Rolo, el dueño del boliche, cierra una de las puertas de lata. Adentro, el DJ desenchufa los equipos y apaga las luces altas. Popeye se acerca a la entrada, pisa algunos vasos de plástico y colillas de cigarrillo. En un rincón, varias entradas cortadas a la mitad forman una montaña de basura. El dueño cierra la caja con la recaudación y la lleva hacia adentro. Popeye piensa que algún día junto a Cachito y un par de Leones (no todos, porque en algunos no se puede confiar), podrían conseguir armas, ponerse una máscara –o una media de mujer– y venir un sábado a esta misma hora y con este mismo frío, apoyar el revólver en la espalda del policía, decirle que no se haga el héroe y llevarlo hacia adentro. También piensa que podrían quitarle las esposas y las municiones, atarle las manos, taparle la boca, pegarle un par de patadas para asustarlo y encerrarlo en el baño. Que podrían apuntar al dueño y decirle a los bármanes que no se metan, que se tiren al suelo y besen el piso sucio; decirles que por nada del mundo levanten la mirada, mientras ellos se llevan el dinero de las entradas y de la barra.
Popeye piensa en eso y se le esboza una sonrisa. El policía le toca la espalda con la cachiporra para que se vaya.
No te hagás el héroe, dice Popeye.
El lugar está vacío, el último grupo de chicos se aleja por el puente. Escucha las risas y las voces. Tampoco quedan remises. No le importa. Le gusta caminar, el frío le agrada y aún queda cerveza en el vaso. Arrastra los pies por medio de la calle. Lleva la campera desprendida y la ropa emana olor a tabaco mezclado con sudor.
Una Trafic le hace cambio de luces, toca bocina, pasa a su lado y acelera. Una correntada de aire helado le sopla de atrás. Putea. La Trafic continúa por la avenida. Popeye le da sorbos a la cerveza. En la esquina dobla y enfila para el barrio. Si fuera más temprano iría a la casa de Cachito, tocaría la ventana, le contaría que bailó con la mejor amiga de su novia y que podría ser un buen alero para salir los cuatro. Cerca de la plazoleta los pensamientos se le dispersan. La cerveza se le acaba, arroja el vaso y lo pisa. El plástico se abolla. Busca en los bolsillos algún billete para comprar otra en el negocio de la Turca. Tararea «Chiquita, bonita, me dejaste solo / en medio de la fiesta te fuiste con otro…». La camioneta roja surge de la nada, como si se hubiera teletransportado igual que Goku. Escucha un motor que acelera, las ruedas que se traban, chillan y se deslizan en el asfalto. La Ford F-100 se cruza en su camino. Las luces del vehículo iluminan un garaje. Las puertas se abren, dos tipos bajan y antes de que tenga tiempo de reaccionar, un martillo se eleva y lo golpea en la frente. El hueso suena, cierra los ojos. Rayas rojas y negras le atraviesan la mente, hasta que la oscuridad se adueña de su cabeza.
Los Calaveras alzan a Popeye y lo arrojan a la caja. El cuerpo rebota en la chapa como una bolsa de porotos. Se suben a la camioneta y salen despacio. Doblan en «u» y toman de nuevo la rotonda, pasan por el boliche y el Cuca saluda al dueño, que guarda cajas de bebidas en el baúl de un Toyota negro. Los Calaveras manejan hacia la salida de la ciudad. En la cabina se produce un silencio tenso, breve, hasta que Santiago suelta el primer grito. Afuera la temperatura es muy baja pero los Calaveras desearían estar sin remeras y tomando cerveza helada. El Cuca aprieta el acelerador y dice:
¡Cómo cayó!
Sííííí, dice Santiago.
Lo del martillo fue increíble, dice Diego y se cagan de risa.
Entre Tartagal y Mosconi, antes de llegar al telo de focos rojos y forma de castillo, la camioneta deja la ruta y por la banquina se dirige una de la calles de tierra. Las luces del vehículo alumbran la entrada, hay un solo farol que indica que allí empieza un sendero. Una suave llovizna de invierno comienza a caer. A los costados se levantan casas de campo, quinchos cerrados con grandes asadores y jardines amplios. Hay árboles de paltas, mangos y flores secas. También dos canchas de pádel abandonadas y un par de piletas vacías. Al fondo, la finca de Santiago.
Diego baja y abre el portón. De lejos se escuchan los ladridos del rottweiler.
