[45] En el ensayo dedicado a esta noción, quizá la crucial en el paso de una problemática estructuralista a una postestructuralista, Derrida escribe: «La différance no es ni una palabra ni un concepto. En ella, sin embargo, vemos la unión –más que la suma– de lo que ha sido más decisivamente inscrito en el pensamiento de lo que es convenientemente llamado nuestra “época”: la diferencia de fuerzas en Nietzsche, el principio de la diferencia semiológica de Saussure, la diferencia como la posibilidad de la facilitación neuronal, la impresión y el efecto diferido en Freud, la diferencia como la irreductibilidad de la huella del otro en Lévinas y la diferencia óntico-ontológica en Heidegger» (Speech and Phenomena, trad. ingl. David B. Allison, Evanston, Northwestern University Press, 1973, p. 130 [ed. cast.: La voz y el fenómeno, Valencia, Pre-Textos, 1993]).
[46] Derrida, Writing and Difference, trad. ingl. Allan Bass, Chicago, University of Chicago Press, 1978, pp. 202, 203 [ed. cast.: La escritura y la diferencia, Madrid, Alianza Editorial, 1989, pp. 279, 280].
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EL QUID DEL MINIMALISMO
Arte de ABC, estructuras primarias, arte literalista, minimalismo: la mayoría de los términos empleados para referirse a la obra relevante de Carl Andre, Larry Bell, Dan Flavin, Donald Judd, Sol LeWitt, Robert Morris, Richard Serra y otros sugieren que este arte no es sólo inexpresivo, sino casi infantil. A menudo despreciado en los años sesenta como reductor, el minimalismo fue con frecuencia considerado en los ochenta como irrelevante, y ambas condenas son demasiado vehementes para tratarse únicamente de una cuestión polémica dentro del mundo del arte. Más allá de los intereses personales de los artistas y críticos comprometidos con los ideales humanistas y/o las imágenes iconográficas en el arte, estas condenas del minimalismo estaban condicionadas por dos acontecimientos relacionados: en los sesenta por una sensación específica de que el minimalismo consumaba un modelo formalista de la modernidad, lo completaba y rompía con él a la vez; y en los ochenta por una reacción general que empleaba una condena de los años sesenta para justificar un retorno a la tradición en el arte y en lo que no es el arte. Pues así como los derechistas de los años cincuenta trataron de enterrar el radicalismo de los treinta, los derechistas de los ochenta trataron de cancelar las reivindicaciones culturales e invertir los avances políticos de los sesenta, que para estos neoconservadores resultaban sumamente traumáticos. Para los radicales gingrichianos de los años noventa nada cambió mucho y la pasión política contra los sesenta es tan ardorosa hoy como siempre[1].
De manera que lo que está en juego en esta condena es la historia, en la cual el minimalismo dista de estar muerto, y menos para aquellos que desearían que lo estuviera. Nos hallamos, sin embargo, ante un caso de perjurio, pues en los ochenta el minimalismo era representado como reductor y retardataire a fin de hacer que el neoexpresionismo pareciera expansivo y vanguardista, y por eso se tergiversaron las diferentes políticas culturales de los minimalistas sesenta y los neoexpresionistas noventa. Pese a todas sus aparentes libertades, el neoexpresionismo participó en las regresiones culturales de la era Reagan-Bush, mientras que pese a todas sus aparentes restricciones el minimalismo abrió un nuevo campo del arte, cuya exploración continúa la obra avanzada del presente, o al menos eso será lo que este capítulo tratará de demostrar. Para ello, lo primero es poner en su lugar la recepción del minimalismo, y luego plantearse una contramemoria mediante la lectura de sus textos fundamentales. Esta contramemoria será a continuación usada para definir las implicaciones dialécticas del miniminalismo con el arte moderno tardío y neovanguardista, lo cual a su vez sugerirá una genealogía del arte desde los años sesenta a la actualidad. En esta genealogía el minimalismo figurará no como un distante final muerto, sino como una culminación contemporánea, un deslizamiento de paradigma hacia las prácticas posmodernas que siguen elaborándose hoy en día. Por último, esta genealogía llevará de vuelta a los años sesenta, es decir, al lugar del minimalismo en esta conjunción crítica de la cultura, la política y la economía de posguerra[2].
