–Gerard, eres demasiado viejo para transformarte en un yuppie –dice, aunque se equivoca. Gerard es un año más joven que Eleanor y casi dos años más joven que yo.
Eleanor se acerca con una bolsa de papel y se sienta.
–¡Un punto de inflexión! –anuncia y saca de la bolsa una caja abierta de tintura aclarante para morochas y la ubica en la mesa junto a mi hermosa aglaonema y mi decantador de vino, que fue un regalo de mi hermano. Me es más fácil de lo que pensaba deshacerme de las cosas.
–Todo mi pasado aquí y solo pido diez centavos –dice Eleanor con una sonrisa socarrona. Hace poco se ha teñido el pelo de rojo. Ella y su esposo, Kip, se mudan en diez días a Fort Queen Anne, Nueva York, donde Kip encontró un mejor trabajo y Eleanor quiere comenzar desde cero–. Esta es una ciudad muerta –dice–, pero no puedes ganar el dinero solo con críticas.
Clavo la vista sobre la caja de tintura. Las letras están en proceso de borrarse y tiene marcas de tazas de café, como los anillos de la insignia olímpica, en el frente.
–Eleanor –digo lentamente. Pasan algunas personas que miran la ropa colgada en los árboles, sonríen y siguen caminando. Estoy a punto de decirle que su concepto del comercio no es el mismo que el nuestro pero, en lugar de eso, saco diez centavos de mi taza con monedas y se los doy.
–¿Me quedará bien? –Sonrío y sostengo la caja de tintura frente a mi cara como en una publicidad. Soy la única de nosotros que no se muda, aunque pronto me iré de vacaciones a Cape Cod por dos semanas para pensar en mi vida.
–Serás la sensación de Truro –dice–. Deslumbrarás. Gerard llorará de arrepentimiento.
Son dos contra uno aquí.
Gerard se vuelve a sentar a mi lado. Eleanor, que sospecha que él la escuchó, se acerca y le da un golpecito en el muslo. Vuelve a hablarnos de la mostaza y el ketchup.
Gerard no sonríe. Mira los árboles. Magdalena se ha echado a sus pies.
–Da la impresión de que alguien hubiera sido asesinado con eso puesto, Eleanor –dice Gerard y señala el body de encaje.
Me estiro hacia un costado, debajo de la mesa, y le aprieto la mano a Gerard para advertirle, para rescatarlo. Son dos contra uno aquí; simplemente seguimos turnándonos.
–No, no vamos a casarnos. Él se va a California y yo me quedo aquí –le dije a mi madre por teléfono cuando preguntó. Normalmente nunca llama. Normalmente hace cosas como enviarme notas con garabatos histriónicos que dicen “Bueno, sabes, yo no los puedo usar”, y junto con la nota, en el sobre, hay cupones de descuento de tampones y analgésicos para los dolores menstruales.
–Bueno –dijo mi madre–. El consejo que escucho de mis amigas últimamente es no te cases hasta los treinta. Tómate tu tiempo. Diviértete conociendo gente mientras seas joven. No te quedes con las ganas de nada.
Conocer gente es una frase que mi madre ama.
–Mamá –dije lentamente, alzando la voz–. Tengo treinta y tres. ¿Con las ganas de qué crees que no debería quedarme?
Esto pareció dejarla boquiabierta.
–Sabes, Benna –dijo finalmente–, no todas las mujeres piensan como tú y yo. Algunas simplemente quieren establecerse. –Esta alianza entre madre e hija era algo que mi madre había empezado a hacer tarde: de forma arbitraria, sin prestar atención–. Definitivamente, tú y yo somos excepcionales en ese sentido.
–Madre, él me dijo que pensaba que iba a ser un infierno vivir conmigo mientras estuviera estudiando derecho. Dijo que ya era una especie de infierno. Eso es lo que me dijo.
