Antiguamente, era una situación típica, nadie lo veía mal. La gente estaba acostumbrada a que le eligieran el tipo de vida que llevarían, pudiendo no estar de acuerdo, aunque resignándose a hacer lo que se esperaba de ellos.
El siguiente, el miércoles, fue el de una chica bastante joven que trabajaba en un bar más horas de las que debía. Cada día, les servía las bebidas a sus amigos y veía cómo después se iban de fiesta, a la playa, a pasear… mientras ella se quedaba doblando el turno para ayudar a su madre a pagar las facturas. No se quejaba, no estaba enfadada; simplemente añoraba lo que ellos tenían. Esa era su vida. Algo dura, sí, aunque no quitaba que fuera feliz. Pero no era la felicidad que buscaba.
Ese tipo de situaciones se daba mucho en las familias con pocos recursos. Los hijos debían ayudar a sus padres, y que lo hicieran no era algo malo. Lo malo era no tener ningún día para ella, para disfrutar, para pasear, jugar o descansar.
Le siguió el sueño de una niña pequeña. Tendría unos seis años. Miraba por la ventana con nostalgia. Era el cuarto día que le preguntaba a su madre si podrían ir a la playa y recibía la misma respuesta. «No». Su madre no podía llevarla porque trabajaba doce horas diarias para sacarla adelante. Mientras lo hacía, una vecina muy mayor la cuidaba, aunque no podía salir con ella a jugar, llevarla al parque y, mucho menos, a la playa. La niña se entretenía en casa con sus juguetes, sin embargo, todo cansa, y ella, como cualquier otra niña, acababa aburriéndose.
Observaba el exterior recordando las pocas veces que había ido a la playa o los pocos días que su madre podía llevarla a dar una vuelta en la bici. Lo hacía con tristeza y felicidad, esperando que pronto tuviera unas horas para acompañarla.
Era increíble la dicha que sentía la niña al recordarse jugando con las olas o disfrutando del viento en la cara cuando montaba en bici.
Yo no podía entenderla, porque iba a la playa cuando me placía. De pequeña iba al parque a diario, incluso dos o tres veces si me apetecía, y mi madre salía conmigo a caminar o en bici, excepto los días que llovía, que la bici se quedaba en casa y mamá y yo jugábamos a pisar los charcos. Eran situaciones cotidianas a las que no les dábamos importancia. Era lo normal, lo que la gente hacíamos a diario. Aunque, al parecer, no todo el mundo era tan privilegiado.
Después vino el de una mujer de unos cincuenta años. Parecía sumisa y callada, pero cuando la puerta de su casa se abrió, el miedo que la inundó no dejó espacio para nada más. El corazón se le aceleró a medida que las pisadas se acercaban.
Sirvió la cena de forma apurada y, sin querer, tiró un vaso que se hizo añicos por el suelo. Sin decir una palabra, su marido entró y la agarró por el cuello. Comenzó a gritarle y la empujó de forma brusca contra la encimera de la cocina. Al momento se tapó la cara con las manos y se hizo una bola en el suelo, esperando. Los golpes e insultos no tardaron en llegar. Sin remordimientos, sin miedo de lastimarla, le propinaba un golpe después de otro, como si su mujer fuera un saco de boxeo causante de toda su ira.
Notaba su dolor, la desesperación y, sobre todo, el miedo.
Solo murmuraba pidiendo que acabara ya.
Sin duda, no era una situación normal, no tenía nada que ver con las anteriores. La violencia de género no debía existir, todo el mundo lo sabía, y la mayoría estaba en contra de ello. Pero, por desgracia, era algo que existía en abundancia y estábamos hechos a esas situaciones. Cada vez que informaban en la tele de un nuevo caso, otra mujer muerta o maltratada, pensábamos que pobre mujer, si no podía hacerse algo más, si no podía haberlo dejado antes, cómo aguantaba eso… Todos lo lamentamos, nos daba pena y rabia, pero la vida de cada uno continuaba.
