Clasificar a esos partidos populistas de derecha como “extrema derecha” o “neofascista” es una forma fácil de rechazar sus demandas, negándose a reconocer la dimensión democrática de muchas de ellas. Atribuir su atractivo a la falta de educación o a la influencia de factores atávicos es, por supuesto, especialmente conveniente para las fuerzas del centro-izquierda. Les permite evitar reconocer su propia responsabilidad en su surgimiento. Su respuesta es pretender proteger a los “buenos demócratas” contra el peligro de las pasiones “irracionales” estableciendo una frontera moral para excluir a los extremistas del debate democrático. Esta estrategia demonizadora del “enemigo” del consenso bipartidista puede ser moralmente reconfortante, pero desempodera políticamente. Para diseñar una respuesta propiamente política, debemos darnos cuenta de que la única manera de luchar contra el populismo de derecha es dar una formulación progresista a las demandas democráticas que están expresando con un lenguaje xenófobo. Esto supone reconocer la existencia de un núcleo democrático en esas demandas y la posibilidad, a través de un discurso diferente, de articularlas en una dirección emancipadora.
Debemos ser conscientes de que tal proyecto no puede formularse sin descartar el enfoque esencialista racionalista dominante en el pensamiento liberal-democrático. Tal enfoque nos impide reconocer la necesaria naturaleza partidista de la política y el papel central de los afectos en la construcción de identidades políticas colectivas. Etiquetar como “extrema derecha” o “fascista” a los partidos que rechazan el consenso post-político es condenarse a uno mismo a la impotencia política. La única manera de luchar contra los partidos populistas de derecha es abordar los temas que han incluido en la agenda, ofreciendo respuestas, capaces de movilizar los afectos comunes hacia la igualdad y la justicia social. Este debe ser el objetivo de un movimiento populista de izquierda que, confrontándose a la post-democracia, apunte a la recuperación y radicalización de la democracia.
Una perversión capitalista
Alain Badiou
De manera general, pienso que podemos llamar “fascismo” a la subjetividad popular generada y suscitada por el capitalismo, ya sea porque hay una crisis sistémica grave –tal fue el caso en los años treinta–, ya, quizás más profundamente, bajo el efecto de los límites estructurales del capitalismo que su globalización puso en evidencia. Globalización que, recordémoslo, es una expansión y, a la vez, la revelación de su incapacidad para valorizar el conjunto de la fuerza de trabajo disponible.
El fascismo es una subjetividad reactiva. Es intracapitalista, puesto que no propone otra estructura del mundo. Se instala en el mercado mundial, de hecho, en la medida en que le reprocha al capitalismo no estar en estado de cumplir sus promesas. Al fascizarse, el decepcionado del deseo de Occidente se vuelve el enemigo de Occidente porque, en realidad, su deseo de Occidente no se satisface. Ese fascismo organiza una pulsión agresiva, nihilista y destructora porque se constituye a partir de una represión íntima y negativa del deseo de Occidente. Es, en amplia medida, un deseo de Occidente reprimido, y en su lugar viene a situarse una reacción nihilista y mortífera cuyo blanco es, precisamente, aquello que era el objeto del deseo. Estamos en un esquema psicoanalítico clásico.
En cuanto a su forma, se puede definir a este fascismo moderno como una pulsión de muerte articulada en un lenguaje identitario. La religión es un ingrediente más que posible de esta articulación: el catolicismo lo fue para el fascismo español durante la Guerra Civil (1936-1939); el islam lo es hoy en Medio Oriente, en particular allí donde la zonificación imperial destruyó a los Estados.
Pero la religión es sólo un ropaje, no es en modo alguno el fondo de la cuestión: es una forma de subjetivación, no el contenido real de la cosa. El contenido real al que ciertas esquirlas de fábula religiosa le dan su forma deriva de la omnipresencia del deseo de Occidente, bajo su forma afirmada y explícita o bajo su forma reprimida y mortífera.
