El “Canto nocturno de un pastor errante de Asia” es una poesía escrita en 1830 por el poeta Giacomo Leopardi136. En la poesía podemos individualizar tres movimientos. En el primero el protagonista es la luna. El poeta instaura un paralelismo entre la vida del pastor y la de la luna. Se parecen, pero en realidad el curso de la luna es inmortal, mientras el vagar del pastor es breve. La luna refleja un destino enigmático que el hombre no logra comprender. En el segundo movimiento, frente al padecer de la existencia y al infinito andar del tiempo, sobresale la imagen del pastor. Es paradigma del hombre que se presenta como autoconciencia del cosmos, es decir, como el único punto del universo que toma conciencia de sí y de las cosas. Frente a la bóveda del cielo estrellado se expresa con estas palabras:
Cuando miro en el cielo arder las estrellas,
me digo, pensativo:
¿Para qué tantas luces?
¿Qué hace el aire sin fin, y esa profunda
infinita serenidad? ¿Qué significa esta
soledad inmensa? Y yo, ¿qué soy?137
En el tercer movimiento de la poesía, en cambio, el rebaño es el protagonista. Éste “descansa”, porque ignora. No tiene la molestia, es decir, el hastío, que caracterizan, en cambio, la vida consciente del pastor:
[Al rebaño] Si supieses hablar yo te preguntaría:
Dime, ¿por qué yaciendo
sin cuidado, ocioso,
se contenta todo animal,
y a mí el tedio me asalta sin reposo?138
La experiencia existencial descrita por la poesía de Leopardi a menudo se acompaña de una especie de resignación dolorosa, como si, a pesar de no poder negar la existencia de una inquietud profunda, el hombre tuviese que resignarse a la imposibilidad de una respuesta.
Así se expresa Luigi Pirandello [1867-1936] en esta página extraordinariamente expresiva del anhelo que alberga en el hombre y de su posible éxito nihilista: “En ciertos momentos de silencio interior, en los cuales nuestra ánima se despoja de todos los fingimientos habituales y nuestros ojos son más agudos y penetrantes, vemos a nosotros mismos en la vida y la vida en sí misma como una desnudez árida e inquietante. Lúcidamente entonces nuestra existencia cotidiana, casi colgada en el vacío de nuestro silencio interior, nos resulta sin un sentido. El vacío interior se amplía […] como si nuestro silencio interior ahondara en los abismos del misterio. Con un esfuerzo supremo intentamos reconquistar la conciencia normal de las cosas, conectar nuestras ideas […] Sin embargo, a esta conciencia normal, a estas ideas conectadas, ya no podemos creer, porque sabemos que son un truco para vivir y que abajo hay algo más, hacia el cual, sin embargo, el hombre no puede asomarse, sin correr el riesgo de morir o de enloquecer”139.
Acentos parecidos, matizados por rasgos de escepticismo, se encuentran en una poesía de Jorge Luis Borges [1899-1986] intitulada “De que nada se sabe”:
La luna ignora que es tranquila y clara
Y ni siquiera sabe que es la luna;
La arena, que es la arena. No habrá una
cosa que sepa que su forma es rara.
Las piezas de marfil son tan ajenas
al abstracto ajedrez como la mano
que las rige. Quizá el destino humano
de breves dichas y largas penas
es instrumento de otro. Lo ignoramos;
Darle nombre de Dios no nos ayuda.
Vanos también son el temor, la duda
y la trunca plegaria que iniciamos.
¿Qué arco habrá arrojado esta saeta
que soy? ¿Qué cumbre puede ser la meta?140
Las preguntas contenidas en la poesía de Borges, encuentran a menudo en otros textos literarios una expresión emotivamente aún más conmovedora, porque es acompañada por la percepción aguda de la finitud de las cosas, como en esta poesía del poeta chileno Oscar Hahn [1938], cuyo título es “Meditación al atardecer”:
¿En qué piensa la última rosa del verano
mientras ve desfallecer su color
y evaporarse su perfume?
¿En qué piensa la última nieve del invierno
mientras mira esos rayos de sol
que se abren paso entre las nubes?
¿Y en qué piensa ese hombre
a la hora del crepúsculo
sentado en una roca frente al mar?
En la última rosa del verano
En la última nieve del invierno141.
También la experiencia de la soledad, con la percepción de impotencia que conlleva siempre, es un grito humano que la poesía y la literatura frecuentemente recogen en todo su carácter dramático142. En esta poesía de Emily Dickinson [1830-1886] el tema de la soledad se manifiesta claramente:
Tiene su propia soledad
el espacio,
su propia soledad el mar
y su propia soledad la muerte
–sin embargo todas estas
son muchedumbre si comparadas
con aquel punto más profundo y secreto
que es un alma
frente sí misma–
infinitud finita143.
Una desproporción estructural
Hay un autor que describe agudamente la espera que está inscrita en la estructura del hombre y la desproporción que existe entre la amplitud del deseo y la experiencia del límite. Es Albert Camus [1913-1960]. Él escribe en un periodo difícil, entre los años 1930 y 1960, que quizás hayan sido los más nihilistas y trágicos de la historia. Se opone decididamente a esta tendencia, en nombre de la experiencia humana. Escribe: “Tengo necesidad de sentir mi persona en la medida en que es sentimiento de lo que me sobrepasa. Tengo necesidad de escribir cosas que, en parte, se me escapan, pero que son la prueba precisamente de lo que en mí es más fuerte que yo mismo”144.
Siendo muy joven le diagnostican tuberculosis, por lo que el gobierno francés le niega poder alistarse para ir al frente de guerra en el año 1939. Le resulta muy difícil encontrar un trabajo estable. Predomina en Europa un clima de muerte y sinsentido, lo que se llamará sentimiento del absurdo. Pero para Camus el absurdo no es el simple sinsentido, sino la contradicción entre el deseo inextinguible de absoluto y el límite del mundo, entre lo que punza de la pregunta y lo que el mundo no revela: “Lo que resulta absurdo es la confrontación de ese deseo desenfrenado de claridad, cuyo llamamiento resuena en lo más profundo del mundo, con lo irracional del mundo. El absurdo es el divorcio entre el espíritu que desea y el mundo que decepciona, mi nostalgia de unidad, el universo disperso y la contradicción que lo encadena”145. También se expresa con estas palabras: “Levantarse, salir a la calle, cuatro horas en la oficina o en la fábrica, almorzar, tomar el tranvía, otras cuatro horas de trabajo, cenar, dormir, y lunes, martes, miércoles, jueves, viernes… todo vivido al mismo ritmo… La mayor parte del tiempo es fácil seguir este camino, pero un buen día el porqué de todo ello nos sobrecoge y todo comienza a estar matizado por esa fatiga teñida de asombro”146.
En una serie de relatos, que Camus publicó bajo el título El exilio y el reino, los personajes viven una espera que él llama innominada, que los abre a un horizonte infinito: “Pero ella no podía separar la mirada del horizonte. Allá, más al sur todavía, en aquel punto en que el cielo y la tierra se juntaban en una línea pura, allá, le parecía de pronto que algo la esperara, algo que ella había ignorado hasta ese día y