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—Lo mejor de los noventa sigue siendo aquella zambullida de Trainspotting en el váter más sucio de Escocia.
—Bueno, mira las películas de Fassbinder, o las de Antonioni… En todas hay alguna escena importante en un retrete. Y qué me dices de Kusturica, con aquel intento de suicidio en el baño totalmente absurdo. Creo que era en Papá está en viaje de negocios… La tipa se cuelga de la cisterna y en vez de ahorcarse, tira de la cadena.
—Me da por saco Kusturica. Es un gandul y un coñazo de tío. El típico hijoputa balcánico. Y un sentimental.
—Bueno, vale. Olvídate de Kusturica. Mira a Nadja Auermann, sentada en el váter y posando para Helmut Newton. O a Naomi Campbell, también en la taza, abierta de patas y afeitándose la pantorrilla. Y, encima, en la portada de su primer álbum. Casi te dan ganas de reencarnarte en forma de retrete.
—Hace un año o así montaron un simposio en Hong Kong con propietarios de baños públicos y demás gente del gremio. Todos asiáticos. Lo vi en el periódico. ¿Y sabes qué informes se presentaron? Vas a flipar. Cosas como: «Métodos prácticos para la eliminación de los malos olores». O: «Desarrollo histórico de los váteres públicos en la provincia de Guangzhou». Pero el título más guapo era: «Análisis de la satisfacción ciudadana en los aseos públicos de la República de Corea». Debo de tener guardado por ahí el recorte.
—Un amigo mío fue a Pekín y a la vuelta me habló de los aseos del aeropuerto de allí. Un hangar largo, dividido en cubículos con muretes de menos de un metro de altura. Los chinos son canijos, ya sabes. Y sin techo. Te acuclillas en el cubículo, te asoma medio torso por encima, y a ambos lados tienes chinos que te saludan y sonríen majísimos ellos. Por debajo, entre tus piernas, fluye un arroyo en el que, si te fijas bien, puedes distinguir las frutitas de todos los participantes que tienes a tu izquierda.
—En la mili, las letrinas eran más o menos la misma movida. Solo de pensar en ellas me empiezan a picar los ojos. Nos hacían echar cal clorada para desinfectarlas. Esa mierda te deja totalmente ciego. Los encargados de las letrinas eran siempre los sargentos, así que, cuando querían pagarla con alguno de nosotros, solo tenían que mandarte allá con la fregona. Un recluta, para vengarse, mangó de las cocinas un kilo entero de levadura y lo echó en los agujeros. Imagínate, la papilla aquella empezó a bullir, a hincharse, a desbordarse…
—Me acuerdo de una pintada en un retrete de Berlín: «Come mierda. Millones de moscas no pueden estar equivocadas». En alemán, claro.
—¿Alguien quiere más salsa?
—Los grafitis serán todo un capítulo aparte en la Historia General… ¿Por qué uno se suelta a escribir precisamente en el váter? La mayoría de los que escriben allí no creo que tengan la misma inclinación fuera. Estoy seguro de que jamás han escrito una línea sobre papel. Las paredes de un retrete son un medio de comunicación singular. Publicar allí conlleva otro tipo de recompensas. ¿Será que cuando uno se queda a solas consigo mismo se ponen en marcha mecanismos ocultos, un instinto primordial que le empuja a uno a dejar un registro, una huella de su paso por el mundo? Mira lo que te digo: no me sorprendería que las pinturas rupestres se garabatearan mientras aquel hombre primitivo estaba en cuclillas, obrando.
—Ya, pero es difícil demostrarlo, porque los excrementos no perduran, tienen un período corto de descomposición.
—De todas formas, no estaría mal que exploraran bien el suelo alrededor en busca de coprolitos… Yo te insisto con lo de las pintadas de váter. El lugar más aislado y solitario de la tierra resulta ser bastante público. Hace unos años, solo era posible dar con eslóganes antigubernamentales en los baños públicos. Todo el coraje de la sociedad se vertía precisamente ahí, en esas paredes.
