La solución la va a encontrar ni más ni menos que en el hambre como incentivo para el trabajo, y para la obediencia. Es bueno retener esa máxima, ya que pronto se suele olvidar que el proyecto del liberalismo respecto a la clase trabajadora, a parte de la naturalización del discurso del mercado, es ante todo disciplinario. Así reza su escrito:
El más sabio de los legisladores nunca será capaz de idear un castigo más equitativo, más eficaz, o en ningún aspecto más adecuado, que el que el hambre puede llegar a ser para un siervo desobediente. El hambre puede domesticar a los animales más feroces, enseñará la decencia y la civilidad, la obediencia y la sumisión, al más brutal, al más obstinado, y al más perverso.
El miedo al hambre va a constituir el «palo» que blande sobre la cabeza del pobre asno candidato a proletario para poner en marcha la mecánica del mercado laboral.
Según Townsend, en los remotos mares del sur, la Isla de Juan Fernández fue colonizada por un par de cabras con el fin de servir de avituallamiento a los marineros que recalaran en sus costas. Los generosos pastos y la ausencia de depredadores naturales hizo medrar de forma desproporcionada el rebaño formado por los descendientes de esa pareja primigenia, de modo que la esquilmaron y, como consecuencia, acabaron sufriendo los desmanes del hambre. Ciclo que se repetía con mayor o menor intensidad, dependiendo de la llegada ocasional de marineros que aliviara la carga que la cabaña cabruna significaba, haciendo provisión de la misma. Eso hasta que los españoles, hartos de que la isla sirviera de despensa a los piratas ingleses, decidieran introducir perros de caza. Estos a su vez crecieron y se multiplicaron, diezmando el rebaño de cabras. Estas hubiera desaparecido completamente si no se hubieran refugiado en las zonas más abruptas de la isla, de modo que únicamente de tanto en tanto se exponían a la depredación. De esa situación se derivó que únicamente los ejemplares más fuertes entre las dos especies sobrevivieran, estableciendo un nuevo equilibrio que no solo preservará a las dos especies, sino que seleccionaría a los mejores especímenes de cada una. De lo que el autor deduce, en primer lugar, que es la cantidad de comida la que regula el crecimiento de la especie humana. En segundo, que es de ese principio natural de donde se colige la evolución de los individuos humanos: los débiles necesitan de los fuertes, y aún más, a los más perezosos tarde o temprano se les dejará sufrir las consecuencias naturales de su indolencia. Y, en tercero, que en una situación regulada por la naturaleza, solo aquellos más despiertos, los que se han garantizado la propiedad, prosperarán, mientras que los indolentes deberían morir de hambre o convertirse en siervos de los más ricos. «La naturaleza puede ser fácilmente perturbada, pero nadie puede invertir sus leyes», concluye. El equilibrio natural es el que relaciona el tamaño de la población con los alimentos disponibles. De este modo la propiedad queda naturalizada como fruto de la diligencia, como la pobreza lo es de la indolencia.
La relación naturalizada entre población y recursos naturales es extrapolada al mercado, de modo que acaba concluyendo que: «Ocurre con la especie humana lo que ocurre con todos los otros artículos de comercio sin una prima; es la demanda la que regulará el mercado». Por lo tanto, su propuesta sobre la Ley de asistencia a los pobres es doble: en primer lugar animar la industria y la economía, significativamente junto con la subordinación; en segundo, regular la población en referencia a la demanda de trabajo. El alivio ofrecido a los pobres, argumenta, debe ser limitado y siempre precario. En otras palabras, mantenerlos a nivel de subsistencia. Mientras, la asistencia debería dejarse a la libre voluntad de los particulares, aunque en su frase final deja claro que: «Cuando el pobre es obligado a cultivar la amistad del rico, el rico nunca mostrará inclinación a aliviar las angustias de los pobres».
La fábula de Townsend dejaría una profunda huella en la obra de Malthus, Ensayo sobre el principio de la población, publicada en 1798,95 hasta el punto de ser acusado de plagio, entre otros por el propio Karl Marx, tanto por la correspondencia establecida entre población y recursos como por la mención del matrimonio como freno a la fecundidad. También se deja sentir en Charles Darwin (a través de la referencia de Malthus), en la gestación de la teoría sobre selección de las especies, incluida en El origen de las especies (1859).96 La primera alusión directa que aparece a la obra de Malthus en el tercer capítulo del libro contextualiza la lucha por la supervivencia en el incremento geométrico de la población y la subsiguiente carestía de alimentos. Un poco más adelante hace de esa regla la ley de la naturaleza por excelencia, y a partir de ella deduce la sobreproducción —la creación de excedencia o redundancia— como estrategia de supervivencia. Como ya advirtió Polanyi, ese pensamiento naturalizador puede considerarse una ruptura respecto a la economía derivada de la sociedad política, tal y como Adam Smith la estableciera una década antes del texto de Townsend en La riqueza de las naciones (1776). Según el texto del reverendo británico, es la naturaleza biológica de los humanos, su «animalidad», lo que instaura un orden en la sociedad que no tiene su origen en la política. En términos maltusianos la relación entre población y territorio, tomado como recurso, es la que explica el funcionamiento de la sociedad en su vertiente económica. La lucha por la supervivencia constituye el motor de ese equilibrio que la naturaleza se encarga de establecer, y que servirá también como máxima para el funcionamiento del mercado. No lo olvidemos: el objetivo último tanto de Townsend como de Malthus era defender la supresión de subsidios a los pobres, aportando al debate político un razonamiento «científico». De hecho, se ha señalado que la originalidad de Townsend, reafirmada por Malthus posteriormente, fue precisamente la argumentación «científica» de la autorregulación como una premisa natural que explicaba el funcionamiento de los mercados, en la que, por tanto, la intrusión reguladora del Estado devenía contraproducente.97
Naturaleza, equilibrio y excedente ocupan un lugar central en el maltusianismo, que a su vez influirá en el pensamiento liberal posterior. El tema del equilibrio es planteado desde las primeras páginas del Ensayo sobre el principio de la población: la naturaleza actúa para mantener constantemente niveladas la natural desigualdad entre la fuerza de la población, que crece geométricamente, y la producción de alimentos, que lo hace aritméticamente. El exceso de población, como veremos, constituye a la vez el desequilibrio inicial que la naturaleza debe compensar, y un elemento más de ese mecanismo de balance natural que influirá en la alternancia de períodos de crecimiento y de contracción. Para regular ese posible exceso, la naturaleza se vale de lo que Malthus llama «frenos positivos», de carácter catastrófico: la enfermedad, la guerra, las hambrunas. Estos frenos pueden (deberían) complementarse con la adopción de los llamados «frenos preventivos» como, por ejemplo: la continencia, el retraso a la edad de matrimonio o la anticoncepción. Resulta necesario rastrear el legado de la obra de Robert Malthus para entender tanto el fundamentalismo neoliberal y su fe en la autorregulación de los mercados como la deriva del concepto de