¿El hombre que tan sutil y tan hondamente teoriza es el mismo que arengaba y revistaba al Ejército Rojo? Algunas personas no conocen, tal vez, sino al Trotski de traza marcial de tantos retratos y tantas caricaturas. Al Trotski del tren blindado, al Trotski ministro de Guerra y generalísimo, al Trotski que amenaza a Europa con una invasión napoleónica. Y este Trotski en verdad no existe. Es casi únicamente una invención de la prensa. El Trotski real, el Trotski verdadero, es aquel que nos revelan sus escritos. Un libro da siempre de un hombre una imagen más exacta y más verídica que un uniforme. Un generalísimo, sobre todo, no puede filosofar tan humana y tan humanitariamente. ¿Os imagináis a Foch, a Ludendorff, a Douglas Haig en la actitud mental de Trotski?
La ficción del Trotski marcial, del Trotski napoleónico, procede de un solo aspecto del rol del célebre revolucionario en la Rusia de los sóviets: el comando del Ejército Rojo. Trotski, como es notorio, ocupó primeramente el Comisariato de Negocios Extranjeros. Pero el sesgo final de las negociaciones de Brest-Litovsk lo obligó a abandonar ese ministerio. Trotski quiso que Rusia opusiera al militarismo alemán una actitud tolstoiana: que rechazase la paz que se le imponía y que se cruzase de brazos, indefensa, ante el adversario. Lenin, con mayor sentido político, prefirió la capitulación. Trasladado al Comisariato de Guerra, Trotski recibió el encargo de organizar el Ejército Rojo. En esta obra mostró Trotski su capacidad de organizador y de realizador. El ejército ruso estaba disuelto. La caída del zarismo, el proceso de la revolución, la liquidación de la guerra produjeron su aniquilamiento. Los sóviets carecían de elementos para reconstituirlo. Apenas si quedaban, dispersos, algunos materiales bélicos. Los jefes y oficiales monarquistas, a causa de su evidente humor reaccionario, no podían ser utilizados. Momentáneamente, Trotski trató de servirse del auxilio técnico de las misiones militares aliadas, explotando el interés de la Entente de recuperar la ayuda de Rusia contra Alemania. Mas las misiones aliadas deseaban, ante todo, la caída de los bolcheviques. Si fingían pactar con ellos era para socavarlos mejor. En las misiones aliadas Trotski no encontró sino un colaborador leal: el capitán Jacques Sadoul, miembro de la embajada francesa, que acabó adhiriéndose a la Revolución, seducido por su ideario y por sus hombres. Los sóviets, finalmente, tuvieron que echar de Rusia a los diplomáticos y militares de la Entente. Y, dominando todas las dificultades, Trotski llegó a crear un poderoso ejército que defendió victoriosamente a la Revolución de los ataques de todos sus enemigos externos e internos. El núcleo inicial de este ejército fueron doscientos mil voluntarios de la vanguardia y de la juventud comunistas. Pero, en el período de mayor riesgo para los sóviets, Trotski comandó un ejército de más de cinco millones de soldados.
Y, como su ex generalísimo, el Ejército Rojo es un caso nuevo en la historia militar del mundo. Es un ejército que siente su papel de ejército revolucionario y que no olvida que su fin es la defensa de la revolución. De su ánimo está excluido, por ende, todo sentimiento específica y marcialmente imperialista. Su disciplina, su organización y su estructura son revolucionarias. Acaso, mientras el generalísimo escribía un artículo sobre Romain Rolland,[17] los soldados evocaban a Tolstói o leían a Kropotkin.
Lunacharski
La figura y la obra del comisario de Instrucción Pública de los sóviets se han impuesto, en todo el mundo occidental, a la consideración de la propia burguesía. La Revolución Rusa fue declarada, en su primera hora, una amenaza para la civilización. El bolchevismo, descripto como una horda bárbara y asiática, creaba fatalmente, según el coro innumerable de sus detractores, una atmósfera irrespirable para el arte y la ciencia. Se formulaban los más lúgubres augurios sobre el porvenir de la cultura rusa. Todas estas conjeturas, todas estas aprensiones, están ya liquidadas. La obra más sólida, tal vez, de la Revolución Rusa es precisamente la obra realizada en el terreno de la instrucción pública. Muchos hombres de estudio europeos y americanos, que han visitado Rusia, han reconocido la realidad de esta obra. La Revolución Rusa, dice Herriot en su libro La Russie Nouvelle,[18] tiene el culto de la ciencia. Otros testimonios de intelectuales igualmente distantes del comunismo coinciden con el del estadista francés. Wells clasifica a Lunacharski entre los mayores espíritus constructivos de la Rusia nueva. Lunacharski, ignorado por el mundo hasta hace siete años, es actualmente un personaje de relieve mundial.