—Revoluciones íntimas de cagadero. Menuda mierda de coraje, menuda mierda de sociedad. Justo cuando se cagan de miedo cogen y pintarrajean por las paredes «Abajo T. Zh.»2 y «Ojalá reviente el PCB». No me vengas con esas, coño. ¿Esa es nuestra disidencia? El único lugar público donde esa gente protestaba eran los aseos públicos.
—Aplausos frenéticos e infinitos…
—Hace años leí en un retrete: «No te esfuerces, aquí no hay plan de producción».
—Bueno, y ¿qué es lo que he dicho yo? Precisamente digo que el escusado era el único sitio libre de vigilancia. La única utopía real, en la que el poder está ausente, en la que todos somos iguales y cada uno puede hacer lo que quiera con la coartada de que hace aquello para lo que ha entrado. Sensación de impunidad absoluta. Solo en la tumba y en el cagadero puede un hombre experimentar algo semejante. Lo curioso es que los dos espacios comparten más o menos las mismas dimensiones. Por otra parte, en todos esos eslóganes…
—Los eslóganes de la próstata como eslóganes de la protesta. Con eso tienes para un doctorado.
—Calla, joder… Digo que en todos esos eslóganes de las paredes del retrete puede que no encuentre uno un solo impulso político de verdad. Puede que respondan a una rebelión del idioma. En el escusado no entra solamente tu cuerpo con sus cuartos traseros, con él entra también la lengua. La lengua también tiene la necesidad de bajarse los pantalones, de aliviarse, de liberar todo lo que se le ha acumulado a lo largo de todo el puto día. A lo largo de toda su vida de mierda, uno escucha discursos imbéciles, lee periódicos imbéciles, habla con personas imbéciles, y cuando se queda a solas en el retrete le entran las santas ganas de escribir «polla» o «puta mierda» en la pared. Esas son las aguas menores y mayores de la lengua. Y ahora mismo, mientras hablamos de cagar, realmente estamos hablando del idioma.
—Solo os digo que los higaditos se han enfriado, los sesos se han necrosado, y yo me tengo que ir. Y cuando mi mujer me pregunte de qué hemos hablado hoy, tendré que decirle: ha sido una conversación de mierda.
—¡Uy! ¿Lo has dicho? ¿Con esa boquita tuya tan escrupulosa? Caballeros, un brindis por él. He aquí la auténtica revelación del día.
6
Me gustaría que alguien dijese: la novela
es buena porque está entretejida con titubeos.
Al día siguiente se despertó tarde. No había recogido nada de la noche anterior. Los ceniceros apestaban como volcanes recién extinguidos, si es que los volcanes apestan. Anoche se agarró un pedo con los tres colegas que le ayudaron a hacer la mudanza. Pasaron la velada hablando de váteres. Él mismo dirigía la conversación hacia el asunto. Era lo mejor para todos. Nadie tenía ganas de hablar de lo que había pasado. Nadie lo mencionó siquiera. Lo mejor para que una conversación fluya es que haya un tema en concreto que evitar.
Se levantó de la cama. Bueno, en realidad había dormido vestido sobre un colchón tirado en el suelo. Se dirigió al baño, tropezó con una caja llena de libros. Soltó un juramento. Se preguntó cuándo se pondría en serio a ordenar todo aquello: cajas, sacos con libros, la cama, que aún seguía allí sin montar, una máquina de escribir antediluviana y otros trastos. Ah, claro, y la mecedora de bambú. La mecedora resultaba gigantesca para las dimensiones del cuarto. Ocupaba casi la mitad del espacio. Pero aportaba un toque de exquisitez decadente en todo aquel caos. Al volver del cuarto de baño rodeó con cuidado las cajas apiladas en el pasillo, pero no evitó golpearse la cabeza con la pantalla de la lámpara, herencia de los inquilinos anteriores, que pendía demasiado baja del techo.
Se dejó entonces caer en la mecedora. Y, por primera vez en los últimos días, se puso a pensar. Hasta ayer lo tenía todo. Tenía un piso amplio en uno de los mejores barrios de la ciudad, un teléfono, dos gatos, un trabajo relativamente bueno, dos