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y escriba. Y entonces, cuando comenzamos a asumir nuestra propia derrota, el milagro sucede: las palabras vienen, ajenas a nosotros, libres, y se unen.

      Se ha dicho y reiterado que el primer verso es cosa de los dioses. También, sin serlo, una expresión cualquiera, o ese título que buscábamos y bajo el cual se cobijarían una colección de textos o poemas. De esa forma un poco mágica, siempre sorprendente, surgió el título que acoge a estas estampas: Fragmentos de inventario; tres palabras coincidentes en el mismo vuelo, definitorias y precisas, ajenas a mí mismo y nunca más cercanas y ciertas. Llegaron las tres, palabra tras palabra, y se acoplaron. Después, una tras otra, la memoria dio paso a fugaces acuarelas, apuntes del ayer trazados con palabras producto del esfuerzo, y con aquellas otras que, de tarde en tarde, surgen desde mi duda, seguras de sí mismas y de su arcano origen.

      [La casa]

      Por muchas casas que se habiten, viajes que se hagan o países que se recorran, uno nunca acaba de dejar su primera casa: aquella que lo vio nacer y en donde dio sus primeros pasos, aprendió palabras esenciales y compartió juegos y descubrimientos. Esa casa, si uno ha vivido en ella hasta una edad en la que la memoria es capaz de trazar sus propias coordenadas, lo acompañará siempre allá donde se encuentre. Por supuesto, no es que su recuerdo sea omnipresente; bien al contrario, podrá pasar mucho tiempo sin que uno vuelva a reconstruir en la memoria su alzado y perfil, cada rincón. Sin embargo, llegado el momento —quizá la visita de otra casa que lo traslade a aquélla, o el encuentro con un amigo de entonces, o cualquier otro detalle capaz de poner en marcha el motor de la memoria—, patio, pozo, portal, puertas, ventanas, balcones, escaleras, color de las paredes, número de habitaciones, distribución y mobiliario se dibujarán nítidos en el recuerdo. Y con ello la geografía humana que lo acompañó a uno: abuelos, padres, hermanos, vecinos…; y tras éstos, nuevamente, el racimo de recuerdos que de pronto se ofrecen, vívidos y cercanos, pero también bañados de nostalgias, silencios, ausencias... La casa lo abarcará todo, todo lo abrazará entre sus paredes firmes y rotundas, aunque haga mil años que las máquinas pudieron con ella y transformaron su cuerpo en otro más moderno, más alto… pero, también, carente del alma de la casa. Porque en la nueva ya no habrá un patio con rosales, celindo, geranios ni azucenas. Y cada cual vivirá en su caparazón, a lo suyo, sin conocer nada del vecino de al lado: acaso sí su nombre, pero no quién es, ni lo que sueña, ni lo que de verdad le importa. Porque no habrá una señora Andrea que entre como Perico por su casa cuando se esté comiendo, y cuente mil historias divertidas o absurdas, sencillas o ingenuas. Todo lo abarcará la casa: aquella que ya no existe físicamente, pero que por muchas casas que ocupes, por muchos viajes que hagas, por muchos países que recorras, habitará —curiosa paradoja— en el rincón más cálido de tu corazón, dispuesta a levantarse siempre que lo precises y dispongas.

      [La celinda]

      De entre todas las flores que el abuelo mimaba —rosas, geranios, claveles, pericones, azucenas, celinda…— esta última, con el permiso de las azucenas, era la que más me gustaba. Al llegar la primavera, el celindo, situado en un rincón del patio —sus ramas hasta más arriba del tejado—, se llenaba de yemas y en poco tiempo el aroma de sus inmaculadas flores se imponía al de las demás. En mayo alcanzaba su máximo esplendor, y era tal que las ramas se doblaban y venían abajo, víctimas de su propio peso. El patio se perfumaba de celindo, y a mí me gustaba sentarme allí, en una silla o en el poyete del cuartejo, a leer algún cuento mientras llenaba mis pulmones con aquel aire aromatizado y dulzón; todavía limpio.

      En el Mes de María, mi abuela siempre preparaba unos hermosos ramos con celinda, rosas y claveles para que yo los llevase al colegio; allí, la señorita Rosario los depositaba junto a la imagen de la Virgen, a la cual alabábamos todos los días con cantos y oraciones.

