Don Lorenzo fue muy apreciado fuera de la Iglesia: fue más admirado fuera que dentro de la Iglesia. Y, sin embargo, él no tenía la intención de ser rehabilitado por los laicos en sus dificultades eclesiásticas. Más aún, si en su presencia se hacía alguna manifestación en este sentido, reaccionaba con dureza, casi con brutalidad. Pero las relaciones que estableció con los laicos son muy significativas. Pensemos en las que trabó con Giorgio Pecorini, que se ocupó también de la difusión de su obra. ¡Cuántas amistades profundas en ese nivel! Aunque la visita de personalidades de diferentes sensibilidades e historias le fue útil para dar a conocer a sus estudiantes figuras y problemas de un mundo que no llegaba a Barbiana de otra manera.
No obstante, es significativo el modo en que el sacerdote Milani, tan sacerdote, habla más allá de los confines confesionales, representa una atracción para los laicos y un objeto de interés para la prensa laica. Esto quiere decir que desde lo profundo de una verdadera experiencia evangélica con los pobres hay algo que interpela al mundo laico y al de izquierdas en la Italia de los años cincuenta y sesenta y, tal vez, más allá de ese período. Hay algo muy significativo en este nivel que el autor capta en profundidad. Se ve cómo un diálogo no ideológico –también en un tiempo de muros ideológicos como el de Don Milani– puede siempre partir de los pobres. Tal vez Milani rechazaría una palabra académica como «diálogo», pero él mismo practicó el intercambio, el encuentro, la amistad, partiendo de aquella gente de montaña, y cada vez más a menudo ante sus muchachos.
Hay en el cura de Barbiana un rechazo a ser rehabilitado por el mundo burgués de izquierdas, por sus diarios, cuyo símbolo era en su opinión L’Espresso. Milani no es un cura de izquierdas. No es un cura que esté a gusto con la «inteligencia» progresista. De ahí su polémica con aquel singular periodista que fue Carlo Falconi, exsacerdote y amigo de Montini, a veces crítico severo con el mismo Montini después de que se convirtiera en Pablo VI, aunque a menudo fluctuante en sus juicios. Falconi fue duro con Milani y con su escuela, pero después se retractó en parte. El priore no era un cura revolucionario, pero era demasiado severo, sobre todo no se adaptaba al modelo de católico del disenso que el periodista contribuyó a propagar con sus publicaciones y sus artículos, entre ellos el libro La contestazione nella Chiesa [La contestación en la Iglesia], de 1969.
Don Lorenzo no es un católico contestatario como los de los años del posconcilio. Ciertamente no es un cura clerical, pero no quiere que se cree un grupo en torno a él, como él mismo dice a Adele Corradi, gran amiga y colaboradora suya: «Barbiana tiene que seguir siendo Barbiana. No quiero dejarme condicionar por la gente que gira a mi alrededor, como ciertamente se vio forzado a hacer el padre Balducci». La relación con Balducci es de estima, pero también de diferenciación.
A Don Lorenzo no se le podía encasillar ni menos aún utilizar: había que encontrarse con él, leerlo, confrontarse. Escandalizaba a los conservadores y a los tradicionalistas en un mundo en que todavía eran fuertes. Superaba a los progresistas en un tiempo en que tenían una identidad. Gesualdi se encontró de verdad con Don Milani. Conservó su memoria histórica con afecto y detalle. Reflexionó y profundizó sobre él. Con este libro nos ofrece hoy la destilada quintaesencia de su investigación y de su memoria. Tenemos que estarle agradecidos. No «clericaliza» en estas páginas a Milani. ¿Cómo podría hacerlo? Pero lo restituye en su dimensión fundamental, aquella dimensión de la cual brotan no solamente su acción pastoral en favor de los pobres, sino también su compromiso educativo y social, su mensaje cívico y tantas otras cosas. Más aún, a partir de los pobres de Barbiana no solamente hace escuela, sino también cultura, como se lee orgullosamente en las páginas de Carta a una maestra: «Cada pueblo tiene su cultura [...] Un poco de vida entre lo árido de vuestros libros, escritos por gente que solo ha leído libros» 3. La experiencia de la vida es la que el párroco quiere para sus muchachos: tienen que conocer, encontrarse y viajar (una dimensión en la que insiste mucho en una Italia en que los jóvenes, también los de buena posición, viajaban poco).