–Yo era como tú –dijo mi madre–. Estaba decidida a estar soltera y divertirme y salir con muchos hombres. No me importaba lo que pensaran los demás.
La gente no para de preguntar por Magdalena. “¿El perro está a la venta?”, dicen, o: “¿Cuánto piden por el perro”, como si fuera un chiste especial y divertido. Luego se ríen y se ponen a revisar nuestras pertenencias.
Lo primero que se va es mi bicicleta de diez velocidades. Está casi nueva, pero es incómoda y nunca la usé.
–¿Cuánto? –pregunta un hombre vestido con un rompevientos rojo que se enteró de nuestra venta por los avisos clasificados.
Miro a Gerard para que me ayude.
–¿Cuarenta y cinco? –digo. El hombre asiente con la cabeza, se monta a la bicicleta y da unas vueltas por la vereda.
–La próxima vez –me susurra Gerard– pide sesenta y cinco. –Pero no hay próxima vez. El hombre vuelve con la bicicleta. “Me la llevo”, dice, y me pasa dos billetes de veinte y uno de cinco. Gerard se encoge de hombros. Yo miro el dinero. Me siento mal. No lo quiero.
–No soy buena para estas cosas –le digo a Gerard. El hombre de rojo carga la bicicleta en su camioneta Dodge, se sube al vehículo y arranca.
–Era una buena bicicleta, pero no te sentías cómoda con ella. El tipo hizo un buen negocio –dice Gerard. La camioneta se aleja y desaparece de nuestra vista. Ahora ya no poseo una bicicleta.
–No te preocupes –dice Eleanor. Me rodea el hombro con el brazo y me conduce hacia los abedules–. Es como la vida –y señala con el pulgar hacia atrás, donde está Gerard–. Vende al joven y elegante, y consíguete un viejo achacoso y te sentirás mucho más feliz. El viejo achacoso es cómodo y nunca te lo robarán. Mira a Kip. Al viejo achacoso lo tienes de por vida.
–Cuarenta y cinco dólares –digo y sostengo el dinero frente a mi cara, como si fuera un abanico.
–Ya aprenderás –dice Eleanor. Ahora, una pequeña multitud está congregada alrededor de los tops de Eleanor, los discos de Gerard, mis plantas. Las plantas no, me digo. No estoy segura de que deba venderlas. Son cosas vivas, mucho más que los tops de Eleanor.
Eleanor es toda una vendedora junto a los abedules. Señala la falda negra.
–Esta es marca Liz Claiborne –le dice a una mujer cuyo interés en la prenda no es seguro–. ¿Sabes quién es?
–No –dice la mujer, fastidiada, y se pone a mirar los discos de jazz.
–Queremos las plantas –dice una adolescente con su novio–. ¿Cuánto?
Hay un ficus pequeño y una aglaonema.
–Ocho dólares –digo, improvisando un número. El sentimiento de incomodidad me invade nuevamente. La aglaonema me mira sin poder creerlo, traicionada. La parejita junta los ocho dólares, me los dan, y luego toman las plantas en sus brazos, como si fueran los bondadosos salvadores de unos niños.
–Gracias –dicen.
Las ramas del ficus me dicen adiós, pero la aglaonema chilla: “¡No eres apta para ser la madre de una planta!”, o algo así, mientras es conducida hacia el auto de la pareja. Pongo los ocho dólares en mi taza. Me pregunto cuán lejos se podría llegar en una de estas ventas de garaje. “Por supuesto”, podrías decirle a un desconocido total, “llévate a la perra, llévate a mi novio; las madres y los dedos tienen una oferta especial: dos por uno”. Si lo único que quisieras fuera llenar tu taza de efectivo podrías dejarte llevar. Un resto de uña o un bebé, las dos cosas bien podrían tener un precio escrito sobre cinta adhesiva. El ímpetu de vender podría apoderarse de ti, como el alcoholismo o la religión.
–Estoy mal –le digo a Gerard, que acaba de vender algunos