      Más de una vez pensé que si la naturaleza me hubiese dotado para la pintura habría querido fijar en un cuadro aquel rincón del patio, con el celindo en toda floración: en el cénit mismo de su belleza. Lo imaginaba como una pintura impresionista, de mínimas pinceladas, que, contempladas con la debida distancia, compusieran el detalle exacto de mi rincón favorito.

      Ese cuadro nunca existió. Sin embargo, puedo verlo con nitidez en mi imaginación: el arbusto, a reventar de flores, alzándose a los cielos, para doblarse ligeramente en su máxima altura, en una especie de reverencia a las plantas vecinas o, quizá, en un gesto de suma displicencia hacia ellas, como si las observara con cierta altivez y superioridad; detrás de los troncos, las paredes blancas, descaluchadas; en lo más alto, el cielo y su belleza azul. Y yo, a su lado, leyendo.

      Ese cuadro nunca existió. Como tampoco hubo ningún poema que hablase de ello. Y sin embargo, ahora, cuando tal imagen ha brotado en mí después de tantos años, intento juntar las palabras adecuadas y, en un acto de íntimo homenaje, trazar mi poema a la celinda. Después de muchas vueltas queda esto: pobre, insatisfactorio. Habrá que seguir intentándolo:

      En la mañana blanca que fue mi infancia,

      la limpieza del aire, la rama altiva,

      el cabello de ángel, la flor de nata,

      el aroma del tiempo, la luz más viva.

      Y en ese ambiente,

      pirata en La Hispaniola,

      santo en Oriente.

      [Los higos]

      En aquel tiempo, y en aquella España, el verano estaba plagado de fiestas nacionales y religiosas: el 29 de junio (San Pedro y San Pablo); el 18 y 25 de julio (la primera fecha de memoria infausta, y Santiago Apóstol, la segunda) y el 15 de agosto (la Virgen, para cuando las uvas ya están maduras).

      Esos días, y cada domingo apenas clareaba, mi padre saltaba de la cama, se aseaba, y armado de un cubo y un buen gancho fabricado por él mismo para tal labor iba al corral, al que yo no tardaba también en acudir. Allí, se encaramaba en la higuera y comenzaba a recolectar: en junio, las primeras brevas, dulces y esponjosas, con su gotita de miel solidificada y transparente; después, en julio y agosto, los higos, no tan finos como las brevas pero también exquisitos y dulces; todos, brevas e higos, arrancados en el momento justo de sazón.

      Mi padre colgaba el cubo de una rama sólida y depositaba en él las piezas recogidas: primero las próximas y a continuación, ayudado por el gancho con el que acercaba las ramas, los frutos más alejados. De cuando en cuando, renegaba un poco de los pájaros que, sabios degustadores, siempre picoteaban las piezas más maduras, hermosas y dulces. A mí me gustaba verlo allí subido, con su camisa blanca, arremangado, mostrándome aquella pericia con la que en poco tiempo acababa por llenar el cubo hasta arriba. Luego, con agua del pozo, lavaba la fruta. Para entonces, mi madre también estaba en pie, y la casa olía a café recién hecho.

      Con todo preparado, en el patio, mis abuelos, mis padres, mi hermana y yo, sentados en nuestras sillas bajas de anea, hacíamos corro alrededor del cubo, y todos íbamos cogiendo de allí los frutos con los que iniciábamos el desayuno. Tan frescos estaban, y tan limpios, que a mí me daba por comérmelos con piel y todo, y más de una vez me llamaron la atención por mi excesiva gula.

      —Te acabará doliendo la tripa —decía siempre la abuela, quien también solía cantar mientras nos sentábamos—: Al higuín, al higuín, con la mano no, con la boca sí.

      Luego terminábamos con un tazón de café con leche y el corro se levantaba. Así, domingo tras domingo, festividad tras festividad, se instauró —o quizá ya estuviera instaurada de antes, de cuando fuera mi abuelo el que cogía los frutos y mi padre miraba— aquella costumbre que terminó cuando nos cambiamos de casa, justo cuando yo subía los primeros peldaños de la adolescencia.

      Nunca más volví a empezar el día desayunando higos.

      [La higuera]

      A propósito de la higuera, mi abuela paterna me contaba una historia. Me preguntaba ella: ¿Tú sabes por qué la higuera es el único árbol que da dos frutos, las brevas y los higos? Y al decirle yo que no lo sabía, me contaba este cuento, algo irreverente: