Me aproximo al medio siglo de edad y pertenezco a la tribu de Leví. Nací en Jerusalén de Judea, cuando reinaba en el mundo Tiberio César, «el viejo nesiarca» —o el rey de una isla—, y poco a poco me comen los años y me derriba la piqueta del tiempo.
Me acerco al crepúsculo de mi vida y he hecho un examen retrospectivo de ella, ahora que voy comprendiendo sus mecanismos, aunque no así los designios del cielo sobre los mortales.
I
JERUSALÉN
Años IX al XII del reinado de Tiberio César
Era otoño y en el Monte de los Olivos florecían las cinas amarillas.
Había cumplido los doce años cuando emprendí mi oficio junto a mi padre, Fazael ben Eleazar, el levita. Recolectábamos las aceitunas para obtener el aceite que serviría para encender la menorah, el candelabro de los siete brazos del Templo, y para ungir al sumo sacerdote, Josef ben Caifás, o Kayafa, en la cercana Fiesta de la Expiación.
Mi padre, que frisaba la cincuentena, era un hombre templado y en sus mejillas se podían leer las congojas que sufrían los fariseos por parte de los saduceos, los amos de Israel. Era tenido como un maestro asu, un conocedor del óleo sagrado y cultivador del primero de todos los árboles que Dios sembró en el edén. Y es tan primordial el aceite entre los judíos, que en Oriente nos llaman los hijos del aceite.
Esta era la sagrada labor de mi familia, los Eleazar, desde hacía siglos. Por eso mi progenitor había vertido el aceite sacro en la cabeza de los últimos sumos sacerdotes, Eleazar ben Ananus y el piadoso Simón ben Camithus.
Con cuatro criados salimos muy de mañana por la Puerta del Agua. Yo tiraba del ronzal de un asnillo sumiso que portaba el mantón de estameña, las alforjas y los capachos de esparto. Cruzamos el manantial de Gihón, donde en otro tiempo fuera ungido el rey Salomón, ascendimos al abrupto cerro invadido por el sirle de las cabras. Allí crecen los centenarios olivos del Templo, mecidas sus ramas por la tibieza del aire. He de admitirlo, mi religión es el oleum.
Íbamos en silencio, uno tras otro, cuando el sol surgió por el horizonte. Irradiaba cálidos destellos amarillos y blancos que convergían sobre la mole gigantesca de piedra, mármol, oro y alabastro del santuario de Herodes. Entre la niebla y el polvo dorado, el lugar donde habita el incorpóreo Yavé parecía levitar bajo las nubes.
Desde el montículo admiré la traza de mi amada ciudad, Jerusalén, La Ciudad de la Paz, que se desfiguraba entre la maraña de sus torreones, terrazas y miradores blancos, testigos de las guerras dirimidas en el devenir del tiempo y que tanta sangre han visto derramada bajo sus murallas.
Al llegar, un lagarto de cuello escamado corrió entre los pedregales y yo intenté atraparlo, pero mi padre me lo impidió, regañándome por evitar el trabajo. Como sacerdote y miembro del sanedrín que era, nos advirtió, para que se cumplieran las Sagradas Escrituras, lo que prescribía el Deuteronomio a la hora de recoger las aceitunas para el oleum sacro:
—Haced solo una recogida. Y si olvidáis alguna aceituna, dejadla en el árbol. Será para los peregrinos que pasen por aquí, para las viudas o para los huérfanos.
Era tan dichoso que hasta oía los ruidos insignificantes del olivar, como el zumbido de las abejas, o el croar de las ranas en las albercas y de las golondrinas que se perdían por el valle de Cedrón. Nos afanamos en la cosecha y lo hicimos durante horas, sin usar varas ni palos, con perseverancia, mientras mi padre recitaba himnos y nos ayudaba a seleccionar los mejores frutos. Los criados y yo colmamos siete capachos de aceitunas verdes y brillantes, todas sin mácula, y las condujimos a lomos del asno al cercano huerto de Getsemaní, que significa «el jardín de la prensa de las aceitunas».
