La cuestión de los retornos históricos es antigua en la historia del arte; de hecho, en la forma del renacimiento de la antigüedad clásica, es fundacional. Preocupados por abarcar diversas culturas en una narración única, los fundadores hegelianos de la disciplina académica representaron estos retornos como movimientos dialécticos que hacían avanzar la peripecia del arte occidental y propusieron figuras apropiadas para esta narración histórica (así, Alois Riegl sostuvo que el arte avanza a la manera en que gira un tornillo, mientras que Heinrich Wölfflin aportó la imagen afín de una espiral)[1]. Pese a las apariencias, esta noción de una dialéctica no fue rechazada en la modernidad; al menos por lo que se refiere al formalismo angloamericano, se continuó, en parte, por otros medios. «La modernidad nunca ha significado nada parecido a una ruptura con el pasado», proclamó Clement Greenberg en 1961, en los inicios del período del que aquí me voy a ocupar; y en 1965 Michael Fried fue explícito: «hace ya más de un siglo que en las artes visuales funciona una dialéctica de la modernidad»[2].
Evidentemente, estos críticos subrayaban la naturaleza categórica del arte visual à la Kant, pero lo hacían para conservar su vida histórica à la Hegel: se demandaba del arte que se atuviera a su espacio, «a su área de competencia», a fin de que pudiera sobrevivir e incluso prosperar en el tiempo, y así «mantener los pasados niveles de excelencia»[3]. De modo que había una modernidad formal ligada a un eje temporal, diacrónico o vertical; en este respecto se oponía a una modernidad vanguardista que sí aspiraba a «una ruptura con el pasado», la cual, preocupada por ampliar el área de competencia artística, favorecía un eje espacial, sincrónico u horizontal. Uno de los principales méritos de la neovanguardia abordados en este libro es que trataba de mantener estos dos ejes en coordinación crítica. Lo mismo que la pintura y la escultura tardomodernas defendida por los críticos formalistas, reelaboró sus ambiciosos antecedentes y de este modo sostuvo el eje vertical o la dimensión histórica del arte. Al mismo tiempo, recurrió a los paradigmas del pasado para abrir posibilidades presentes y de ese modo desarrolló también el eje horizontal o la dimensión social del arte.
Hoy en día la orientación de muchas prácticas ambiciosas es diferente. A veces el eje vertical es despreciado en favor del eje horizontal, y a menudo la coordinación entre ambos parece rota. En cierto modo, este problema puede achacarse igualmente a la neovanguardia en su implícito deslizamiento de un criterio disciplinario de calidad, juzgado en relación con niveles artísticos del pasado, a un valor vanguardista de interés, provocado por el cuestionamiento de los límites culturales del presente; pues este deslizamiento implícito (tratado en el capítulo 2) comportó un movimiento parcial de las formas intrínsecas del arte a los problemas discursivos en torno al arte. Sin embargo, solamente la neovanguardia temprana no realizó este cambio putativo de «una sucesión histórica de técnicas y estilos» a «una simultaneidad de lo radicalmente dispar»[4]. Únicamente con el giro etnográfico del arte y la teoría contemporáneos, como sostengo en el capítulo 6, es tan pronunciado el giro de las elaboraciones específicas para el medio a los proyectos específicos para el debate[5].
La mayoría celebra esta expansión horizontal, pues ha recuperado para el arte y la teoría sitios y públicos largo tiempo apartados de ellos y ha abierto otros ejes verticales, otras dimensiones históricas, al trabajo creativo. Pero este movimiento también suscita interrogantes. En primer lugar, está la cuestión del valor invertido en los cánones del arte del siglo XX. Este valor no está establecido: siempre hay invención formal que redesplegar, sentido social que resignificar, capital cultural que reinvertir. Renunciar sin más a este valor es un error, estética y estratégicamente. En segundo lugar, está la cuestión de la pericia, que tampoco debería despreciarse como elitista. A este respecto, la expansión horizontal del arte ha depositado una enorme carga sobre los hombros tanto de los artistas como de los espectadores: cuando uno pasa de un proyecto a otro, debe calibrar el aliento discursivo así como la profundidad histórica de no pocas representaciones diferentes, a la manera en que un antropólogo entra en una nueva cultura con cada nueva exposición. Esto es muy difícil (aun para los críticos que hacen poco más), y esta dificultad puede impedir el consenso sobre la necesidad del arte, por no hablar del debate sobre los criterios del arte significativo. Cuando las diferentes comunidades interpretativas se gritan unas a otras o caen en el silencio, los ignorantes reaccionarios pueden apoderarse del foro público sobre el arte contemporáneo, lo cual por cierto ya han hecho para condenarlo.
Una de las principales preocupaciones de este libro es, pues, la coordinación de los ejes diacrónico (o histórico) y sincrónico (o social) en el arte y la teoría. De esta preocupación derivan las dos nociones que rigen lo que trato (en los capítulos 1 y 7 en particular). La primera es la noción de parallax, que implica el aparente desplazamiento de un objeto causado por el movimiento real de su observador. Esta figura subraya que los marcos en que encerramos el pasado dependen de nuestras posiciones en el presente y que estas posiciones las definen esos marcos. También cambia los términos de estas definiciones de una lógica de la transgresión vanguardista hacia un modelo de (des)plazamiento deconstructivo, lo cual es mucho más adecuado para las prácticas contemporáneas (donde el giro del «texto» intersticial al «marco» institucional es pronunciado). La reflexividad del espectador envuelta en la noción de parallax se anticipa también en la otra noción fundamental en este libro: la acción diferida. En Freud un acontecimiento se registra como traumático únicamente si hay un acontecimiento posterior que lo recodifica retroactivamente, en acción diferida. Aquí yo propongo que la significación de los acontecimientos de vanguardia se produce de un modo análogo, mediante una compleja alternancia de anticipación y reconstrucción.
Tomadas juntas, por lo tanto, las nociones de parallax y de acción diferida reactivan el cliché no sólo de la neovanguardia como meramente redundante de la vanguardia histórica, sino también de lo posmoderno como una fase tardía en relación con lo moderno. De esta manera espero que maticen mis explicaciones tanto de los deslizamientos estéticos como de las rupturas históricas. Por último, si este modelo de retroacción puede contribuir a cualquier resistencia simbólica a la obra de retroversión tan difundida en la cultura y la política de hoy en día –es decir, el desmontaje reaccionario de las transformaciones progresistas del siglo–, tanto mejor[6].
Este libro rastrea unas cuantas genealogías del arte y la teoría desde 1960, pero con el fin de aproximarse a la actualidad: ¿qué produce un presente como diferente y cómo un presente enfoca a su vez un pasado? Esta pregunta implica también la relación del crítico con la obra histórica y aquí nadie escapa al presente, ni siquiera el historiador del arte. La comprensión histórica no depende del apoyo contemporáneo, sino que parece requerirse un compromiso con el presente, sea artístico, teórico y/o político. Por supuesto, los historiadores innovadores del arte moderno tienden desde hace mucho tiempo a ser críticos incisivos también de las prácticas contemporáneas, y esta visión paralláctica ha llevado con frecuencia a otros criterios en relación con ambos objetos de estudio[7].
Anticipo esta cuestión no para destacar mi nombre, sino para subrayar lo que me diferencia de los demás. Prominentes historiadores del arte como Michael Fried, Rosalind Krauss y T. J. Clark difieren en cuanto a métodos y motivaciones, pero comparten una profunda convicción