¿Qué podría querer esa mujer de mí? ¿Qué buscaría?
El viernes, soñé con un hombre alcohólico. Su vida se resumía en una botella detrás de otra hasta que caía en la inconsciencia. Cuando eso sucedía, el remordimiento y el pesar ocupaban su mente. No valoraba la opción de dejarlo ni de otra vida, sin embargo, sentí que no era feliz y que aquello no era lo que quería para sí.
No era una situación normal, ni mucho menos agradable. Unos dirían que era un borracho, algo que el mismo se había buscado, que no debería beber tanto, que debería dejarlo. Otros irían más allá: que se merecía lo que tenía, que él mismo se lo había buscado y que, si quisiera, terminaría con el vicio. Que le había estropeado la vida a su mujer, a sus hijos o a sus familiares.
Yo no sabía qué pensar. Puede que todas esas opiniones se pasearan por mi mente si no hubiera sentido lo mismo que él. No era quién para juzgar su comportamiento, para hacer conjeturas de cómo y por qué había llegado a eso o de lo qué debería hacer para salir. Estaba lejos de dar un consejo así, cuando había sentido su inseguridad, su infelicidad, su resignación, su pesar, su odio a sí mismo. Pero ¿qué podría hacer yo por él? Nunca había lidiado con una situación parecida.
Me desperté más agotada que nunca, como si hubiera corrido sin parar durante horas, pero mi mente estaba tranquila porque había descubierto lo que querían, lo había hecho y había salvado a todos esas personas. No había abierto jaulas, roto cadenas, trabajado por la mamá para que llevase a la niña a la playa ni cubierto el turno de la chica para que saliera con sus amigos, mucho menos había combatido un ejército o arrojado botellas de alcohol a la basura para llevar al señor a un centro. Lo único que había hecho había sido tocar con mi mano a cada uno de ellos. Eso bastó para que volvieran a sentirse felices y dichosos.
Bajé las escaleras de dos en dos llamando a mi madre.
—¿Qué ocurre? —me preguntó preocupada.
—Lo he conseguido, mamá, he descubierto qué era lo que querían todas esas personas.
—¿De qué hablas? ¿Has soñado otra vez?
—Sí. Pero esta vez ha sido diferente. Ya sé lo que querían y les he ayudado.
—Pero ¿qué iban a querer de ti? No tiene sentido. ¿Qué podrías hacer tú por esas personas tan diferentes entre sí? —dijo mi madre, como si me hubiese vuelto loca.
—Todos querían lo mismo: necesitaban ayuda —le expliqué con énfasis y emoción.
—¿Cómo ibas a poder ayudarlos tú, Libertad?
Liberi
Cristina Fernández
«Liberi» significa libre en latín. Lo recordaba de las clases de bachillerato, antes de hacer la carrera de magisterio para ser profesora de historia, como siempre soñó. Ese era uno de los pensamientos que iban y venían mientras caminaba de manera casi autómata y tranquila, preguntándose cómo había llegado a aquella situación. La brisa primaveral retiraba el pelo cobrizo de su rostro, compungido pero a la vez sereno. ¿Sabría vivir así?
Al pasar por al lado del parque de la Ciutadela, recordó cómo Albert la había llevado algunos años atrás a dar un paseo en una de las bonitas barcas de lago para, cuando estuvieran en el centro, pedirle matrimonio.
El sol de aquel día era cegador, y recordó cómo su propia sonrisa brillaba más que el mismísimo sol.
Albert era todo lo que siempre había soñado: un hombre trabajador, bueno, muy guapo, sociable, y que la quería sobre todas las cosas. La quería tanto, que le repetía una y otra vez que era suya.
La amaba tanto, que solo la quería para sí.
O, al menos, eso pensaba.
Perdida en sus propios recuerdos, seguía paseando, recorriendo un camino sin rumbo, del mismo modo en que lo hacía con sus pensamientos.
Le vino a la cabeza aquel día, cuando se lo presentó a su prima, parte de su pequeña y única familia, ya