La cultura rusa, en los tiempos del zarismo, estaba acaparada por una pequeña élite. El pueblo sufría no solo una gran miseria física, sino también una gran miseria intelectual. Las proporciones del analfabetismo eran aterradoras. En Petrogrado el censo de 1910 acusaba un 31% de analfabetos y un 49% de semianalfabetos. Poco importaba que la nobleza se regalase con todos los refinamientos de la moda y el arte occidentales, ni que en la universidad se debatiesen todas las grandes ideas contemporáneas. El mujik, el obrero, la muchedumbre eran extraños a esta cultura.
La revolución dio a Lunacharski el encargo de echar las bases de una cultura proletaria. Los materiales disponibles para esta obra gigantesca no podían ser más exiguos. Los sóviets tenían que gastar la mayor parte de sus energías materiales y espirituales en la defensa de la Revolución, atacada en todos los frentes por las fuerzas reaccionarias. Los problemas de la reorganización económica de Rusia debían ocupar la acción de casi todos los elementos técnicos e intelectuales del bolchevismo. Lunacharski contaba con pocos auxiliares. Los hombres de ciencia y de letras de la burguesía saboteaban los esfuerzos de la Revolución. Faltaban maestros para las nuevas y antiguas escuelas. Finalmente, los episodios de violencia y de terror de la lucha revolucionaria mantenían en Rusia una tensión guerrera hostil a todo trabajo de reconstrucción cultural. Lunacharski asumió, sin embargo, la ardua faena. Las primeras jornadas fueron demasiado duras y desalentadoras. Parecía imposible salvar todas las reliquias del arte ruso. Este peligro desesperaba a Lunacharski. Y, cuando circuló en Petrogrado la noticia de que las iglesias del Kremlin y la catedral de San Basilio habían sido bombardeadas y destruidas por las tropas de la Revolución, Lunacharski se sintió sin fuerzas para continuar luchando en medio de la tormenta. Descorazonado, renunció a su cargo. Pero, afortunadamente, la noticia resultó falsa. Lunacharski obtuvo la seguridad de que los hombres de la Revolución lo ayudarían con toda su autoridad en su empresa. La fe no volvió a abandonarlo.
El patrimonio artístico de Rusia ha sido íntegramente salvado. No se ha perdido ninguna obra de arte. Los museos públicos se han enriquecido con los cuadros, las estatuas y reliquias de colecciones privadas. Las obras de arte, monopolizadas antes por la aristocracia y la burguesía rusas, en sus palacios y en sus mansiones, se exhiben ahora en las galerías del Estado. Antes eran un lujo egoísta de la casta dominante; ahora son un elemento de educación artística del pueblo.
Lunacharski, en este como en otros campos, trabaja por aproximar el arte a la muchedumbre. Con este fin ha fundado, por ejemplo, el Proletkult, comité de cultura proletaria, que organiza el teatro del pueblo. El Proletkult, vastamente difundido en Rusia, tiene en las principales ciudades una actividad fecunda. Colaboran en el Proletkult obreros, artistas y estudiantes, fuertemente poseídos del afán de crear un arte revolucionario. En las salas de la sede de Moscú se discuten todos los tópicos de esta cuestión. Se teoriza ahí bizarra y arbitrariamente sobre el arte y la revolución. Los estadistas de la Rusia nueva no comparten las ilusiones de los artistas de vanguardia. No creen que la sociedad o la cultura proletarias puedan producir ya un arte propio. El arte, piensan, es un síntoma de plenitud de un orden social. Mas este concepto no disminuye su interés por ayudar y estimular el trabajo impaciente de los artistas jóvenes. Los ensayos, las búsquedas de los cubistas, los expresionistas y los futuristas de todos los matices han encontrado