Al mediodía atamos el burro a la lanzadera de la piedra de molar, que fue triturándolas hasta que se formó una pasta verdosa, que trasladada a la prensa y colocada entre los capachos, fue aplastada tras accionar la larga leva de madera de cedro con la fuerza de nuestros brazos. La pulpa fue estrujada repetidamente y poco a poco fue escapándose un chorro menudo del color del oro, que fue a depositarse en la pila de granito. Exhalaba un aroma dulcísimo y denso.
Aquel día el cielo rielaba con un azul radiante y resonaba en mis oídos el arrullo de las tórtolas, mezclado con el goteo del aceite cayendo en la artesa.
Cuando estuvo llena, mi padre se cubrió la cabeza con el velo de kohanín o sacerdote del templo, y nos pidió que nos acercáramos a él y le sostuviéramos los brazos. Iba a recitar el salmo del profeta Zacarías y recordar el simbolismo del olivo para el pueblo de Israel, como prescribía el ceremonial ordenado por Aarón.
—La paloma que volvió a Noé traía una rama verde de olivo en su pico. Noé vio en ella el símbolo del regreso de la fecundidad después de la inundación. Y Yavé dijo a Moisés: «Mandarás a los hijos de Israel que te traigan aceite puro de olivas machacadas para que el candelabro de los Siete Brazos arda en mi presencia».
—¡Hosanna, Adonay, Señor! —contestamos a la alabanza.
Él prosiguió:
—«¿Qué ves, Zacarías? Y él profeta respondió: Veo un candelabro de oro con siete lámparas y junto a él dos olivos, uno a la derecha y el otro a la izquierda, y al Meshiach, el Ungido, que conduce a los hombres de la oscuridad a la luz, como la menorah ilumina la noche». El Mesías que vendrá, el brote del olivo que establecerá su reino en Israel y será dignificado con el aceite sagrado de estos olivos.
—Elohim, mi Dios, envíanos al libertador de tu pueblo —replicamos.
Recogimos las cántaras de aceite purísimo, que atamos a los lomos del jumento, y mi padre cargó con un cantarillo de alpechín para elaborar sus perfumes. Teníamos prisa y cruzamos tras un rebaño de ovejas por el riachuelo del Cedrón, por el que discurría un insignificante reguero de agua. Tras abrevar el jumento en la fuente de Siloé, nos dirigimos a la parte alta de la ciudad, donde se alzaban las moradas de las familias más influyentes de Jerusalén, iluminadas por un resplandor carmíneo.
Nos cruzamos con devotos que salían del templo y comerciantes con reatas de burros que retornaban a los almacenes con el grano, las especias y los animales para el sacrificio, que se descubrieron ante mi padre con respeto.
Mis familiares eran fariseos, que significa «los separados». Se dedicaban desde antaño al negocio del aceite, los perfumes, los ungüentos y bálsamos, y también al préstamo a pequeña escala. Mi padre, Fazael ben Eleazar, sacerdote y escriba, era un hombre enjuto de cuerpo, de barba gris y patriarcal y hablar mesurado.
Era uno de los setenta y un miembros del sanedrín judío, y mientras ascendíamos por las empinadas y tortuosas cuestas hacia la Puerta de los Jardines, dentro de la segunda muralla, era saludado con reverencia por los viandantes que lo consideraban un maestro de la teología del judaísmo, conocedor de los libros sagrados y un sabio de las ciencias arcanas y de la Torá, el libro de las leyes judías, o halaka.
Únicamente los saduceos, que se llamaban a sí mismos los justos, o rectos, la otra escuela de pensamiento de Israel, mantenían un distante desapego hacia mi padre. El sumo sacerdote, Caifás, y los jefes del templo eran en su mayoría saduceos, la más rica y poderosa facción de la aristocracia judaica. Se trataba de un grupo religioso con medios inagotables, poderosísimos y muy peligrosos, y su ambición no conocía límites.
Vivíamos cerca del palacio del tetrarca Herodes Antipas, en un barrio de huertos, jardines y mansiones vistosas, lejos del bullicio y de los fétidos olores de la turbamulta de judíos, romanos, griegos, fenicios, samaritanos, galileos y nabateos que llenaba la ciudad. Teníamos una tienda cerca de la piscina de Betesda, donde se purificaban los animales antes de ser sacrificados en el santuario.
Recordaré