llegó a aplicarle el eficaz cauterio de unos cuantos palos, que no produjeron otro efecto que recrudecer la feroz impertinencia de aquel enemigo.

      Al mismo tiempo la fortuna del matrimonio tocaba a su término, y el desventurado marido temblaba al considerar qué sería en lo porvenir de su pobre hija, entonces de cinco años de edad. La devota, la enferma, había tenido, antes de ser enferma y devota, una niña que se llamaba Clara, como ella, único fruto de aquel malaventurado matrimonio.

      Doña Clara se curó cuando lo tuvo por conveniente, y se entregó de nuevo a las cosas de la Iglesia, tomándolo tan a pechos, que no había día que no se mortificase con disciplinazos, que se oían desde la calle. Estábase de rodillas y en cruz una hora seguida; cuando empezaba a contar los éxtasis que le daban y las visiones que tenía, era el cuento de las cabras de Sancho. El esposo pedía a Dios que le librara de aquel infierno vivo. Doña Clara no amaba a su hija ni a su esposo, y este, que la había amado mucho, concluyó por aborrecerla.

      Al fin la Chacona (así la llamaban en el pueblo) dejó otra vez la vida devota, y de la noche a la mañana se marchó a Portugal a tomar aires. Felizmente Dios la iluminó, y de Portugal se fue al Brasil con unos misioneros. No se supo más de ella. El pundonoroso y leal esposo respiró: estaba libre, pero pobre, enteramente pobre, sin otra cosa que un sueldo mezquino; tranquilo en cuanto a lo presente, pero inquieto siempre que pensaba en aquella niña infeliz que iba a quedar en la miseria.

      En la mitad de Diciembre de 1808 todo el pueblo de Sahagún salió al camino real lleno de curiosidad. El emperador Napoleón I pasaba por allí para dirigirse a Astorga en persecución de los ingleses. Llegó al pueblo, descansó dos horas, y siguió su camino, seguido de una gran parte del ejército que ocupaba a España. Cuando los franceses, guiados por Napoleón, estuvieron lejos, Sahagún se atumultuó; tomaron las armas todos los jóvenes, y mandados por Elías y el cura de Carrión, se disponían a pelear con unos regimientos franceses, que al día siguiente habían de pasar por allí para unirse al cuerpo de ejército.

      Aquella tarde Chacón abrazaba y besaba tiernamente a su hija, que, al ver llorar a su padre, lloraba también sin saber por qué. El coronel tenía un proyecto, el único que podía darle alguna esperanza de asegurar en lo futuro el bienestar de Clara. Había resuelto entrar en campaña, avanzar en su carrera y seguir a la nación en aquella crisis, seguro de que le pagarían sus servicios. Escribió al Empecinado pidiéndole órdenes, y este le contestó que se pusiera al frente de los 500 hombres de Sahagún, y procurase batir a los regimientos franceses que iban a unirse con Napoleón en Astorga. El bravo militar, aclamado jefe de la partida que Elías y el cura de Carrión organizaron, salió aquella noche, dejando a su hija en poder de dos antiguas criadas. Situáronse a un cuarto de legua del pueblo, y al amanecer del siguiente día se vieron brillar a lo lejos las bayonetas de los franceses. La guerrilla les hostilizó con fuegos esparcidos: al principio, los franceses vacilaron con la sorpresa; mas repuestos un poco, atacaron a los nuestros. El combate fue encarnizado. Elías y Chacón se miraron con angustia. «¡Son tres veces más que nosotros! -dijo Chacón-; pero no importa: ¡adelante!».

      Retrocedieron hasta la entrada del pueblo: allí la lucha fue horrible. Desde las ventanas, desde las esquinas disparaban los paisanos contra el enemigo, cuyas filas se diezmaban. El coronel mandaba a los suyos con un denuedo sin ejemplo. A la partida uniose al fin el resto del pueblo. Un esfuerzo más, y los franceses eran vencidos. Este esfuerzo se hizo: costó muchas vidas; pero los franceses, no queriendo perder más gente, emprendieron la retirada hacia Valencia de Don Juan.

      El pueblo todo les siguió, con Chacón a la cabeza; pero aún no había andado este veinte pasos, cuando fue herido por una bala: dio un grito, y cayó bañado en su sangre. Las mujeres le rodearon, llorando todas al verle herido; él dijo algunas palabras, volvieron los suyos, y entre cuatro le llevaron a su casa. Antes de llegar a ella ya estaba muerto.

