Todos somos conducidos por Dios hasta las cotas más altas de entrega y santidad. Y lo hacemos dentro de su Iglesia, en comunión con ella y para su servicio santo. Los discípulos aventureros no dejan de vivir a tope y locamente la aventura de la presencia de Dios en sus vidas. Y asientan bien su aventura en la unión íntima y sincera con los últimos. Será en los últimos donde se encarnarán, si fuera preciso, como en el caso de Foucauld, hasta llegar a su muerte violenta. La muerte del hermano universal, junto a la pequeña custodia que le acompañó en sus soledades, se nos devolverá envuelta y revuelta con las arenas del desierto. «El objetivo de cada vida humana debería ser la adoración de la santa hostia». Para el beato Carlos, esta adoración silenciosa tendrá una importancia radical: «Adorar la hostia santa debería ser el centro de la vida de todo hombre». Y la adoración eucarística, que le custodiará hasta la muerte, será testigo de su prolongada y entrañable oración. El aventurero nunca estuvo solo, siempre estuvo habitado y contrastado por la presencia de Cristo. En la custodia estuvo su gran interlocutor y compañero en tantas soledades. Tuvo en Dios el fundamento de su gran y loca aventura de amor. Y así, abrazado a ella, adorándola, poseyéndola, desposeído de todo y de todos, experimentará el culmen de su aventura: «La eucaristía es Dios con nosotros, es Dios en nosotros, es Dios que se da perennemente a nosotros, para amar, adorar, abrazar y poseer».
El aventurero sabe que sus fuerzas son limitadas. Nadie lo sabe mejor que él, que ha arriesgado cientos de veces la propia vida hasta límites increíbles. Nadie como él sabe lo que son las barreras, los obstáculos, las trabas, las limitaciones 7. Por eso se lanza, arrastrado por una fuerza sobrenatural, a la mayor de todas las aventuras. A través de ella pretende acercar a sus hermanos a Jesús. Parte de sus fragilidades, desde ellas afronta semejante empresa.
Esta oración de Foucauld, encontrada entre sus escritos, es una bella expresión de lo que hemos de pedir cada día. Hemos de dirigirnos al Señor desde la naturalidad. Él, que nos conoce a cada uno, nos pide partir de lo que somos sin engaños:
Ámame tal como eres.
Conozco tu miseria,
las luchas y tribulaciones de tu alma,
la debilidad y las dolencias de tu cuerpo;
conozco tu cobardía,
tus pecados y tus flaquezas.
A pesar de todo, te digo:
dame tu corazón, ámame tal como eres.
Si para darme tu corazón
esperas ser un ángel,
nunca llegarás a amarme.
Aun cuando caigas de nuevo,
muchas veces, en esas faltas
que jamás quisieras cometer
y seas un cobarde para practicar la virtud,
no te consiento que me dejes de amar.
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