El sacerdote Milani tiene un lenguaje laico, concreto, libre, inconformista, que llama la atención de quienes valoran objetivamente su obra y de quienes no esperarían un lenguaje semejante de un sacerdote. Para Milani están ante todo su gente, sus pobres y sus muchachos. Este es el punto de partida: su comunidad de pobres y montañeses. En esto cree obedecer el mandato pastoral que la Iglesia le ha dado, aunque no expresa su adhesión con un lenguaje y un estilo eclesiásticos, sino con la franca originalidad de su humanidad.
En realidad –quiero subrayarlo–, no se puede clasificar a Don Milani con las categorías con las que se lee a los católicos de los años sesenta. Muchos lo han hecho, y es normal que así sea. Pero no lo han entendido. Con fina intuición afirma el P. Benedetto Calati, monje camaldulense, que vivió aquellos años cerca del ambiente toscano: «Milani parece aprender de sí mismo. Es un “cura único” en la historia del catolicismo italiano de posguerra». Y tiene razón. Calati señala también que, paradójicamente, podía parecer un «tradicionalista» al aceptar la realidad de la Iglesia. Tal vez no todas sus ideas habrían coincidido con la visión articulada y crítica del padre Benedetto.
Hablando a un congreso en el que participaban también el rector Giuseppe Lazzati y el joven Michele Gesualdi, cuyas actas fueron impresas en 1983, Calati indaga asimismo en las raíces de la espiritualidad del cura de Barbiana y señala su pasión por el Evangelio y su fuerte sentido de la Palabra de Dios que hay que vivir y comunicar. Y aquí se situaba también –añade con acierto– el compromiso de dar palabra y gramática a los pobres, a los montañeses y a los jóvenes. He ahí su sentimiento «sagrado» y liberador del valor de la lengua explicitado en la conocida expresión milaniana: «Por eso, dadme tiempo para hacer las cosas a fondo, es decir, remitiéndome a la gramática italiana, y poco a poco, en un lapso de veinte años, os llenaré de nuevo la iglesia». Milani critica la ausencia del estudio del Evangelio en la escuela, en lugar de leer los poemas antiguos en malas traducciones. Con su pasión, forjada en la lectura asidua de Gregorio Magno, comenta Calati: «Si hubiésemos estado más atentos como Iglesia a no perder el uso de las Escrituras en favor de nuestras leyes, de los recursos devocionales, habríamos comprendido que la “gramática” iba a ser siempre necesaria para comprender la Palabra».
Como se ha dicho, la sobria y profunda «espiritualidad» de Don Milani se hace pasión profunda por su gente y por sus pobres. Eso mismo nos atestigua este libro: se trata de su pueblo y de los pobres de Calenzano y de Barbiana. Su pasión es tan intensa como para ser acusado de exclusivismo y de clasismo. Es la misma pasión que, desde los primeros años, había concebido también leyendo y ayudando a traducir en el seminario el libro de los padres Godin y Daniel, France, pays de mission?, un texto que se sitúa en el origen de la misión de los sacerdotes obreros en Francia, que vivieron y trabajaron en el mundo del proletariado. El suyo es un sacerdocio concebido entre la «gente pobre», como diría Giorgio La Pira (que estimaba a Milani y le ayudó en alguna ocasión). En 1947 escribe Milani a Carlo Weiss, hombre de profundas convicciones anticomunistas, que justamente el comunismo viene de problemas antiguos y profundos: son los bárbaros que invaden el Imperio romano.
Nosotros no podemos ser comunistas, pero no podemos mirar el comunismo como un enemigo que combatir y destruir, sino todo lo contrario: si acaso, es un mundo que cristianizar. San Gregorio Magno no fue en modo alguno paganizante cuando fue a Roma con sus monjes a abrir los brazos de la Iglesia a los bárbaros.
En 1964 escribía Milani a Florit, que lo definía como clasista y absolutista: «He servido durante diecisiete años a la Iglesia en sus pobres». Y los