¿A qué nos referimos cuando hablamos de pornografía o decimos que algo es pornográfico?
Éste es uno de esos términos o conceptos que hablan más del sujeto clasificador que de los objetos o sujetos que son clasificados. En este sentido Raquel Osborne señala que existen tantas definiciones de pornografía como personas deseen proponer una, de este modo “se habla de obscenidad, erotismo, pornografía o indecencia para referirse a las mismas cosas, dependiendo de quién use estos términos.”1 Algunas definiciones apuntan al contenido del material: toda representación -texto, imagen- de sexo explícito no simulado, destinada a ser consumida por el público. Otras más en términos funcionales: el material que apunta a estimular la fantasía con el fin de provocar la excitación sexual. Hasta llegar a afirmaciones que develan el carácter polisémico y moralizante del término como la del escritor francés Alain Robbe-Grillet: “la pornografía es el erotismo de los otros”. El intento de distinguir entre “erotismo” y “pornografía” ha sido una tarea controvertida a lo largo de la historia del cine. Dependiendo del censor o el ente calificador, determinado film ha sido permitido, prohibido, censurado o calificado como “X” o “condicionado”. ¿Las películas “El imperio de los sentidos” (Nagisa Oshima), “Calígula” (Tinto Brass) y “Emanuelle” (Just Jaeckin) son eróticas o pornográficas? Hacerse esta pregunta en la actualidad puede llevarnos a una respuesta obvia; pero ¿qué habrían respondido distintos sectores sociales en la década de 1970, cuando fueron estrenadas? Sin dudas, la respuesta nos lleva a darle crédito a la irónica frase que postula que la pornografía de hoy no es más que el erotismo de mañana.
Pierre Bourdieu califica la oposición entre pornografía y erotismo como “hipocresía esencial”, ya que “enmascara, gracias a la primacía concedida a la forma, el interés otorgado a la función, y lleva a hacer lo que se hace como si no se hiciera.”2 La operación de distinguir estos dos campos demuestra el esfuerzo por legitimar ciertas expresiones socio-culturales sobre otras, siguiendo la lógica de la jerarquización de las diferencias (“la distinción”) de esas mismas expresiones, teniendo como objetivo el logro y mantenimiento de cierto capital cultural y social.3 La misma lógica de jerarquización podemos observarla en la idealización de la sexualidad heterosexual genital en detrimento de las diversas formas de sexualidad y de erotismo no heterosexuales, no reproductivas y/o no genitales que históricamente fueron expulsadas de la bendita “normalidad” a las tinieblas de las “perversiones”. En síntesis, podríamos decir que cualquier demarcación entre erotismo y pornografía será ideológica.
En la línea que venimos argumentando, Jorge Leite Jr. advierte que lo importante no es si algo es erótico o pornográfico, sino más bien la representación de la sexualidad como un negocio, tanto la perteneciente a la élite empresarial y culturalmente valorada (“arte erótico”) como las provenientes de sectores populares que comúnmente son consideradas inferiores, vulgares u obscenas (pornografía). Y propone una definición de pornografía centrada en la sexualidad como producto de consumo: “toda clase de producción escrita, musical, audiovisual o plástica orientada a un mercado específico y que tiene como principal objetivo el logro de beneficios económicos mediante la excitación de sus consumidores.”4
Desde una perspectiva psicoanalítica hablar de consumo de pornografía o de erotismo no depende tanto del material en cuestión, sino del sujeto que lo consume. Las mismas imágenes pueden ser utilizadas como parte de los juegos eróticos de un sujeto o una pareja y como motor del deseo, a lo que podríamos llamar erotismo, o bien, puede tratarse de un consumismo compulsivo y repetitivo propio de la pulsión de muerte; es decir, angustia automática que se libera en forma de “descarga sexual” y que tiene resonancias con la compulsión a la repetición.
Si bien los investigadores coinciden en fechar el surgimiento de la pornografía en el Renacimiento, ubicando que una gran parte de la producción de obras pornográficas de esta época tenían como finalidad el cuestionamiento y la crítica a las autoridades políticas, militares y religiosas, y burlarse de los valores morales de la burguesía;5 entre fines del siglo XIX y principios del siglo XX se produce un alejamiento de la crítica político-social al tiempo que con el afianzamiento del capitalismo y el desarrollo de la cultura de masas y la industria del entretenimiento se acrecienta el valor del sexo como un producto en el mercado del placer.6 No es la primera vez en la historia (ni la última) que un movimiento crítico, instituyente es asimilado y engullido por el poder instituido.7 Paul B. Preciado8 ubica que luego de la Segunda Guerra Mundial comienza a operarse otro cambio en la “subjetividad sexual” cuyos indicadores paradigmáticos son la píldora anticonceptiva y la revista Playboy. Se trata de la instauración de un capitalismo que designa como fármaco-pornográfico. Con este adjetivo hace referencia a una economía que funciona con el despliegue simultáneo e interconectado de la producción de cientos de toneladas de esteroides sintéticos, la difusión global de imágenes pornográficas, la elaboración de nuevas variedades psicotrópicas sintéticas legales e ilegales y la extensión a la totalidad del planeta de una forma de arquitectura urbana en la que vastos sectores que viven en la extrema pobreza conviven con nudos de alta concentración de capital.9 Como señala Enrique Carpintero, una cultura caracterizada por la ruptura del lazo social donde “el ‘individualismo negativo’ ha transformado el deseo sexual en una obligación y debe ser vendido según las leyes del mercado capitalista.”10 La sexualidad pasó de ser algo connotado como privado y secreto a ofrecerse como un producto más y, al igual que con cualquier mercadería u objeto, el otro se vuelve descartable, se pueden tener infinidad de relaciones sexuales, pero no intercambios intersubjetivos. Si bien, el discurso pornográfico se propone como “un saber” acerca del “secreto” acerca del sexo; la pornografía más que develar “una verdad” sobre el sexo, transmite una ideología sobre él. Para Preciado se trata de “sex design”.11
Asimismo, no podemos soslayar que el origen y evolución de la pornografía está en estrecha relación con la satisfacción de los deseos sexuales de los varones heterosexuales.
El investigador chubutense Daniel Jones a través de una investigación sobre sexualidades adolescentes realizada en Trelew encuentra que ver pornografía grupalmente es algo frecuente entre varones de 12 a 15 años, no así en las mujeres, a quienes no les interesa, la rechazan y si lo hacen lo ocultan por el rechazo social que implica. Parte de los varones entrevistados afirma que lo hace por la curiosidad típica de esa edad y para divertirse, mientras que otros valoran la pornografía como fuente de conocimientos, ya que se aprenden “cosas que no te cuentan” en la familia o en la escuela: “el cuerpo completamente desnudo de una mujer (en una actitud erótica), el sexo oral y el sexo anal, las diferentes posiciones para tener relaciones y otros asuntos relativos al placer.”12 Afirmaciones equivalentes pudimos hallar en talleres sobre sexualidad realizados con jóvenes de escuelas públicas del conurbano bonaerense.
¿Qué tipo de sexualidad se “aprende” al ver una película porno tradicional?
En primer lugar: un discurso normativo acerca del sexo y la sexualidad y, al mismo tiempo, sistemas de valores de género. Como lo denuncian infinidad de agrupaciones y autoras feministas, las actividades sexuales que expone y difunde este género de películas degradan, someten y/o cosifican a las mujeres. Sus contenidos, pensados por y para varones heterosexuales, responden a una lógica de erotismo masculino reproduciendo