La F-100 entra. Cerca del galpón esperan el Mono y el Gordo. Ellos son los que se encargan de Popeye. Bajan la compuerta, el Mono se sube, empuja el cuerpo y el Gordo lo recibe. Luego lo sostienen de piernas y brazos y lo meten en el tinglado. El perro sigue ladrando y tira de la soga; el palo parece ceder.
A Popeye lo sientan y lo atan con los brazos hacia atrás y los tobillos sujetos a las patas delanteras de la silla. Popeye abre los ojos, siente la cabeza hinchada y un dolor en el medio de la frente. Apenas puede ver una máquina fumigadora con las alas rotas, un par de tachos vacíos, una rueda de tractor, una lámpara que cuelga del techo y cinco tipos, cinco Calaveras que lo rodean, que lo miran con los ojos llenos de bronca, que respiran de manera frenética como animales a punto de atacar. Escucha los ladridos y un golpe le cierra el ojo izquierdo y la pupila le queda latiendo. Le pegan en la nariz y algo se quiebra y arde. Sangre y dolor. Intenta respirar, cuesta. Otra mano se estrella en la mejilla. En medio de la golpiza cree reconocer una cara, pero enseguida una venda negra le cubre los ojos.
Basta, dice Popeye y llora. Trata de soltarse las manos y la soga le quema las muñecas.
El Cuca le mete un gancho en el estómago y Popeye grita, se retuerce y se queda sin aire. Abre grande la boca.
Los Calaveras siguen golpeando y festejan y se empujan entre ellos para que nadie se quede sin pegar. Giran alrededor de Popeye y tiran patadas. Se alientan y los gritos retumban en cada rincón del galpón. Una de las patas de la silla se rompe y Popeye cae hacia delante. La cabeza golpea en el suelo. El ruido es seco. Tiene la cara apoyada en el piso, respira sangre y se atraganta. Escupe. Antes de que comiencen las patadas, los Calaveras se detienen por un momento, se calman. Respiran profundo. Popeye se arrastra dejando una mancha roja en el suelo. El Cuca se agacha y le quita la venda. Le toca la cara y el cuello. Luego lo mira a Santiago y dice:
Traé al perro.
Santiago sale del galpón y deja el portón abierto.
Vuelve con el rottweiler. Lo lleva de una soga y el perro gruñe, hace fuerza para liberarse. Los músculos se le tensionan y la boca se le llena de baba. Santiago acerca el animal al cuerpo de Popeye y cuando el Cuca da la orden, lo suelta.
El amigo de Franki Porta
Me quedé solo. Mi mejor amigo, Rubén Palavecino, hermano de saliva y sangre, se puso de novio con la Flaca Acosta, una compañera de curso. Se sentaba con ella. En los recreos caminaban de la mano hasta la cantina, compartían sánguches de salame, vasos de gaseosa y se besaban cerca de los canteros de la escuela, a escondidas de la preceptora. A veces yo los acompañaba, pero no era lo mismo. Me sentía un perro que camina atrás de sus dueños.
Según los vagos del fondo, esa mina lo había engualichado. Tyson juraba que, en una fiesta, la Flaca exprimió una toallita femenina y cayeron algunas gotas de sangre sobre un vaso de cerveza, que después tomó Rubén. Cuando Tyson contaba eso poníamos cara de asco y le decíamos que se callara. No se le podía creer nada. Lo cierto era que estábamos en tercero y entre los compañeros teníamos nuestros mejores amigos. Pero el mío estaba súper enamorado de la Flaca Acosta.
Ese mismo año Franki Porta llegó al pueblo y a la escuela. Venía de la ciudad. Por lo general los pibes que llegaban de la Capital traían el pelo largo, piercings en las cejas y pantalones anchos que se les caían y tenían que levantarlos a cada rato. Pero Franki usaba el pelo corto y su vestimenta era discreta. Lo que me llamó la atención fueron sus grandes ojos marrones claros, bien claros, tanto que parecían transparentes.
Franki se sentó conmigo. Creo que los primeros días apenas abrió la boca para saludar a la entrada y despedirse a la salida. Según Tyson y los vagos del fondo, era maricón. Porque cuando el director Musso caminaba por los pasillos o entraba al curso y el silencio se adueñaba del lugar, Franki temblaba, cerraba los ojos y se llevaba las manos a los oídos.
La verdad es que el director era un hijo de puta. Su nombre verdadero era Rivas y le decíamos Musso por Mussolini, ya que manejaba la escuela como si fuera un cuartel o, en el peor de los casos, una cárcel. Según los de quinto, a un compañero que tiró una bombita de olor en la cantina, Musso lo encerró en la dirección y le metió una