      Reinaba en el pueblo la consternación, porque habían perecido muchos hijos y muchos maridos; las madres y las esposas gritaban por las calles con amargos y dolorosos lamentos. Delante de la puerta de la casa de Chacón había un grupo de mujeres silenciosas que contemplaban el cadáver del coronel, teñido en sangre, con la frente partida y destrozado el pecho. Algunos niños, en quienes podía más la curiosidad que el miedo, se habían acercado hasta tocarle los dedos, las espuelas y el cinturón. Nadie hablaba en aquella escena, y sólo la pobre Clarita, consternada al ver que todos la miraban llorando, comenzó a llamar con fuertes voces a su padre, cuya muerte no comprendía.

      «¿Qué niña es esta?» preguntó Elías.

      -Es su hija -contestó una mujer que la tenía abrazada.

      -¿Y no tiene madre?

      -No, señor.

      -¿Y qué vamos a hacer de ella? -dijo Elías mirando al cura de Carrión y a los demás cabecillas del tumulto.

      Todos se encogieron de hombros y besaron a Clara.

      «Nosotros nos quedaremos con ella» dijeron las dos mujeres que habían servido al coronel cuando era rico.

      -No -dijo Elías-: yo la recojo. Me la llevaré conmigo, la educaré.

      Las mujeres aquellas eran muy pobres. Gran cariño les inspiraba Clarita; pero, al tenerla a su lado la condenaban a ser pobre como ellas para toda la vida. Consideraban a don Elías como persona de posición y carácter, y no dudaron, por tanto, en dejarle la niña.

      Permaneció, sin embargo, en Sahagún hasta 1812, época en que el realista dejó las armas y se retiró a Madrid. Entonces le acompañó Clara, que no pudo separarse de sus pobres amigas sin llorar mucho, ni pudo acostumbrarse tampoco a mirar cara a cara a su protector, porque le daba mucho miedo.

      Grande fue su tristeza cuando al despertar en un hermoso día de Mayo se encontró entre las obscuras paredes de la casa que conocemos en la calle de Válgame Dios; y esta tristeza aumentó cuando la llevaron al convento-colegio de ciertas hermanas de una Orden famosa, que enseñaban a las niñas del barrio lo poquito que sabían. Tenía la escuela todo lo sombrío del convento, sin tener un claustro melancólico y su dulce paz. Dirigíanle unas cuantas viejas, entre quienes descollaba por su displicencia, fealdad y decrepitud una tal madre Angustias, que usaba una caña muy larga para castigar a las niñas, y unas antiparras verdes que, más que para verlas mejor, le servían para que las pobrecillas no conocieran cuándo las miraba.

      Las niñas se levantaban muy temprano, y rezaban; almorzaban unas sopas de ajo, en que solía nadar tal cual garbanzo de la víspera, y después pasaban al estudio, que era ejercicio de lectura, en el cual desempeñaba el principal papel la caña de doña Angustias. Trazaban luego por espacio de dos horas sendos garabatos en un papel rayado; y después de contestar de memoria a las preguntas de un catecismo, cosían tres horas largas, hasta que llegaba la del juego. El recreo tenía lugar en un patio obscuro y hediondo, cuya vegetación consistía en un pobre clavel amarillento y tísico, que crecía en un puchero inservible, erigido en tiesto de flores. Las niñas jugaban un rato en aquella pocilga, hasta que la madre Angustias sonaba desde su cuarto una siniestra campanilla, que reunía en torno a su caña a los tristes ángeles del muladar.

      Después de comer, llevaba el rosario la madre Brígida, por no poder hacerlo la madre Angustias, a causa del asma que la afligía, entrecortándole la voz. Aquel rosario era interminable, porque detrás de sus infinitos paternóster venían las letanías, llagas, misterios, jaculatorias, oraciones, gozos y endechas místicas. La noche las sorprendía en aquel devoto ejercicio, y era muy común que alguna de las chiquillas, rendida bajo el peso moral de tan monótono y cansado rezo, bostezara tres veces y se durmiera al fin benditamente. Parapetada detrás de sus antiparras, la madre Angustias observaba los bostezos y acariciaba su caña dictatorial sin decir palabra a la culpable, esperando a que se durmiera, y entonces ¡ira de Dios!, le sacudía un cañazo, seguido de una retahíla de insinuaciones coléricas. Las otras niñas, que no esperaban más que un motivo de distracción y entretenimiento, al ver la triste figura que hacía su compañera al despertar bruscamente, soltaban