La forma práctica de estos fascismos es siempre la lógica de la banda, el gansterismo criminal, con la conquista y la defensa de los territorios en que se tiene el monopolio de los negocios, como lo tiene el líder en la esquina de su barrio. Para que eso se sostenga, hace falta el carácter espectacular de la crueldad, el saqueo y, también, en el caso de las diferentes mafias, el reciclaje permanente de las cosas en el mercado mundial.
Así como el deseo nihilista no es más que un reverso del deseo de Occidente, las zonas desestatizadas donde prospera la subjetividad nihilista se articulan con el mercado mundial y, por lo tanto, con lo real de Occidente. La firma Daesh [Estado Islámico, EI], por poner un ejemplo, vende petróleo, obras de arte, algodón, armas, montones de cosas. Y sus mercenarios son, de hecho, asalariados, con algunos privilegios suplementarios debidos al saqueo y a la reducción a la esclavitud de cautivos y cautivas.
Esta forma fascizante es entonces, en realidad, interna a la estructura del capitalismo globalizado del que es, de algún modo, una perversión subjetiva. Todo el mundo sabe, por lo demás, que las firmas, pero también clientes occidentales confirmados, como el gobierno de Arabia Saudita, entre otros, negocian sin cesar con las bandas fascistas instaladas en la zonificación de Medio Oriente y que lo hacen tal como mejor conviene a sus propios intereses. Digamos, por fin, que este fascismo es el reverso de un deseo de Occidente frustrado, organizado más o menos militarmente a partir del modelo flexible de la banda mafiosa y con coloraciones ideológicas variables donde la religión tiene un mero lugar formal.
Lo que me interesa aquí es aquello que esta subjetividad fascizante les propone a los jóvenes. Después de todo, tanto los asesinos de enero de 2015 como los de noviembre de ese mismo año en Francia (1) son jóvenes, son jóvenes de aquí. Son jóvenes de entre veinte y treinta años, en su mayoría provenientes de la inmigración obrera, en su segunda o tercera generación. Estos jóvenes se consideran a sí mismos como sin perspectiva, sin un buen lugar que ocupar. Incluso aquellos que tienen alguna educación, que obtuvieron el bachillerato, comparten esta visión de las cosas: no hay lugar para ellos; no hay lugar, en todo caso, en conformidad con su deseo. O sea que estos jóvenes se ven al margen, a la vez, del trabajo asalariado, del consumo y del porvenir. Lo que les propone entonces la fascización (llamada de modo estúpido, en la propaganda, “radicalización”, mientras que es una pura y simple regresión) es una mezcla entre un heroísmo sacrificial y criminal y una satisfacción “occidental”. Por un lado, el joven se va a convertir en algo así como un mafioso orgulloso de serlo, capaz de un heroísmo sacrificial y criminal: matar a occidentales, vencer a los asesinos de las otras bandas, practicar una crueldad espectacular, conquistar territorios, etc. Eso, por un lado; por el otro, toques de la “buena vida”, satisfacciones diversas. EI les paga bastante bien, en conjunto, a sus asesinos a sueldo, mucho más de lo que podrían ganar “normalmente” en las zonas en que viven. Hay un poco de dinero, hay mujeres, automóviles, etc. Es entonces una mezcla de propuestas heroicas mortíferas y, al mismo tiempo, de corrupción occidental por los productos. Y esa mezcla consistente ha sido siempre una de las características de las bandas fascistas.
La religión puede ser la salsa identitaria inmejorable de todo este fenómeno, en la medida en que, justamente, es un referente antioccidental presentable. Pero tal como vemos, al fin y al cabo, el origen de los jóvenes importa bastante poco, su origen –se dirá– espiritual, religioso, etc. Lo que cuenta es la elección que hicieron en cuanto a su frustración. Y los van a incorporar a la mezcla de corrupción con heroísmo sacrificial y criminal en razón de la subjetividad que es la suya, y no en razón de su convicción islámica. Se ha podido observar, por lo demás, que, en la mayoría de los casos, la islamización es terminal en vez de inaugural. Digamos que es la fascización la que islamiza, y no el islam el que fasciza.
Traducción: María del Carmen Rodríguez