Recepción: «Me opongo a la idea de reducción total»
A primera vista todo parece muy simple, aunque en cada serie de obras una ambigüedad perceptiva complica las cosas. Reñida con los objetos específicos de Judd está su composición no específica («una cosa detrás de otra»)[3]. Y así como las gestalts dadas de Morris son más contingentes que ideales, así las toscas planchas de Serra son redefinidas por nuestra percepción de ellas en el tiempo. Mientras tanto, la lógica de enrejados de LeWitt puede ser obsesiva, casi demente[4]; e incluso los cubos perfectos de Bell, que parecen herméticamente cerrados, reflejan el mundo exterior. De modo que lo que se ve es lo que se ve, según la famosa sentencia de Frank Stella[5], pero las cosas nunca son tan sencillas como parecen: no obstante el positivismo del minimalismo, en estas obras la percepción se hace reflexiva y compleja.
Sol LeWitt, A 9 (de «Proyecto serial #»), 1966.
Aunque la sorpresa experiencial del minimalismo es difícil de recuperar, su provocación conceptual perdura, pues el minimalismo rompe con el espacio trascendental del arte más moderno (si no con el espacio inmanente del readymade dadaísta o el relieve constructivista). El minimalismo no sólo rechaza la base antropomórfica de la mayoría de la escultura tradicional (aún residual en los gestos de la obra abstracto-expresionista), sino también la desubicación de la mayoría de la escultura abstracta. En una palabra, con el minimalismo la escultura deja de estar apartada, sobre un pedestal o como arte puro, sino que se recoloca entre los objetos y se redefine en términos de lugar. En esta transformación el espectador, negado el seguro espacio soberano del arte formal, es devuelto al aquí y ahora; y en vez de a escudriñar la superficie a fin de establecer un mapa topográfico de las propiedades de su medio, a lo que se ve impelido es a explorar las consecuencias perceptuales de una intervención particular en un lugar dado. Ésta es la reorientación fundamental que el minimalismo inaugura.
Explicitada por artistas posteriores, esta reorientación fue sentida por críticos tempranos, la mayoría de los cuales la lamentaron como una pérdida para el arte. Sin embargo, en la acusación moralista de que el minimalismo era reductor subyacía la percepción crítica de que empujaba al arte hacia lo cotidiano, lo utilitario, lo no artístico. Para Clement Greenberg los minimalistas confundieron lo innovador con lo estrafalario y, por lo tanto, buscaron efectos extraños antes que las cualidades esenciales del arte. Por eso era por lo que trabajaban en tres dimensiones (nótese que no llama «esculturas» a estas obras), una zona en la que lo que para Judd es específico para Greenberg es arbitrario: «Las obras minimalistas son legibles como arte, como casi todo hoy en día, incluidas una puerta, una mesa o una hoja de papel en blanco»[6]. Greenberg entendía esta observación como una invectiva, pero para los émulos de John Cage era un desafío vanguardista: «Tenemos que producir una música que sea como los muebles»[7]. Y este desafío fue ciertamente aceptado, a través de Robert Rauschenberg, Jasper Johns, Cage y Merce Cunningham, en el arte (por ejemplo, Judd y Morris), la música (por ejemplo, Philip Glass), la danza (por ejemplo, Yvonne Rainer) y el teatro (por ejemplo, Robert Wilson) minimalistas, aunque rara vez por interés en un restaurado valor de uso para la cultura[8]. En esta reorientación Greenberg veía gato encerrado: lo arbitrario, lo vanguardista, en una palabra, Marcel Duchamp. Como vimos en el capítulo 1, esta intuición del retorno del paradigma del readymade en particular y el ataque vanguardista contra la institución del arte en general era común entre los abogados y los detractores del minimalismo, un asunto que aquí quiero desarrollar.